Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
Comentario del P. Luis Casasús al Evangelio del 23-7-2017, XVI Domingo del Tiempo Ordinario (Sabiduría 12:13.16-19; Romanos 8:26-27; Mateo 13:24-43)
Es importante recordar que el Reino de los Cielos crece gradual y misteriosamente hasta que alcance su plenitud al final de los tiempos. Dios siempre ha reinado pero, como vemos en el Antiguo Testamento, en muchas ocasiones el pueblo judío (¡y cada uno de nosotros!) ha creado una situación opuesta al plan divino original. Cristo proclamó la llegada de una nueva era (Arrepiéntanse, porque el reino de los cielos está cerca) anticipada en Él mismo y en la Iglesia que fundó.
Pero el Reino de Dios quedará establecido cuando la humanidad acepte Su soberanía y se disponga a llevar a cabo Su plan. Sí; el Reino de los Cielos es como el grano de mostaza: es muy pequeño, pero crece en silencio y encierra infinidad de sorpresas. Los comienzos son modestos, pero el final es inimaginable. El mismo mensaje nos transmite la parábola de la levadura en la masa: La gracia es como la levadura. Es un poderoso agente de cambio. Cuando nos rendimos a la gracia divina, Él hace maravillas en nuestra vida. Algunas cosas pequeñas pueden dar lugar a otras grandiosas. De hecho, Dios suele elegir lo que a nadie se le ocurriría (cosas que creemos pequeñas) para hacer actos extraordinarios para sus planes.
Esto es especialmente relevante para los niños y adolescentes, pues ellos no son los dueños del mundo. Pero, aunque son jóvenes y no se han desarrollado del todo, ya pueden hacer cosas maravillosas y grandiosas para Dios ahora mismo. No tienen por qué esperar.
Nada puede destruir el plan de Dios para la humanidad. Lo que al final de los tiempos se dará es el reino de justicia, paz, gozo y amor en el Espíritu Santo. ¿Qué es la justicia divina? La justicia de Dios es su compasión. El autor del Libro de la Sabiduría dice: Tu dominio sobre todas las cosas te hace indulgente con todos. Dios siempre está listo para perdonarnos.
Merece la pena cooperar con el plan divino de amor; a veces es muy difícil, pero al final los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre.
Sabemos bien que la fe es más que simple confianza; supone una obediencia. Así, cuando Dios llama y dispone, se nos pide tener la obediencia de la fe. La fe es un acto de obediencia. Es lo que San Pablo escribe de la fe en Cristo, por medio de quien hemos recibido la gracia y el apostolado para promover la obediencia a la fe entre todos los gentiles, por amor a su nombre (Rom 1:5). De hecho, sólo con la obediencia nuestra fe puede hacerse salvífica. Estamos llamados a confiar en Sus promesas y en Su Palabra. Pero también tenemos que llevar a cabo lo que nos dice; caso contrario, una fe sin obediencia haría ineficaces sus promesas en nuestra vida.
Esta es la hoja de ruta que nos dan las parábolas de hoy: Hemos de cooperar con la gracia de Dios en nuestras vidas, con frutos de amor y servicio. Hemos de ofrecer esperanza a los demás, en especial con el perdón. Hemos de ser pacientes con los que no piensan como nosotros. La forma de vencer a nuestros enemigos no es destruyéndolos, sino por medio del amor compasivo. Las personas necesitamos tiempo para cambiar y ser convertidos.
Aunque creemos en lo anterior, siempre pretendemos controlar nuestras vidas. No deseamos vivir en la incertidumbre. Por eso, proyectamos y tratamos de controlar nuestras vidas, incluso las de los demás. El ser humano siempre está temeroso del sufrimiento, del dolor y sobre todo de la muerte…estas son las semillas que NO deberíamos regar ¡Pero están siempre ahí!
El trigo y la cizaña siempre están juntos y hemos de dejar la selección y separación al Señor. San Pablo nos dice que el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad.
Quizás el mensaje más importante es que no nos corresponde juzgar; a Dios sí. Él es el juez que determinará lo que es bueno y malo, lo verdadero y lo falso. Es Cristo con sus ángeles quien separará la paja. Nosotros, como seres humanos, no hemos de juzgar el corazón de las acciones de los demás. Ese es el papel de Cristo en el juicio final.
En esta parábola, el sembrador arroja la semilla en el terreno. Su enemigo viene y siembra cizaña. Entonces, los trabajadores quieren arrancar las malas hierbas. Esto parecería razonable; pero el sembrador no lo quiere así. Teme que al arrancar la mala hierba, se arranque también el trigo. Dejen que crezcan juntos hasta la cosecha, y entonces diré a los cosechadores: ‘Arranquen primero la cizaña y átenla en manojos para quemarla, y luego recojan el trigo en mi granero’.
¿Se te ha ocurrido pensar que el Espíritu Santo puede sacar frutos de nuestras faltas? Todos queremos eliminarlas… si es que antes reconocemos haberlas cometido. Nos desanimamos cuando vemos que cometemos las mismas faltas una y otra vez. En la parábola, Cristo dice que la cizaña crecerá junto al trigo y que Dios los separará al final de nuestras vidas. Esto no exime a nadie de nuestro esfuerzo ascético.
Si somos sinceros, nuestras faltas nos hacen humildes. Es más, nos empujan a ser honrados y a no enjuiciar a los demás. Y nuestras faltas nos pueden animar a cuidar nuestras virtudes y a utilizarlas para amar más a los demás. Es valioso saber nuestra capacidad de hacer el mal y de hacer el bien. Realmente, la cizaña puede ayudarnos a crecer y a ser fuertes. Frente al mal y al sufrimiento, nos podemos hacer más perfectos en la verdad y en la santidad. Los pecados de los demás también nos pueden purificar para tener un amor compasivo… Todo esto es purificación ascética y mística.
Dios nos da tiempo para arrepentirnos. Respeta nuestra necesidad de crecer en amor y obediencia. Es paciente con nosotros. Nos advierte contra la impaciencia en nuestro crecimiento en la santidad. Arrancar la cizaña demasiado temprano puede llevar a destruir el trigo. Cristo nos exhorta a ser pacientes cuando veamos el escándalo del pecado en la comunidad cristiana. Por supuesto, los escándalos nos entristecen, pero no hemos de sorprendernos, pues la Iglesia es una comunidad de peregrinos que camina hacia la santidad.
Tras leer esta parábola, seguramente seremos más lentos al juzgar lo que es trigo y lo que es cizaña en el mundo, comprendiendo que habrá sorpresas en el día del juicio, que algunos que pensaban estar entre el trigo descubrirán que Cristo no los veía así: No os conozco. Esta es una frase que al menos debería producir humildad en quienes buscan que la buena semilla crezca en sus vidas.
¿Has comparado las malas hierbas de la parábola de hoy con las espinas de la Parábola del Sembrador? Estas últimas representan los afanes del mundo y la seducción de las riquezas, pero ahora Jesús quiere destacar el hecho de que la cizaña es sembrada por el diablo, quien siembra cuando el agricultor está dormido. Simboliza el mal del mundo, que pretende destruir las buenas semillas (símbolo del trigo de la Verdad y el Amor divino) que Dios ha plantado en nuestros corazones al crearnos.
Esto es algo tan sutil que podemos empezar a creer en medias verdades, como por ejemplo que si cumplimos con nuestra observancia religiosa, no hace falta que estemos tan “centrados en Dios” en nuestro vivir diario. Esto es así porque Dios comprende que somos personas ocupadas y que tenemos poco tiempo para nuestro apostolado y oración. Dios no nos va a juzgar duramente, porque es compasivo. Esta forma de razonar equivale a vivir en las medias verdades, haciendo de nuestra fe y de nuestra relación con Dios algo muy superficial, rutinario e incluso supersticioso. Esa manera de pensar y creer forma una fe tibia que paraliza y enfría nuestra conciencia.
Cuando los brotes de trigo y de cizaña son tiernos, son tan parecidos que resulta muy difícil o casi imposible distinguirlos y separarlos. Hay semillas buenas y malas en nuestros corazones que van creciendo y en su momento darán buen o mal fruto.
Estamos llamados a alimentar y nutrir el amor básico, humano, que Dios ha sembrado en nuestros corazones. En nuestra reflexión de hoy vemos con claridad que a menos que desarrollemos este amor que ya tenemos, no podemos tener una base para construir una relación profunda y relevante con Dios y con el prójimo.
Y cuando ponemos a Dios como centro de nuestras vidas y nutrimos diariamente nuestra relación con Él, viviendo una vida de oración continua, entonces los pequeños pasos que damos, incluso si parecen pequeños como una semilla de mostaza, nos llevarán a heredar el Reino de los Cielos en esta vida y plenamente en la otra, una vida de dicha plena con Dios y con el prójimo, en el cielo.
Dios tiene un plan para cada uno de nosotros. San Pedro fue el primer Papa y Andrés un Santo y Mártir. Cristo tenía un plan formidable para ellos y por eso los llamó. Todos estamos llamados a vivir una vida de santidad, aunque nuestras misiones sean diferentes.
Cuando el Espíritu Santo nos da la intuición de ofrecer un nuevo momento del día, eso es una llamada; cuando hay una oportunidad de servir más en la comunidad, eso es otra llamada. Si escuchamos, oiremos la llamada. Si no tengo un oído atento en la oración ¿cómo voy a descubrir el plan divino para mí?