Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
Comentario del P. Luis Casasús al Evangelio del 16-7-2017, XV Domingo del Tiempo Ordinario (Libro de Isaías 55:10-11; Carta a los Romanos 8:18-23; Mateo 13:1-23)
Un Test. Imagina que eres un conductor de bus y temprano, en la mañana, sales del garaje sin pasajeros. En la primera parada, suben 10 personas. En la siguiente, suben otras 6. En la próxima, 4 bajan y 7 suben. Después, 5 suben y 2 bajan. En la siguiente parada, 4 personas bajan. Pregunta: ¿Cuál es la edad del conductor?
Un buen porcentaje de personas que hacen este test por primera vez, no responden correctamente la pregunta… y esto muestra que no es fácil ser un buen oyente, ni siquiera en asuntos triviales. Cuando empiezas a pensar lo que vas a responder y todavía está la otra persona hablando, quiere decir que no eres un buen oyente. Cuando tu mente está en otras cosas, significa que no estás escuchando bien.
Miramos pero no vemos; oímos, pero no escuchamos ni entendemos. Ese es el diagnóstico de Cristo para nosotros hoy. Por el contrario, Él era un perfecto oyente cuando encuentra a la mujer Samaritana.
La palabra griega entender significa no sólo “captar lo que se dice”, sino “apreciar y aprovechar lo que se está diciendo”. Si oímos la palabra de Cristo y los mensajes del Espíritu Santo sólo con nuestro intelecto, nos quedaremos cortos. Si sólo escuchamos con emoción y sin deseo de crecer en lo que dice la Palabra de Dios, la llama se apagará pronto.
Pero la persona que escucha la Palabra con toda su alma (incluida la facultad unitiva, aplicando las mínimas cosas que considera valiosas, venidas del reino de los cielos), dará fruto, unos cien, otros sesenta, otros treinta.
En el Evangelio de hoy se nos instruye sobre escuchar y percibir más allá de los sentidos físicos. De hecho, en la hermosa e instructiva Parábola del Sembrador, Cristo nos dice todo lo que significa vivir con Dios:
* Su tarea: Iniciar y mantener un diálogo con nuestra alma.
* La nuestra: Quitar malas hierbas y rocas y proteger las plantas de los pájaros (y de los insectos). No le corresponde al suelo quitar las hierbas, es misión de los granjeros.
Esta parábola NO habla de plantar un árbol, sino que presenta una alegoría (las semillas) de los múltiples, abundantes y claros signos de la presencia divina entre nosotros.
Cristo NO se refiere sólo a la Palabra escrita en el Antiguo y el Nuevo Testamento, sino a los numerosos mensajes que recibimos del Espíritu Santo a través de las vidas de los demás (buenos y malos ejemplos, sus sueños y sufrimientos); haciéndonos más conscientes de las consecuencias de nuestras buenas y malas acciones; invitándonos a una verdadera purificación (contra nuestra tendencia a las numerosas formas de desánimo); compartiendo con nosotros los planes de nuestro Padre Celestial… Todas esas iniciativas son presentadas a menudo en forma de parábolas, para darnos a conocer los misterios del reino de los cielos, como se nos dice hoy.
El propio Cristo expresa su sentido de urgencia: Cuando vayan, proclamen: El reino de los cielos está al llegar. Estar “al llegar” significa que algo está al alcance de la mano, que lo podemos tocar y sólo necesitamos estirar el brazo para tomarlo o entrar en él.
Por eso se han hecho muchos esfuerzos para entender bien el significado de esa expresión, el reino de los cielos. Cristo estaba –y está siempre- preocupado con nuestra falta de sensibilidad a la presencia de ese reino. ¿Qué quería decir con la palabra reino? En términos sencillos: es donde la voluntad de Dios es reconocida y cumplida. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Un domingo, cierto párroco predicó un sermón formidable que gustó a todo el mundo. Pero todos se sorprendieron un poco cuando predicó el mismo sermón el domingo siguiente… y más sorprendidos cuando volvió a predicar los mismo al tercer domingo. Los responsables de la parroquia se reunieron con él para saber qué sucedía. El párroco les aseguró: Sé muy bien lo que estoy haciendo. Cuando empecemos a vivir este sermón, pasaré al siguiente.
Esto ilustra bien la clave del problema: Quien ha conocido a Cristo debe estar convencido de que el reino de los cielos no es simplemente una idea, ni un estado de la mente, sino una llamada a una vida nueva, realmente eterna, que ha de empezar ahora; una vida en la que compartimos la vida divina de Dios. Las palabras de Jesús son palabras de vida. Y esto queda claro en la Parábola del Sembrador: Hemos de escuchar cuidadosamente con un corazón atento. No con un corazón duro. Ni con un corazón superficial. Ni con un corazón dividido.
Este reino puede comprenderse como una forma especial de justicia, de integridad, una unidad interna donde mis acciones no contradicen a mis palabras. Todos tenemos sed de ese reino porque hemos sido creados para encontrar unidad y paz, plenitud en comunión eterna con Dios, que es nuestro origen, nuestro sustento y nuestro fin. Sólo Dios puede apagar toda la sed de nuestro corazón reseco. Sólo Dios puede satisfacer nuestros deseos profundos. Por eso, esa justicia es más que una conducta.
En la Carta a los Romanos, “justicia” no se refiere simplemente a nuestro comportamiento. No es lo que hacemos, sino lo que somos. Esto es aún más importante, pues nuestro comportamiento viene de lo que somos. El don del que habla Pablo, el don de Dios, es el de una justicia permanente. Y, por supuesto, esto tiene consecuencias inmediatas en mis actos: Cada vez que voy a decir o a hacer algo, me pregunto: ¿Es edificante? ¿Es amable? ¿Es de provecho para el Reino de Dios? A fin de cuentas, mi única preocupación es: ¿Le agradará a Dios?
Esto es una buena nueva; es la noticia de libertad y finalidad en nuestra vida. Los que encuentran a Cristo y acogen el Evangelio, llenan sus corazones de alegría y son liberados de del pecado, de la soledad y del vacío de sus vidas. El Evangelio da esperanza y sentido a quienes lo reciben. Este es nuestro mensaje: No somos huérfanos; los he tomado sobre alas de águilas y los he traído a Mí. (Ex 19:4).
Los frutos de los que habla Cristo no son solo nuestra relación personal con la Santísima Trinidad, sino los frutos compartidos que el apóstol Pablo menciona en su Carta a los Gálatas: Amor, gozo, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, control de sí mismo (Gal 5:22).
Nos inclinaríamos a pensar que cuanto más miremos a Cristo, mejores apóstoles seremos. Nadie podría negarlo. Pero eso es solo la mitad de la verdad y, una vez más, nuestro padre Fundador, Fernando Rielo, nos invita a tener una visión más amplia:
Todo acto de confesión apostólica incrementa nuestra familiaridad con las Personas Divinas (1 Nov, 1997).
En otras palabras, el esfuerzo ascético exigido por nuestra labor apostólica tiene una respuesta mística inmediata: A cualquiera que me reconozca delante de los demás, yo también lo reconoceré delante de mi Padre que está en el cielo. Pero a cualquiera que me desconozca delante de los demás, yo también lo desconoceré delante de mi Padre que está en el cielo (Mt 10:32-33).
En los asuntos mundanos tenemos una experiencia muy parecida: Cuanto más contribuimos a cambiar la vida de alguien, a hacerle feliz, a traer algo nuevo y positivo a su vida, nos hacemos mejores personas; hay un cambio sustancial en nosotros. Como dice el proverbio: Enseñando a los demás, aprendemos nosotros. Parece algo paradójico, pero aún más lo es la afirmación de Jesús: El que busque su vida la perderá y el que la pierda por causa mía, la encontrará (Mt 10: 39). ¿Hay alguna metáfora mejor que el grano que muere para dar vida en Cristo?
Pero en 2Pe 1:3-5 vemos que se nos invita a participar con Dios no sólo en lo que hacemos, sino en su naturaleza divina. Ser como Él en nuestro carácter y nuestros deseos. La esencia de ser discípulo es obedecer a Jesús y, en ese proceso, nos convertimos en alguien más parecido a Él en nuestros pensamientos, intenciones, palabras y acciones; en nuestras relaciones y prioridades.
Él nos dice que la plenitud última de una vida religiosa no se encuentra en una relación intelectual o emocional, privada e individualista con Dios, sino en perder nuestra vida por Él, por su interés: Si en verdad me amas, alimenta mis corderos.
Esto son los frutos internos y externos: al restaurar a los demás en la salud y en la vida, recibimos fe y vida nosotros mismos porque vemos el poder de Dios obrando en nosotros, como los primeros apóstoles, quienes salieron y predicaron por todas partes, colaborando el Señor con ellos, y confirmando la palabra por medio de las señales que la seguían (Mc 16: 20).