por el p. Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes.
Europa, 28 de Marzo, 2021. | Domingo de Ramos.
Isaias 50: 4-7; Carta a los Filipenses 2: 6-11; San Marcos 14: 1-72.15,1-47.
Cada detalle, cada gesto de Jesús es importante. Siempre quiere decirnos algo que los que estaban con Él podían entender y que nosotros también debemos esforzarnos por comprender. Nada en el Evangelio escrito es inútil o superfluo.
Ciertamente debemos mirar a Jesús como único modelo a seguir, pero también debemos prestar atención a la actitud y reacciones de los demás personajes… porque son también nuestras actitudes y reacciones.
Ni los invitados a la mesa de Simón el leproso ni la mujer que derramó el perfume sobre la cabeza de Cristo podían imaginar lo que estaba ocurriendo, el papel que le había correspondido a esa mujer en la historia de la salvación: nada menos que preparar a Jesús para su inmolación y resurrección.
Para muchos de los invitados, la presencia de aquella mujer era simplemente un molesto inconveniente. Para muchos de nosotros, puede ser un signo más de la misericordia de Jesús, de su acogida a los pecadores. Pero Jesús nos revela una realidad más profunda: Ella ha hecho lo que estaba en su mano preparando por anticipado mi cuerpo para el entierro. Les aseguro que, en cualquier lugar del mundo donde se anuncie la buena noticia, se recordará también a esta mujer y lo que hizo.
¿Somos conscientes de lo que significa la presencia de una persona, cualquier persona, en nuestras vidas? ¿Podemos imaginar cuál es nuestro papel en la salvación de la persona que se cruza en nuestro camino? No siempre. Tenemos algunos recuerdos agradables, encuentros que consideramos providenciales, también algunas personas nos agradecen el bien que hemos podido hacer por ellas. Pero no tenemos idea del valor más profundo de nuestros actos y gestos.
Cualquier acto que realicemos con la intención de que sea en nombre de Cristo no sólo es un testimonio, sino que también tiene un valor profético: prepara a nuestro prójimo para dar un paso más hacia Dios. Esto es lo que la profecía anuncia y confirma de forma intuitiva, sencilla, sin razonamientos. Y casi siempre lo hacemos sin darnos cuenta, como la mujer que se acerca a Jesús en el Evangelio de hoy. Es una predicción de nuestro destino, a veces envuelta en un anuncio de acontecimientos externos. Aunque Cristo predijo con exactitud la destrucción del Templo de Jerusalén (Mt 24, 2), por muy dramático y doloroso que sea ese hecho, más importante aún es su significado para la vida espiritual y apostólica de los discípulos. Inmediatamente Jesús les dice:
Y esta buena noticia del reino se anunciará por todo el mundo, para que todas las naciones la conozcan. Entonces llegará el fin (Mt 24:14).
Sí; más o menos conscientemente, con más o menos intención, con poca o mucha fe, todos formamos parte del plan divino de salvación. Hasta el hombre anónimo que aparece en el texto del Evangelio de hoy, “llevando un cántaro de agua”. Su presencia sirvió a los discípulos para preparar la celebración de la Pascua de Jesús.
Una hermana de nuestra comunidad me contaba cómo fue llamada a vivir su vocación, hace muchos años.
Junto con otras cinco jóvenes, se estaba preparando para pasar un tiempo como misionera laica en una zona selvática de América Latina. En las semanas previas a su partida, escuchó a una misionera idente hablar apasionadamente de Jesús, y esto le causó una impresión particular, que no podía explicar. Unos días antes de su viaje, en la última reunión, sus compañeras dijeron unánimemente que “no estaban preparadas para esta experiencia”, lo que la llevó a ver con claridad su vocación Idente. Sin darse cuenta, aquellas cinco jóvenes, junto con la hermana que ya era misionera, le mostraron con singular claridad el camino de su vocación.
Es una lección conmovedora que no se nos puede escapar hoy en medio del escalofriante relato del sufrimiento de Jesús: Sí, murió por ti y por mí, pero al mismo tiempo nos da la oportunidad de ayudarle, de contribuir a la salvación y a la plenitud de vida de las personas cercanas y tangibles, tanto si nos quieren como si nos desprecian. Unidos a Él, somos profetas.
El Evangelio de Marcos menciona a un joven no identificado que, al ser apresado por los soldados, dejó su lienzo en sus manos y huyó desnudo. Por alguna razón, la figura de este joven sólo aparece en el Evangelio de Marcos, y además de forma anónima. Ambos detalles llevan a muchos estudiosos a pensar que se trata del propio Marcos, que recogió un relato anterior de la Pasión, en el que no se citaba su nombre para evitar posibles persecuciones.
Esta escena no es precisamente cómica. Refleja cómo los primeros discípulos, que lo habían dejado todo para seguir a Cristo, en un momento dado lo abandonan. Se dieron cuenta de que la multitud enfurecida y los soldados romanos eran los instrumentos que la envidia y los celos de los malvados habían elegido para quitarles la vida.
El miedo a perder la vida (en muchos sentidos) y la fama nos lleva (también en muchos sentidos) a abandonar a Jesús. Esto puede ser más sutil de lo que parece. No es un enfrentamiento directo con Él, ni con su espíritu. Es -metafóricamente- huir, escapar, no querer reflexionar. Es una indiferencia activa, porque sé que NO tengo razones ni excusas. Simplemente huyo, más que esconderme, como Adán y Eva, imito al joven que estaba en Getsemaní y huyo de la mirada de Dios, y así me quedo sin razones, sin ropa… sin rumbo.
Es quizás en estos momentos cuando el Evangelio del domingo pasado puede aplicarse a nosotros: Todos los que se comportan mal, detestan y rehuyen la luz, por miedo a que su conducta quede al descubierto (Jn 3: 20).
Se trata de esos momentos en los que no queremos escuchar la voz profética que nos rodea, especialmente en el dolor y las limitaciones de los demás, y nuestro pensamiento y deseo es sólo uno: Que nadie, divino o humano, entre ahora en mi vida. Pero esto es tan opuesto a nuestra naturaleza que, tarde o temprano, sentiremos la amargura de haber perdido la oportunidad de haber vivido real, auténticamente, aunque Dios nos perdona y seguramente nos concederá nuevas oportunidades.
- Otro caso muy diferente es el de Judas Iscariote. Había pasado más tiempo al lado de Jesús y tenía un cargo de confianza en la comunidad y una indudable sensibilidad y capacidad para los asuntos económicos. Se ha escrito mucho para tratar de explicar la traición de este discípulo, pero quizá se pueda resumir en una forma de ambición, de cuyas múltiples manifestaciones nadie es inmune.
El propio Evangelio nos da una pista para entender el resbaladizo camino de nuestros apegos y adicciones, que se manifiestan cada vez con más fuerza. Judas llevaba mucho tiempo ocultando pequeñas traiciones. Recordemos el momento en que una mujer derramó un costoso perfume sobre los pies de Jesús: Entonces Judas Iscariote, el discípulo que iba a traicionar a Jesús, se quejó diciendo: “Ese perfume ha debido costar el equivalente al jornal de todo un año. ¿Por qué no se ha vendido y se ha repartido el importe entre los pobres?” En realidad, a él los pobres lo traían sin cuidado; dijo esto porque era ladrón y, como tenía a su cargo la bolsa del dinero, robaba de lo que depositaban en ella (Jn 12: 4-6).
A medida que los adictos progresan en su adicción para obtener suficiente gratificación deben buscar constantemente más y más de su droga preferida. Pero, aunque tú y yo no merezcamos el nombre de “adictos”, algo similar ocurre con nuestros apegos a ciertas actividades o formas de hacer las cosas (más que el apego a un objeto). Lo peor de nuestros apegos es que nuestros objetivos impulsados por el ego hacen un daño considerable a los demás y a nuestra visión de los planes de Dios para nosotros.
Se ha dicho que “nunca se tiene suficiente de lo que no se quiere”. Si somos adictos o estamos apegados a algo, la naturaleza de nuestro apego o adicción ya no es “algo para seguir viviendo”, sino “algo para lo que vivo”.
Algo así debió ser la desorientación total que llevó a Judas al suicidio y, para cualquiera de nosotros, el cumplimiento fatal de lo que advirtió Cristo:
Nadie puede servir a dos señores, pues menospreciará a uno y amará al otro, o querrá mucho a uno y despreciará al otro.
– En el momento culminante de la Pasión, según la narración de San Marcos, aparece la figura del centurión romano, responsable de la seguridad en el Gólgota. Lo que los milagros, la predicación o los conmovedores gestos de misericordia de Jesús no parecían conseguir, lo hizo la suprema inocencia y mansedumbre de quien sólo rompió su silencio para pedir a Dios Padre que perdonara a sus verdugos. El centurión no dijo “Este hombre era el rey de los judíos”, sino que verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios.
Era el momento de escuchar y comprender quién era Cristo. No es simplemente alguien que habla mejor que los demás, cura a los enfermos y resucita a los muertos. Es el Hijo de Dios porque, como nos dice la Segunda Lectura, se hizo esclavo de todos en total obediencia a su Padre, nuestro Padre.
La presencia de Dios en nuestra vida no pasa desapercibida para nadie si realmente guardamos silencio ante las exigencias del mundo, del demonio y de la carne. Nuestros pequeños actos de generosidad, a veces nuestro silencio inesperado e inspirado, como el de Jesús cuando fue atacado y ejecutado, se convierten en signos poderosamente expresivos e inconfundibles de que Él está con nosotros.
– Por último, fijémonos en Pedro, el apóstol atenazado por el miedo. En ese momento vemos encarnadas en él todas las Bienaventuranzas: fue y se sintió pobre de espíritu, lloró amargamente, se transfiguró en una persona nueva, humilde y mansa, aunque había usado la violencia con la palabra y con la espada. Y la entrega total de Pedro a Jesucristo llegó finalmente y se demostró con su muerte por su Maestro varios años después.
Es importante que contemplemos este triste episodio de la vida de Pedro para que reconozcamos cómo una persona que tiene los mismos miedos que nosotros puede abrirse al amor de Dios -como él hizo- y entregarse completamente a la voluntad divina. Pero lo bueno es que, como en el caso de Pedro, Jesús nos espera allí con sus brazos abiertos por amor, queriendo restablecer la plena comunión cuando le hemos negado.
Durante la construcción del puente Golden Gate sobre la bahía de San Francisco (California), la obra sufrió un gran retraso porque varios trabajadores se cayeron accidentalmente del andamio y murieron. Los ingenieros y administradores no encontraban solución a los costosos retrasos. Finalmente, alguien sugirió que se colgara una red gigantesca bajo el puente para atrapar a los que se cayeran. A última hora, a pesar del enorme coste, los ingenieros optaron por esa red. Una vez instalada, el progreso no se interrumpió apenas. Uno o dos trabajadores cayeron en la red, pero se salvaron. Al final, todo el tiempo perdido por el miedo se recuperó al sustituirlo por la fe en la red.
– En este Domingo de Ramos tenemos una oportunidad preciosa para contemplar, en los personajes que estuvieron cerca de Cristo, lo que nos sucede cuando le miramos cara a cara. Hay algo de Pilatos, de José de Arimatea, del centurión, de Pedro… en cada uno de nosotros. Y no olvidemos la perseverancia ejemplar de María Magdalena, de Salomé y de tantas mujeres que, precisamente en momentos de impotencia, siguieron mirando a Cristo, llenas de esperanza, después de haberle servido durante su misión.