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Vive y transmite el Evangelio

¿Listo para perder tu fama?

By 5 noviembre, 2017No Comments

Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
Comentario al Evangelio del 5-11-2017, XXXI Domingo de Cuaresma (Malaquías 1:14b.2:1-2b.8-10; 1 Tesalonicenses 2:7b-9.13; Mateo 23:1-12)

Al terminar nuestras lecciones espirituales (Claustros), recitamos la Sacra Martirial, una oración heredada de nuestro padre Fundador: Te prometo, Señor, vivir y transmitir el Evangelio, con el sacrificio de mi vida y de mi fama,…

Esta última frase debería hacernos pensar que hay alguna diferencia entre ofrecer mi vida y ofrecer mi fama. De hecho, los sacerdotes de la primera lectura de hoy (y quizás tú y yo) dedicaban sus vidas a los asuntos espirituales, a atender los problemas de la gente y a enseñarles. Pero ¿cuáles son las intenciones que hay tras mis decisiones? Muchas veces he hecho el bien, no por hacer lo que es justo, sino porque deseaba ser visto por alguien. Tengo un deseo profundo de ser admirado y, a veces, permito que ese deseo invada los motivos de mi corazón. Cuando vivimos nuestras vidas “dedicados a Cristo” con la idea de que recibiremos cierto reconocimiento o una palmadita en la espalda por lo que hacemos, nos convertimos en piedra de tropiezo para el Evangelio. Por eso, debo ofrecer mi fama a Dios cada día.

Hay una diferencia entre vivir una vida virtuosa a fin de ser respetado y vivir una vida virtuosa para servir de ejemplo a los demás. San Pablo habla varias veces en sus cartas a las iglesias del ejemplo que les había dado con su vida, porque todos necesitamos una encarnación visible de la fe para comprenderla. Como misioneros, es responsabilidad nuestra el ser esa encarnación de la fe para las personas que dirigimos espiritualmente. Podemos ser conscientes de cómo nuestras vidas influyen en los otros, pero hemos de preguntarnos: ¿A quién estoy sirviendo realmente? Cuando servimos a los demás, nuestras acciones están dirigidas por el amor rebosante de Dios en nuestras vidas, no por lo bajo que está el marcador de nuestra auto-estima.

Mientras estemos preocupados por nuestros intereses, nuestra imagen o nuestro estatus y prestigio, seguiremos siendo esclavos del mundo. Cristo nos advierte: El que se exalta a sí mismo será humillado y el que se humilla será exaltado.

En el libro de Hanfei Zi se cuenta que un hombre llamado Bian He regaló una preciosa matriz de jade al rey. El rey la envió a un joyero para que la examinase y cuando el joyero le dijo erróneamente que era una piedra vulgar el rey pensó que Bian He le quería engañar y ordenó que le cortasen la pierna izquierda. Años después, Bian He intentó lo mismo con el nuevo rey y ocurrió lo mismo, de manera que perdió su pierna derecha. Bian He lloró tanto que sus lágrimas se hicieron de sangre, pero decía que no lloraba por la pérdida de sus pies, sino porque un tesoro precioso había sido llamado falsamente “piedra vulgar”, sin que se reconociese su auténtico valor, su belleza interior. Cuando el rey se dio cuenta de ello, mandó cortar y pulir la piedra, y el hermoso jade quedó al descubierto.

Esta historia nos enseña cómo la falta de reconocimiento de lo que consideramos valioso puede causar un dolor más intenso que la tortura física. Esa es la importancia de la fama, de cuya esclavitud sólo la gracia puede liberarnos.

Cuando estés dispuesto a que se burlen de ti, a ser perseguido, calumniado por los tuyos, encarcelado o incluso matado, entonces estarás listo para transmitir a las personas la verdad que las salvará. Cuando estés listo para perder tu fama, tus seres queridos y tu vida, entonces lo estarás para ser un digno y buen siervo de Dios. ¿Estoy amando a Cristo de manera que los juicios y la aprobación de los demás no sean factores determinantes de mis decisiones? ¿Merece la sonrisa de Dios el sacrificio de mi fama, incluso ante otros cristianos?

Sí; la ofrenda de mi vida y de mi fama es una imagen poderosa y sintética de lo que es la santidad, porque representa la verdadera abnegación, la auténtica separación de mi ego, permitiendo al Espíritu Santo purificarme. Como leímos en el Apocalipsis el Día de Todos los Santos: Estos son los que vienen de la gran tribulación; ellos han lavado sus vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero.

¿Te has preguntado alguna vez qué es lo que hace que una persona sea santa? ¿Se trata de alguna bondad innata o de algún mérito que ha conseguido? Muchas personas piadosas NO estarían de acuerdo con ello, pues en realidad son muy conscientes de su propia indignidad. Y este sentido de indignidad está normalmente compensado por una conciencia profunda de ser beneficiario de la gracia y misericordia divinas. Esta es la actitud de San Pablo al compartir sus sentimientos con los Tesalonicenses: Cuando recibieron la Palabra que les predicamos, ustedes la aceptaron no como palabra humana, sino como lo que es realmente, como Palabra de Dios, que actúa en ustedes, los que creen.

Una niña visitaba una catedral y miraba a las figuras representadas en las hermosas vidrieras. Alguien le dijo que eran los “santos” de la Iglesia. Cuando alguien le preguntó después en la catequesis ¿qué es un santo? Ella respondió: Un santo es alguien que deja pasar la luz de Dios.

¿No es lo que realmente nos hace santos la medida en que permitimos a la Luz, que es Cristo, brillar en nosotros? Hemos sido llamados para ser espiritualmente atractivos, santos, no porque reflejemos nuestros propios méritos, sino el mérito divino. Nuestra misión es permitir a las personas que vean cómo Dios actúa en nuestras vidas a pesar de nuestra debilidad humana. Hemos de ayudar al prójimo a centrarse en Dios, no en nosotros. Sólo cuando llevamos al prójimo hacia Dios, nos liberamos de nuestro orgullo.

Dice Malaquías: Y ahora, para ustedes es esta advertencia, sacerdotes. Si no escuchan y no se deciden a dar gloria a mi Nombre, dice el Señor de los ejércitos, yo enviaré sobre ustedes la maldición y maldeciré sus bendiciones. Lo que importa, como dice el Papa Francisco (24 Marzo, 2017) es comprender que aprendemos a hacer el bien con actos concretos, no con palabras. Y de hecho, hoy leemos en el Evangelio que Cristo reprende a la clase dirigente de Israel, porque predican, pero no practican; no viven lo que es concreto. Y si no hay concreción, no puede haber conversión, añade el Santo Padre. Eso recuerda a nuestro padre Fundador cuando dice que nuestra confesión ha de ser de faltas concretas, no de “estados”.

Como aquellos dirigentes, consciente o inconscientemente, no somos ejemplos vivos de santidad. Puede que hagamos un “trabajo apostólico”, pero más como actividad u obligación que conscientemente haciendo algo por amor a Dios. A veces, en vez de glorificar a Dios en común, escandalizamos al mundo con nuestra división y juegos de poder para controlar y dominar.

Me entristece cuando oigo a los superiores decir a sus hermanos que deben ser obedientes, cuando ellos mismos no obedecen a sus superiores; o cuando los padres dicen a los niños que no se peleen, cuando ellos mismos chocan entre sí; o a quienes dicen a otros que perdonen y ellos son implacables y vengativos.

Hoy día, no se espera de un líder que tenga una vida moral sana e íntegra. Los valores personales están separados del trabajo profesional. A un líder político se le pide sólo que el país crezca económicamente y que haya orden y armonía. A un profesor, le basta con enseñar bien sus materias. Un hombre o mujer de negocios ha de conseguir dinero y beneficios para la empresa. En cuanto a su vida personal, no le interesa a nadie.

Lo que hacemos no está determinado solamente por nuestro trabajo, sino que tiene que ver con nuestro sistema de valores, nuestra integridad y nuestra intención. No basta con cumplir bien nuestras competencias. Hemos de preguntarnos qué es lo que nos motiva y qué objetivos queremos alcanzar. Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra (Jn, 4,34).

La llamada al arrepentimiento y a la santidad no puede ser eficaz si no comienza por quienes se les ha dado una autoridad: misioneros, padres o maestros. De hecho, todos los líderes tienen una influencia crítica en dar forma, modelar y formar los valores y la mentalidad de quienes tienen a su cargo.

Cuando vivimos una vida que no es íntegra, el sentimiento que nos domina es de división e inquietud. Entonces, como personas religiosas, no podemos transmitir ni enseñar el Evangelio a quienes tenemos a nuestro cargo si existe incompatibilidad entre lo que decimos y lo que hacemos. Las personas se darán cuenta de que no predicamos con el ejemplo. Aunque no nos lo digan. Careceremos de autoridad moral para decir a los demás lo que deben hacer cuando nosotros mismos ni luchamos por practicar lo que enseñamos. Y entonces nos daremos cuenta de que lo que decimos es una mentira. Habrá falta de alegría y paz en nosotros. Por eso nos faltará autoridad para aconsejar e inspirar a quienes tenemos a nuestro cargo. Desconfiarán y sospecharán de nosotros, porque saben que nos cuidamos más de nosotros mismos que de ellos.

Hemos de empezar reconociendo la falta de paz interior y de alegría en nuestras vidas. Luego, hemos de orar para que el coraje apostólico y la humildad presidan nuestras intenciones. Cristo nos recuerda que si deseamos progresar en la santidad, nuestra virtud ha de ir más allá de la de los escribas y fariseos.

La Confirmación no es sólo un sacramento. Es una necesidad permanente que hemos de satisfacer en las personas que servimos. Sí; si de verdad vivimos auténticamente, veremos el poder de Dios obrando en nosotros y cuando vivimos una vida íntegra, brillaremos ante los hombres, porque verán en nosotros el gozo y la paz que transmitimos, reflejando nuestra verdadera identidad de hijos e hijas de Dios. Así, lo que Cristo dijo a sus discípulos es válido para nosotros. Como recordaba el Papa Pablo VI, el mundo necesita más testigos que maestros. Si nuestra enseñanza no ha cambiado muchas vidas, es porque nos falta credibilidad.

Cualquiera que desee servir de esta manera estará siempre lleno de gozo, como Juan el Bautista, que se hizo pequeño a fin de que Cristo apareciera grande. No hay mayor alegría en la vida que hacer a alguien feliz, sabiendo que hemos cumplido nuestra misión y entonces podemos retirarnos y llevar esa alegría a otros. De hecho, bien sabemos que amamos y recordamos especialmente a quienes realmente nos han amado, especialmente cuando nos sentimos débiles y excluidos.