
Evangelio según San Mateo 3,1-12
Por aquellos días se presentó Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: «Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos». Éste es aquél de quien habla el profeta Isaías cuando dice: ‘Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas’. Tenía Juan su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de cuero a sus lomos, y su comida eran langostas y miel silvestre. Acudía entonces a él Jerusalén, toda Judea y toda la región del Jordán, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados.
Pero viendo él venir muchos fariseos y saduceos al bautismo, les dijo: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, fruto digno de conversión, y no creáis que basta con decir en vuestro interior: ‘Tenemos por padre a Abraham’; porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham. Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo os bautizo en agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego. En su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga».
¿Libre para visitar el desierto?
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 07 de Diciembre, 2025 | Segundo Domingo de Adviento
Is 11: 1-10; Rom 15: 4-9; Mt 3: 1-12
Benito era un hombre razonable. O al menos, eso se decía a sí mismo mientras el lunes entraba al rincón del café de la oficina. Encontró una cucharita de metal abandonada, justo al lado del fregadero vacío. La cuchara tenía una mancha pegajosa de café y azúcar seca.
Tuvo un pensamiento semilla, aparentemente inocente: Oh, qué descuido. Alguien olvidó lavar su cuchara.
Benito la lavó. Eso le tomó tres segundos. Regresó a su escritorio, pero la imagen de la cuchara persistía. Sabía, por el tipo de café (con mucho azúcar), que probablemente había sido Roberto, el nuevo asistente de contabilidad.
Su pensamiento echó raíces: No es solo un descuido. Es la tercera vez esta semana. Roberto es un desordenado.
Benito intentó concentrarse en su informe, pero escuchó la risa de Roberto al otro lado del pasillo. Una risa despreocupada, sonora.
Ese pensamiento siguió creciendo: Se ríe porque no le importa. Mientras yo estoy aquí trabajando y limpiando su desastre, él está de fiesta. Cree que su tiempo vale más que el mío. Piensa que soy su sirviente.»
El calor subió por el cuello de Benito. Ya no se trataba de limpieza; era un asunto de jerarquía y respeto. La cuchara se había transformado en un símbolo de opresión. En su mente, Roberto no había dejado una cuchara sucia; Roberto le había dejado un mensaje: Tú limpias lo que yo ensucio.
El pensamiento maduró, con una etiqueta: Es un arrogante. Un egoísta que se aprovecha de la gente buena como yo. Y luego se burla de mí a mis espaldas.
Dos horas después, Benito fue a la impresora. Roberto estaba allí, recogiendo unas hojas. Al ver a Benito, Roberto sonrió y dijo amablemente: Hola, Benito. ¿Mucho trabajo, como cada lunes?
La mente de Benito, ya envenenada por horas de rumiación, no escuchó una pregunta amistosa, escuchó sarcasmo. Interpretó la sonrisa como una mueca de superioridad.
¡Deja de fingir que te importa! gritó Benito, sorprendiendo a toda la oficina ¡Estoy harto de tu arrogancia! ¡Lava tus propias cosas y deja de tratarme como si fuera tu sirviente, niño malcriado!
El silencio que siguió fue sepulcral. Roberto, pálido y temblando, retrocedió un paso y balbuceó: Solo quería saber si estabas ocupado para invitarte un café… Mi madre tuvo un accidente esta mañana, salí corriendo de la cocina para contestar el teléfono y he estado distraído todo el día. Lo siento.
Benito se quedó paralizado. La realidad cayó sobre él como un jarro de agua fría. No había arrogancia. No había un plan maestro para humillarlo. No había un enemigo. Solo había una cucharita sucia, un compañero preocupado por su madre, y una historia ficticia que Benito había inventado en su cabeza hasta convertirla en una agresión real.
En verdad somos complicados, como ilustra esa pequeña historia. Y esa complejidad nos divide por dentro y nos empuja a hacer daño a los demás, incluso a los que nos estiman y a quienes amamos. Independientemente de nuestra poca o mucha fe, eso nos ayuda a comprender que hemos de convertirnos. La conversión no significa un cambio superficial, o de algunos hábitos, sino una nueva forma de mirar, de pensar y de tratar a los demás. Ese es el mensaje del Bautista, que nos invita a dar siempre un paso más hacia una vida plena, para que el fuego del Espíritu Santo ponga en nosotros el recuerdo imborrable de quién somos de verdad, de qué nos hace felices junto a nuestro prójimo.
—ooOoo—
La verdadera conversión es un ejemplo claro de éxtasis, es decir, supone abandonar algo para adherirse a otra realidad. Como resumía nuestro padre Fundador, “salir de, para llegar a”. En la tradición bíblica, la conversión profunda se describe como un cambio de corazón: no solo dejar atrás errores, sino girar hacia una nueva dirección de vida. Es como pasar de la indiferencia a la compasión, de la dispersión a la unidad, de la ilusión de autosuficiencia al reconocimiento de la gracia.
Dado que somos seres extáticos, que el éxtasis es nuestra forma genuina de actuar, la conversión debería ser para ti y para mi un verdadero sueño, un íntimo anhelo que no podemos posponer.
Toda conversión nace de un encuentro transformador, algo o alguien que se presenta en nuestra vida y nos toca profundamente. Estas son algunas de las formas como se produce una conversión:
* El choque con una verdad: descubrir una realidad que desarma las máscaras y obliga a replantear la propia existencia. Puede ser un momento de lucidez, una crisis, o una revelación espiritual. Por ejemplo, si veo en mí con claridad algún defecto o pecado que antes no reconocía… es el ejemplo de Benito en la historia de más arriba.
* La experiencia de algún límite: enfermedad, pérdida, fracaso o sufrimiento que me confronta con mi fragilidad y permite que me abra a algo esencial. A veces, esto sucede al contemplar el sufrimiento intenso del prójimo, como le sucedió a San Juan de Dios al conocer la vida de los enfermos en el manicomio de su época.
* El encuentro con el amor: sentirse amado de manera incondicional, ya sea por Dios, por otra persona, o por una comunidad, puede despertar una respuesta de entrega y transformación. Un ejemplo claro es el de San Pedro, al recibir el perdón del Maestro.
* La belleza y el asombro: contemplar algo que trasciende lo cotidiano: una obra de arte, la naturaleza, un gesto de bondad radical, puede abrir la puerta a lo eterno. Más de una persona ha iniciado su acercamiento a Cristo al leer en la poesía mística las experiencias de sus autores.
* La coherencia de un testimonio: ver a alguien vivir con autenticidad, esperanza y dignidad puede despertar el deseo de imitar y seguir ese camino. Este fue seguramente el factor más importante en la decisión de muchos discípulos de Jesús aunque no entendieran todas sus palabras. Así sucedió también a quienes fueron al desierto a ver al Bautista.
* El silencio interior: detenerse voluntariamente o no, escuchar, y dejar que emerja lo que estaba oculto bajo la prisa y la distracción. Eso le sucedió al gran guitarrista Narciso Yepes.
Durante su juventud, se consideraba totalmente indiferente a la trascendencia; Dios simplemente «no contaba» en su existencia. Una mañana en París, en 1952, cuando tenía 24 años, estaba solo, acodado en un puente sobre el río Sena, mirando fluir el agua. Estaba pasando por un momento de insatisfacción personal a pesar de su creciente éxito profesional.
De repente, creyó escuchar una pregunta interna, que no era una voz física pero resonó con fuerza dentro de él: ¿Qué estás haciendo? En ese instante, sintió una certeza absoluta de la existencia de Dios y de que su vida tenía un propósito trascendente.
Entró en la iglesia de Saint-Julien-le-Pauvre. Allí habló con un sacerdote durante tres horas, desahogándose y contando lo que le acababa de pasar. Al terminar, descubrió que el sacerdote era de rito ortodoxo griego. Esto no le desanimó; al contrario, le impulsó a buscar instrucción religiosa formal en su propia tradición, la católica, ya que estaba bautizado, pero no sabía nada de su propia fe.
Notemos cómo la Primera Lectura, al hablar del Mesías esperado, el nuevo rey descendiente de David, también será un hombre que tiene un encuentro con el Espíritu Santo: Sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de prudencia y sabiduría, espíritu de consejo y valentía, espíritu de ciencia y temor del Señor.
Estos dones que menciona Isaías describen cómo es el encuentro continuo que también nosotros tenemos con el Espíritu Santo, de manera que la conversión espiritual es más un proceso que un instante: Se madura con decisiones concretas a cada paso, pues todo cambio superficial es impulsivo y efímero; pero la conversión, es sostenida.
En la Segunda Lectura, San Pablo escribe cómo la unidad es un fruto de los dones que recibimos, pues el Espíritu es fuente de toda paciencia y consuelo. Repetimos siempre que sólo el Espíritu Santo es capaz de crear y mantener nuestra fraternidad y esto lo comprobamos cuando alguien decide vivir la sabiduría, la fortaleza y la piedad que el Espíritu pone al alcance de nuestra mano.
—ooOoo—
La conversión auténtica exige libertad interior, no presión: Cuando uno cambia por obligación o miedo, el cambio es frágil; cuando cambia por convicción y deseo, el cambio es estable.
Por eso, los fariseos y saduceos se acercaron a San Juan Bautista de forma nada adecuada, es decir, con temor. Los fariseos, en particular, eran celosos guardianes de la Ley y las tradiciones. Tenían la obligación de investigar a cualquier figura que afirmara tener una autoridad divina o profética, para determinar si era un verdadero profeta de Dios o un farsante peligroso que debía ser silenciado. Los saduceos, que eran la aristocracia sacerdotal y colaboraban con los romanos, temían cualquier movimiento mesiánico o popular que pudiera ser interpretado por Roma como una sedición, poniendo en peligro su poder. La popularidad de Juan era explosiva y era vital para ellos controlar la situación.
Eso explica por qué el Bautista les llama ¡Generación de víboras! lo que indica que su presencia no era un signo de arrepentimiento genuino. Contrasta con la actitud de los que llegaban para ser bautizados y confesaban sus pecados.
Hoy, como vemos cada día, los fuertes siguen oprimiendo a los débiles, los derechos humanos son ignorados y pisoteados, las discordias, los odios y las violencias siguen presentes. Sin embargo, el brote de la familia de David ha aparecido, se está desarrollando, ya se ha convertido en un pueblo, la Iglesia, encargada de hacer presente en el mundo la nueva sociedad anunciada por Isaías.
Nos corresponde a nosotros hacer ver que la promesa de Cristo no es un simple sueño. Cada vez que imitamos a esa gente sencilla que salía de sus casas y se atrevía a ir al desierto, cada vez que hacemos un gesto de abnegación, cada vez que renunciamos a imponer nuestro juicio, estamos preparando el camino del Señor hasta el alma del prójimo.
¿Estamos convencidos de que el éxtasis, como fruto de los dones espirituales, tiene como primer paso “salir de algo que me resulta cómodo y estimo”? Dejémonos bautizar por el fuego que nos hará luz y sal para todos, tal como prometió Cristo. El Espíritu nos hará capaces de señalar, como el Bautista, a Cristo que viene a cada ser humano, sin excepción.
_____________________________
En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente









