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Estando cerradas las puertas… | Evangelio del 7 de abril

By 3 abril, 2024No Comments
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Evangelio según San Juan 20,19-31:

Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré».

Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: «La paz con vosotros». Luego dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío». Dícele Jesús: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído».

Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Éstas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.

Estando cerradas las puertas…

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes

Roma, 07 de Abril, 2024 | II Domingo de Pascua

Hechos 4: 32-35; 1Jn 5: 1-6; Jn 20: 19-31

Las llagas de Cristo. Cuando trabajaba en la universidad, falleció, bastante prematuramente, un colega conocido por su mal carácter y su poca capacidad de relacionarse con los demás. Era incluso temido por los estudiantes. Llamémosle Claudio. Después de celebrar su funeral, tras oír la homilía y los comentarios de varias personas, un compañero me dijo sorprendido y con ironía: ¡Ahora, parece que Claudio era un santo! Es cierto que muchas veces ocurre así, pues algunos valores de cualquier persona salen a la superficie tras su muerte. Se cumple de alguna manera el viejo proverbio: Cuando mueres, todos se declaran amigos tuyos.

Pero, más allá del sarcasmo, esta observación adquiere tonos sublimes cuando hablamos de Cristo. En el Evangelio de hoy, cuando recordamos que Jesús mostró las manos y el costado a sus discípulos, hemos de pensar que no era una simple prueba forense de su identidad, desde luego indiscutible. Cristo conservó sus cicatrices para siempre, a fin de hacernos comprender la grandeza de su amor por nosotros. Algo semejante sentimos cuando una persona muere, físicamente o de otra manera. Es cierto que cuando un familiar o un amigo me ha querido sinceramente, no soy capaz de contemplar todo el bien que me hizo hasta que desaparece y veo todos los planes que abandonó por mí, toda la paciencia que tuvo conmigo, tal vez por muchos años…

Cristo llega al Cenáculo, que estaba con las puertas cerradas, pero es capaz de entrar y abrir los corazones de todos, que sentían pena, dudaban, no entendían, tal vez pensaban volver a su vida pasada… Sus corazones también estaban cerrados, pero nada puede detener a Cristo, ni siquiera la piedra colocada ante su tumba, ni nuestro pecado, ni cualquier flaqueza. Dejó sus heridas abiertas, para que comprendiéramos lo que ya dijo Isaías:

Él fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestras iniquidades. El castigo, por nuestra paz, cayó sobre Él, y por sus heridas hemos sido sanados (Is 53: 5).

No podemos conocer a Cristo sin ver sus heridas, de la misma forma que no podemos entrar en el corazón del prójimo sin conocer las suyas. El primer día de la semana, los discípulos vieron las heridas y creyeron. Lo mismo le sucedió a Tomás ocho días después.

Pero la herida más importante de Jesús era la de su corazón, que ciertamente no era superficial y representa su dolor por quienes se sienten abandonados, huérfanos y sin poder encontrar un sentido a su vida. Ver las heridas de Cristo es tan importante que Él mismo invitó a Tomás a tocarlas, a convencerse de que el Maestro quería compartirlas con ellos. Es lo que nuestro padre Fundador llama la Estigmatización, la verdadera herida espiritual que aflige al apóstol de Cristo, impulsándole a luchar para que nadie se pierda (2Pe 3: 9). Si no estoy dispuesto a vivir con esta cicatriz, dolorosa y llena de energía, mi interés por Cristo será puramente intelectual o simple afición a algunas prácticas litúrgicas que me dan un consuelo… que no deseo compartir.

—ooOoo—

El re-encuentro de Jesús con sus discípulos, que recordamos hoy, tiene otro momento trascendental, cuando dice: Como el Padre me envió, también yo les envío a ustedes. Y seguidamente: Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos.

Si la Resurrección de Cristo fue un hecho asombroso e inesperado, ahora Jesús encarga a los temerosos apóstoles nada menos que tomen su lugar, que se dirijan a todas las gentes para encaminarlos al reino de los cielos y además les concede el don de perdonar los pecados. Es el primero que les otorga, asegurándoles que estarán acompañados por el Espíritu Santo.

Las razones son abundantes para que Cristo decida urgentemente conceder a la Iglesia el Sacramento de la Penitencia, a veces llamado Confesión. El efecto de la culpa en el alma humana es devastador y esto no se limita a los creyentes. Por ejemplo, en la famosa tragedia Macbeth, de William Shakespeare, la ambiciosa protagonista Lady Macbeth provoca la muerte de varias personas que considera obstáculos para sus planes y en el acto final, no puede soportar el remordimiento, comienza a tener alucinaciones y ver sus manos manchadas de sangre, terminando por suicidarse.

El confesar acciones que me parecen poco adecuadas o graves, aunque pueda ser doloroso, produce un alivio que algunos psicólogos explican de la siguiente manera: Es como poner una distancia entre la persona que soy ahora y la que era cuando cometí esa acción que me avergüenza. Pero ocurre casi siempre que no consigo hacerlo, y caigo en una letanía de justificaciones o formas de minimizar mis malas acciones. A esto se une, lamentablemente, la ideología individualista de nuestra cultura actual, que incluso lleva a los cristianos a pensar que basta con “confesar directamente los pecados a Dios”.

Cristo nos ofrece una perspectiva nueva, que el Papa Francisco resume de esta manera:

El centro de la confesión no son los pecados que decimos, sino el amor divino que recibimos y que siempre necesitamos. El centro de la confesión es Jesús que nos espera, nos escucha y nos perdona. Recuerden esto: en el corazón de Dios estamos nosotros antes que nuestras equivocaciones (2 MAR 2021).

No nos podemos identificar con nuestros pecados ni con nuestras virtudes. Nuestra identidad es la de hijos y, como es urgente alcanzar esta consciencia filial, Jesús se apresura a instituir el Sacramento de la Penitencia, llamado por los primeros padres “la segunda tabla de salvación”, después de haber recibido el Bautismo (Catecismo, 1446).

Pero hay más. Recordemos la fórmula de absolución que pronuncia el sacerdote:

Dios, padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su hijo, y derramó el espíritu santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del padre, y del hijo y del espíritu santo. Amén.

No sólo el perdón, sino también la paz de Cristo, son concedidos en este Sacramento. Si no hubiera pecados, la Iglesia no tendría misión, por eso es triste ver cómo algunas personas nunca manifiestan ni una sola falta, por lo cual el mismo concepto de Salvación queda vacío, sin significado.

Hay tres signos claros en las personas que nunca manifiestan sus faltas o rara vez piden perdón:

Suelen hablar mucho de sus logros personales, algo parecido a la actitud del primer protagonista de la parábola de Jesús sobre el fariseo y el recaudador de impuestos en el Templo. El primero decía: No miento, no robo, vengo a la iglesia todos los domingos, leo la Biblia todos los días.

Otra característica típica de este verdadero pecado contra el Espíritu Santo (no reconocer faltas concretas) es alguna de las siguientes auto-justificaciones:

* Lo que hice no es nada especial, muchos hacen lo mismo.

* Lo que hice no es nada, comparado con el mal que otras personas hacen.

* Lo que hice es correcto, porque no causó daño a nadie.

* Es posible que hiciese daño, pero mi intención nunca fue perjudicar a nadie.

Finalmente, esas personas son especialmente críticas, a veces inclementes, con lo que consideran defectos ajenos.

No perdamos la gracia del perdón, que siempre requiere una forma de confesión.

—ooOoo—

No podemos pasar por alto la sentencia de Cristo cuando se dirige hoy a Tomás: Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído. Se pueden de aquí extraer muchas lecciones, sin hacer comparaciones entre el heroico Tomás, que consagró el resto de su vida a un apostolado en tierras remotas de Asia y las personas que no han conocido a Cristo personalmente.

Pero, algo que nos podemos aplicar todos nosotros, que sí hemos recibido santos testimonios de dos mil años, es el que Cristo está recordando algo que fue el inicio de su predicación: las Bienaventuranzas. Llama dichosos, es decir, bienaventurados, a los que no pueden ver ni imaginar la importancia de ser fieles en los momentos más difíciles. Estos momentos son de dos “especies” distintas.

Primero, cuando las dificultades nos ahogan.

En segundo lugar, cuando no vemos avances en la vida espiritual; puede ser por una falta vergonzosa, o tal vez por una purificación, durante la cual sentimos impotencia, la contrariedad de no hacer el bien que quisiéramos, o una distancia a Dios que nos parece insalvable.

Podemos concluir con un caso de alguien que realmente creyó, sin poder ver casi nada.

Anne es una joven australiana nacida con una discapacidad grave. Decía así:

En la adolescencia me preguntaba por qué no había muerto pronto, de lo mucho que me pesaba mi discapacidad. Mis padres, que son fieles al Evangelio, siempre me respondían lo mismo: Anne, Dios te ama inmensamente y tiene un plan especial para ti.

Me ayudaron a no bloquearme ante las limitaciones físicas sino a tomar la iniciativa de amar a los demás, como hace Dios con nosotros. He visto que muchas situaciones a mi alrededor han cambiado y muchas personas han comenzado a su vez a abrirse más, y no sólo conmigo. De mi padre recibí un mensaje personal que debía abrir tras su muerte, en el que había escrito una sola frase: Mi noche no tiene oscuridad. Esta es mi experiencia diaria: cada vez que elijo amar y servir a quien tengo al lado, las tinieblas desaparecen y soy capaz de sentir el amor que Dios me tiene.

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente