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Vive y transmite el Evangelio

¿Podría ser peor? | Evangelio del 30 de junio

By 26 junio, 2024No Comments


Evangelio según San Marcos 5,21-43:

En aquel tiempo, Jesús pasó de nuevo en la barca a la otra orilla y se aglomeró junto a Él mucha gente; Él estaba a la orilla del mar. Llega uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verle, cae a sus pies, y le suplica con insistencia diciendo: «Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se salve y viva». Y se fue con él. Le seguía un gran gentío que le oprimía.
Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor, habiendo oído lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. Pues decía: «Si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré». Inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal. Al instante, Jesús, dándose cuenta de la fuerza que había salido de Él, se volvió entre la gente y decía: «¿Quién me ha tocado los vestidos?». Sus discípulos le contestaron: «Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: ‘¿Quién me ha tocado?’». Pero Él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había hecho. Entonces, la mujer, viendo lo que le había sucedido, se acercó atemorizada y temblorosa, se postró ante Él y le contó toda la verdad. Él le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad».

Mientras estaba hablando llegan de la casa del jefe de la sinagoga unos diciendo: «Tu hija ha muerto; ¿a qué molestar ya al Maestro?». Jesús que oyó lo que habían dicho, dice al jefe de la sinagoga: «No temas; solamente ten fe». Y no permitió que nadie le acompañara, a no ser Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegan a la casa del jefe de la sinagoga y observa el alboroto, unos que lloraban y otros que daban grandes alaridos. Entra y les dice: «¿Por qué alborotáis y lloráis? La niña no ha muerto; está dormida». Y se burlaban de Él. Pero Él después de echar fuera a todos, toma consigo al padre de la niña, a la madre y a los suyos, y entra donde estaba la niña. Y tomando la mano de la niña, le dice: «Talitá kum», que quiere decir: «Muchacha, a ti te digo, levántate». La muchacha se levantó al instante y se puso a andar, pues tenía doce años. Quedaron fuera de sí, llenos de estupor. Y les insistió mucho en que nadie lo supiera; y les dijo que le dieran a ella de comer.

¿Podría ser peor?

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes

Roma, 30 de Junio, 2024 | XIII Domingo del Tiempo Ordinario

Sab 1: 13-15; 2,23-24; 2Cor 8: 7.9.13-15; Mc 5: 21-43

 Varias veces, quizás muchas veces al día, tenemos que enfrentarnos a un problema, más o menos difícil más o menos preocupante. Pero, en el Evangelio de hoy, vemos cómo Cristo vive en una sucesión de contrariedades, una detrás de otra. Primero, a la orilla del lago, tenía que atender a una multitud, seguramente de personas que sufrían todo tipo de necesidades y miserias. En medio de su esfuerzo por transmitir la paz, es interrumpido por la súplica angustiosa de un jefe de la sinagoga, cuya hija estaba gravemente enferma. Y cuando se dirigía a casa de este oficial, es detenido por una mujer que busca salir de su situación física y socialmente dramática, pues su enfermedad la llevaba a ser considerada alguien despreciable, además de haber perdido todos sus bienes.

Notemos que algo parecido le sucedió al padre de esa niña enferma: después de su sacrificio para llegar a Jesús, después de poner en juego su fama por acudir a un Maestro joven y controvertido por su estrecha relación con los gentiles, después de conseguir que se dirigiera con él a casa… aparece esa mujer con hemorragias y parece interrumpir o retrasar la última posibilidad de curar a su hija. Para colmo, entonces llegan algunos de su casa, con la noticia que temía escuchar: Demasiado tarde. Tu hija ha muerto.

Estas dos situaciones de impotencia, de la mujer enferma y de Jairo, representan la misma impotencia que todos experimentamos cuando nuestros problemas son demasiados: no tenemos tiempo ni calma suficientes para reflexionar, no sabemos por dónde comenzar. En efecto, el evangelista Marcos aprovecha para señalar que la mujer había pasado 12 años de enfermedad y la hija de Jairo tenía 12 años. No es casualidad; ese número simboliza las 12 tribus de Israel y en ellas estamos representados todos.

¿Qué nos sucede cuando estamos desbordados por la contrariedad?

Primero, se activan muchas emociones negativas. Articular y expresar adecuadamente sentimientos o deseos puede entonces resultar difícil o agotador. Nuestra atención se estrecha y se desvía hacia las amenazas potenciales. Nuestra capacidad de escucha y de empatía disminuye, lo que interfiere en nuestras relaciones, y recurrimos a formas instintivas defensivas en nuestro pensamiento y nuestro comportamiento.

En esas condiciones, nuestra respuesta al estrés es, por lo general, instintiva, y nos sentimos inclinados a una de las tres siguientes actitudes:

* luchar (intentar recuperar el control, intentando desarmar a la fuente de la amenaza);

* huir (desvincularse de la amenaza abandonar la lucha);

* o inmovilizarme (una especie de parálisis; llegando así a distraer mi atención, negando o ignorando la causa de la angustia). Así, actuamos, realmente de forma realmente mecánica, a no ser que nos abracemos al Evangelio para resolver esos conflictos de las pasiones, que en estos casos nos reclaman liberar la tensión a toda costa.

De nuevo, encontramos una explicación de por qué Cristo dice de sí mismo ser la Vida. Sin Él, nuestro paso por este mundo, además de doloroso, nos resulta sin sentido. Por eso, las palabras que Jesús dirige hoy a Jairo son las misma que dice a los aterrados discípulos durante la tormenta: No teman, simplemente tengan fe.

Hay un contraste entre la angustia incontenible de los que habían comenzado el duelo por la niña recién fallecida y la serenidad tranquila del Maestro. Ellos se lamentaban y lloraban y se mesaban los cabellos y rasgaban sus vestiduras en un paroxismo de angustia; él estaba tranquilo, sereno y dueño de sí. Jesús sufre con cada ser humano y se conmueve ante la enfermedad y el miedo que ve en nosotros, pero sabe que ninguna lágrima, ninguna contrariedad, será estéril. Dios Padre, como hizo con la Cruz de su Hijo, transforma en luz nuestros momentos más oscuros.

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El relato evangélico reúne a dos personas muy diferentes: una mujer y un hombre; ella es alguien que ha perdido sus posesiones, él es un hombre socialmente relevante; Jairo se acerca a Jesús de frente, ella intentando no ser descubierta.

No es casualidad que ambos milagros ocurran al mismo tiempo. Nos enseñan que toda clase de personas recibirá una respuesta de Cristo si pone en Él un poco de fe, un mínimo de confianza, si abrimos el corazón para cambiar. Cristo llama “hija” a la mujer recién curada, dejando claro cuál es su nueva condición al ser perdonada: no sólo borra las consecuencias de su condición, sino que la incorpora a la familia, a quienes van a colaborar con Él No sabemos más de esa mujer, pero sin duda bendeciría y daría testimonio de Cristo como pocos podrían hacerlo.

También Marcos da un testimonio entrañable de Jesús ¿Por qué aparecen estas palabras Talitha cumi, en lengua aramea? Sin duda, porque Marcos recibió información de este milagro a través de Pedro, que era uno de los testigos escogidos. Seguramente, Pedro hablaría griego en sus visitas fuera de Palestina, pero no podría olvidar nunca la voz, las palabras exactas que salieron de la boca de Cristo: Talitha cumi.

La conclusión práctica que podemos aplicar tú y yo en nuestra vida de fe es preguntarnos si somos conscientes de cómo Dios realmente nos da la vida cada día; no sólo en el sentido biológico, lo cual ya en sí es un milagro, sino cómo nos otorga su perdón, cómo da sentido a cada paso que damos y se abre a cada uno de nosotros de una forma distinta, teniendo en cuenta nuestra debilidad específica y los talentos recibidos. Ciertamente, antes que nosotros nos abramos a Él, ha sido Él quien se ha abierto a nosotros.

Por ejemplo, el reconocer cuál es mi Defecto Dominante es una gracia inmensa. Sólo los hipócritas se consideran santos y levantan barreras para no unirse a los pecadores. No necesitan “tocar” a Jesús. Nunca sienten la necesidad de pedir perdón ni dar las gracias. Se engañan a sí mismos pensando que ya gozan de perfecta salud- Pero esto nos ocurre a ti y a mí, a todos, en muchas ocasiones: mis defectos más groseros son visibles para todos, excepto para mí. He de ser agradecido cuando, de muchas formas diferentes, Jesús se acerca a mí, a pesar de mi orgullo enfermizo, abandonando la grata compañía de los sanos, de los justos.

Esto se ve claramente en el momento en que la mujer enferma toca la túnica de Cristo. Cada vez que Jesús cura a alguien, entrega algo de sí mismo. He aquí una regla universal: esto es nuestro éxtasis. Nunca produciremos nada hermoso y beneficioso para los demás, a menos que estemos dispuestos a poner algo de nosotros mismos, de nuestra propia vida, de nuestra propia alma en ello. Ningún pianista hará nunca una gran interpretación si se desliza por una pieza musical con una técnica impecable… y nada más. La actuación no será conmovedora si no se produce con esa forma de agotamiento que conlleva la efusión de uno mismo. Ningún actor hará una gran interpretación si repite sus palabras con cada inflexión correcta y cada gesto adecuado, como un autómata perfectamente programado. Sus lágrimas deben ser lágrimas reales; algo de sí mismo debe entrar en la actuación. Todo apóstol que haya dado un testimonio creíble se ha sentido despojado de algo, de parte de lo que consideraba necesario… Jairo no envió un emisario para hablar con Jesús, fue él en persona, dejando sus tareas, pero sobre todo su fama.

Solemos recordar ejemplo de madre y padres que así hacen. Pero me gustaría relatar el caso de un niño, porque la acción de Dios puede verse más claramente en ellos.

Una vez estaba en la sala de espera de un consulado, para conseguir un visado de entrada. Un niño de tres años empezó a llorar desesperadamente y sus padres no entendían lo que pasaba. Todos los intentos eran inútiles y los que estábamos presentes, más de 40 personas, sentíamos verdadera angustia por la forma en que lloraba. Al cabo de unos minutos, una niña de cinco años se acercó al pequeño y le ofreció un globo rojo que le habían regalado. Inmediatamente todo cambió, los dos empezaron a jugar y toda la sala se llenó de sonrisas.

Debo añadir un detalle que me ayudará a no olvidar nunca aquel momento. La niña que se acercó al niño tenía una pierna escayolada y ciertamente le costaba moverse. Quizá por eso sus padres le habían comprado el globo.

En la Segunda Lectura, Pablo recuerda de modo dramático (acudiendo al Antiguo Testamento) lo que ocurre si nos negamos a vivir como vuestra naturaleza de hijos nos pide hacerlo. En el desierto, los israelitas habían recibido de Dios la orden de recoger sólo la cantidad de maná que consumirían en un día. No debía sobrar nada. Alguien intentó coger más de lo necesario. Por la mañana le encontraron corrompido y lleno de gusanos. Era la lección que Dios quería dar a su pueblo. No se pueden acumular los bienes básicos de la vida y menos lo que directamente recibimos del cielo.

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Una observación final ¿cuál es la diferencia entre lo que llamamos vida y lo que llamaos muerte? Nos sucede como a la familia de Jairo. Cuando perdemos la esperanza respecto a una persona, cuando creemos que nunca cambiará, que su insensibilidad, su impureza y su hipocresía no tienen cura…damos una prueba de nuestra falta de fe. No vemos más allá de nuestra experiencia y de nuestro raquítico conocimiento. Nos ocurre como a la sociedad donde vivía la hemorroísa; para ellos era un caso perdido, es más, una víctima de sus pecados, que Dios castigaba con esa dolencia. Reaccionamos como la familia de Jairo: No molestes al Maestro, tu hija está muerta. No abro mi corazón a una persona porque la considero perdida para siempre, o tal vez porque no satisface mis expectativas de discípulo presuntuoso.

Normalmente somos como la multitud que rodeaba y empujaba a Cristo; no somos sus enemigos, probablemente le admiramos, pero no lo abrazamos, no lo tocamos ni con nuestra mente ni con nuestros gestos de sencilla acogida. Aunque tengamos la extraordinaria oportunidad de recibirle en la Eucaristía, no siempre hacemos como Jairo, que expresa con claridad cuál es su aflicción, su dolor más profundo, tal vez una falta o una característica de mi temperamento que no me atrevo siquiera a enfrentar.

Pero Cristo sigue pronunciando para mí las mismas palabras que dijo a la hija de Jairo: A ti te digo, levántate.

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente