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¿Hablar de la Vanidad en el Domingo de Ramos? | Evangelio del 24 de marzo

By 20 marzo, 2024No Comments
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Evangelio según San Marcos 14,1-15,47:

Faltaban dos días para la Pascua y los Ázimos. Los sumos sacerdotes y los escribas buscaban cómo prenderle con engaño y matarle. Pues decían: «Durante la fiesta no, no sea que haya alboroto del pueblo».
Estando Él en Betania, en casa de Simón el leproso, recostado a la mesa, vino una mujer que traía un frasco de alabastro con perfume puro de nardo, de mucho precio; quebró el frasco y lo derramó sobre su cabeza. Había algunos que se decían entre sí indignados: «¿Para qué este despilfarro de perfume? Se podía haber vendido este perfume por más de trescientos denarios y habérselo dado a los pobres». Y refunfuñaban contra ella. Mas Jesús dijo: «Dejadla. ¿Por qué la molestáis? Ha hecho una obra buena en mí. Porque pobres tendréis siempre con vosotros y podréis hacerles bien cuando queráis; pero a mí no me tendréis siempre. Ha hecho lo que ha podido. Se ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura. Yo os aseguro: dondequiera que se proclame la Buena Nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho para memoria suya».

Entonces, Judas Iscariote, uno de los Doce, se fue donde los sumos sacerdotes para entregárselo. Al oírlo ellos, se alegraron y prometieron darle dinero. Y él andaba buscando cómo le entregaría en momento oportuno.

El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dicen sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a hacer los preparativos para que comas el cordero de Pascua?». Entonces, envía a dos de sus discípulos y les dice: «Id a la ciudad; os saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle y allí donde entre, decid al dueño de la casa: ‘El Maestro dice: ¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?’. Él os enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta y preparada; haced allí los preparativos para nosotros». Los discípulos salieron, llegaron a la ciudad, lo encontraron tal como les había dicho, y prepararon la Pascua.

Y al atardecer, llega Él con los Doce. Y mientras comían recostados, Jesús dijo: «Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará, el que come conmigo». Ellos empezaron a entristecerse y a decirle uno tras otro: «¿Acaso soy yo?». Él les dijo: «Uno de los Doce que moja conmigo en el mismo plato. Porque el Hijo del hombre se va, como está escrito de Él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!».

Y mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio y dijo: «Tomad, este es mi cuerpo». Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio, y bebieron todos de ella. Y les dijo: «Ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos. Yo os aseguro que ya no beberé del producto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios». Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos.

Jesús les dice: «Todos os vais a escandalizar, ya que está escrito: ‘Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas’. Pero después de mi resurrección, iré delante de vosotros a Galilea». Pedro le dijo: «Aunque todos se escandalicen, yo no». Jesús le dice: «Yo te aseguro: hoy, esta misma noche, antes que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres». Pero él insistía: «Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré». Lo mismo decían también todos.

Van a una propiedad, cuyo nombre es Getsemaní, y dice a sus discípulos: «Sentaos aquí, mientras yo hago oración». Toma consigo a Pedro, Santiago y Juan, y comenzó a sentir pavor y angustia. Y les dice: «Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad». Y adelantándose un poco, caía en tierra y suplicaba que a ser posible pasara de Él aquella hora. Y decía: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú». Viene entonces y los encuentra dormidos; y dice a Pedro: «Simón, ¿duermes?, ¿ni una hora has podido velar? Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil». Y alejándose de nuevo, oró diciendo las mismas palabras. Volvió otra vez y los encontró dormidos, pues sus ojos estaban cargados; ellos no sabían qué contestarle. Viene por tercera vez y les dice: «Ahora ya podéis dormir y descansar. Basta ya. Llegó la hora. Mirad que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos! ¡vámonos! Mirad, el que me va a entregar está cerca».

Todavía estaba hablando, cuando de pronto se presenta Judas, uno de los Doce, acompañado de un grupo con espadas y palos, de parte de los sumos sacerdotes, de los escribas y de los ancianos. El que le iba a entregar les había dado esta contraseña: «Aquel a quien yo dé un beso, ése es, prendedle y llevadle con cautela». Nada más llegar, se acerca a Él y le dice: «Rabbí», y le dio un beso. Ellos le echaron mano y le prendieron. Uno de los presentes, sacando la espada, hirió al siervo del Sumo Sacerdote, y le llevó la oreja. Y tomando la palabra Jesús, les dijo: «¿Como contra un salteador habéis salido a prenderme con espadas y palos? Todos los días estaba junto a vosotros enseñando en el Templo, y no me detuvisteis. Pero es para que se cumplan las Escrituras». Y abandonándole huyeron todos. Un joven le seguía cubierto sólo de un lienzo; y le detienen. Pero él, dejando el lienzo, se escapó desnudo.

Llevaron a Jesús ante el Sumo Sacerdote, y se reúnen todos los sumos sacerdotes, los ancianos y los escribas. También Pedro le siguió de lejos, hasta dentro del palacio del Sumo Sacerdote, y estaba sentado con los criados, calentándose al fuego. Los sumos sacerdotes y el Sanedrín entero andaban buscando contra Jesús un testimonio para darle muerte; pero no lo encontraban. Pues muchos daban falso testimonio contra Él, pero los testimonios no coincidían. Algunos, levantándose, dieron contra Él este falso testimonio: «Nosotros le oímos decir: ‘Yo destruiré este Santuario hecho por hombres y en tres días edificaré otro no hecho por hombres’». Y tampoco en este caso coincidía su testimonio. Entonces, se levantó el Sumo Sacerdote y poniéndose en medio, preguntó a Jesús: «¿No respondes nada? ¿Qué es lo que éstos atestiguan contra ti?». Pero Él seguía callado y no respondía nada. El Sumo Sacerdote le preguntó de nuevo: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?». Y dijo Jesús: «Sí, yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del cielo». El Sumo Sacerdote se rasga las túnicas y dice: «¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Habéis oído la blasfemia. ¿Qué os parece?». Todos juzgaron que era reo de muerte. Algunos se pusieron a escupirle, le cubrían la cara y le daban bofetadas, mientras le decían: «Adivina», y los criados le recibieron a golpes.

Estando Pedro abajo en el patio, llega una de las criadas del Sumo Sacerdote y al ver a Pedro calentándose, le mira atentamente y le dice: «También tú estabas con Jesús de Nazaret». Pero él lo negó: «Ni sé ni entiendo qué dices», y salió afuera, al portal, y cantó un gallo. Le vio la criada y otra vez se puso a decir a los que estaban allí: «Éste es uno de ellos». Pero él lo negaba de nuevo. Poco después, los que estaban allí volvieron a decir a Pedro: «Ciertamente eres de ellos pues además eres galileo». Pero él, se puso a echar imprecaciones y a jurar: «¡Yo no conozco a ese hombre de quien habláis!». Inmediatamente cantó un gallo por segunda vez. Y Pedro recordó lo que le había dicho Jesús: «Antes que el gallo cante dos veces, me habrás negado tres». Y rompió a llorar.

Pronto, al amanecer, prepararon una reunión los sumos sacerdotes con los ancianos, los escribas y todo el Sanedrín y, después de haber atado a Jesús, le llevaron y le entregaron a Pilato. Pilato le preguntaba: «¿Eres tú el Rey de los judíos?». El le respondió: «Sí, tú lo dices». Los sumos sacerdotes le acusaban de muchas cosas. Pilato volvió a preguntarle: «¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan». Pero Jesús no respondió ya nada, de suerte que Pilato estaba sorprendido.

Cada Fiesta les concedía la libertad de un preso, el que pidieran. Había uno, llamado Barrabás, que estaba encarcelado con aquellos sediciosos que en el motín habían cometido un asesinato. Subió la gente y se puso a pedir lo que les solía conceder. Pilato les contestó: «¿Queréis que os suelte al Rey de los judíos?». Pues se daba cuenta de que los sumos sacerdotes le habían entregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes incitaron a la gente a que dijeran que les soltase más bien a Barrabás. Pero Pilato les decía otra vez: «Y ¿qué voy a hacer con el que llamáis el Rey de los judíos?». La gente volvió a gritar: «¡Crucifícale!». Pilato les decía: «Pero, ¿qué mal ha hecho?». Pero ellos gritaron con más fuerza: «¡Crucifícale!». Pilato, entonces, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás y entregó a Jesús, después de azotarle, para que fuera crucificado.

Los soldados le llevaron dentro del palacio, es decir, al pretorio y llaman a toda la cohorte. Le visten de púrpura y, trenzando una corona de espinas, se la ciñen. Y se pusieron a saludarle: «¡Salve, Rey de los judíos!». Y le golpeaban en la cabeza con una caña, le escupían y, doblando las rodillas, se postraban ante Él. Cuando se hubieron burlado de Él, le quitaron la púrpura, le pusieron sus ropas y le sacan fuera para crucificarle.

Y obligaron a uno que pasaba, a Simón de Cirene, que volvía del campo, el padre de Alejandro y de Rufo, a que llevara su cruz. Le conducen al lugar del Gólgota, que quiere decir: Calvario. Le daban vino con mirra, pero Él no lo tomó. Le crucifican y se reparten sus vestidos, echando a suertes a ver qué se llevaba cada uno. Era la hora tercia cuando le crucificaron. Y estaba puesta la inscripción de la causa de su condena: «El Rey de los judíos». Con Él crucificaron a dos salteadores, uno a su derecha y otro a su izquierda. Y los que pasaban por allí le insultaban, meneando la cabeza y diciendo: «¡Eh, tú!, que destruyes el Santuario y lo levantas en tres días, ¡sálvate a ti mismo bajando de la cruz!». Igualmente los sumos sacerdotes se burlaban entre ellos junto con los escribas diciendo: «A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. ¡El Cristo, el Rey de Israel!, que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos». También le injuriaban los que con Él estaban crucificados.

Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: «Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní?», que quiere decir «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». Al oír esto algunos de los presentes decían: «Mira, llama a Elías». Entonces uno fue corriendo a empapar una esponja en vinagre y, sujetándola a una caña, le ofrecía de beber, diciendo: «Dejad, vamos a ver si viene Elías a descolgarle». Pero Jesús lanzando un fuerte grito, expiró.

Y el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo. Al ver el centurión, que estaba frente a Él, que había expirado de esa manera, dijo: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios». Había también unas mujeres mirando desde lejos, entre ellas, María Magdalena, María la madre de Santiago el menor y de José, y Salomé, que le seguían y le servían cuando estaba en Galilea, y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén.

Y ya al atardecer, como era la Preparación, es decir, la víspera del sábado, vino José de Arimatea, miembro respetable del Consejo, que esperaba también el Reino de Dios, y tuvo la valentía de entrar donde Pilato y pedirle el cuerpo de Jesús. Se extraño Pilato de que ya estuviese muerto y, llamando al centurión, le preguntó si había muerto hacía tiempo. Informado por el centurión, concedió el cuerpo a José, quien, comprando una sábana, lo descolgó de la cruz, lo envolvió en la sábana y lo puso en un sepulcro que estaba excavado en roca; luego, hizo rodar una piedra sobre la entrada del sepulcro. María Magdalena y María la de José se fijaban dónde era puesto.

¿Hablar de la Vanidad en el Domingo de Ramos?

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes

Roma, 24 de Marzo, 2024 | Domingo de Ramos

Is 50: 4-7; Flp 2: 6-11; Mc 14: 1-15,47

Contemplando la Cruz. He conocido muy pocas personas, laicas o religiosas (entre los cuales no me cuento), que de verdad no sean víctimas de la vanidad. Hace unos años, se hizo popular la siguiente leyenda:

Nisterio el Grande, unos de los santos padres egipcios del desierto, iba un día paseando en compañía de un gran número de discípulos que le veneraban como a un hombre de Dios. De pronto, apareció ante ellos un dragón, y todos salieron corriendo.

Muchos años más tarde, cuando Nisterio yacía agonizante, uno de los discípulos le dijo: Padre ¿también usted se asustó el día que vimos el dragón?

No, respondió Nisterio.

Entonces ¿por qué salió corriendo como todos?

Pensé que era mejor huir del dragón para no tener que huir más tarde del espíritu de vanidad.

Hoy, en el momento de recordar la Pasión de Cristo, se nos invita a contemplar la Cruz, verdadero misterio, del cual tenemos que extraer todas las lecciones necesarias para ser cristianos. Dicen los historiadores que, en los primeros tiempos, les costó a los discípulos de Jesús acoger la Cruz como símbolo de la Iglesia. No es de extrañar, es como si hoy día se le ocurre a alguien poner la horca como emblema de una sociedad o de un grupo religioso.

Pero, quisiera poner de relieve que, en la Cruz, además de perder la vida, dejó crucificada su fama. Los ladrones, bandidos y asesinos que morían como Él en la Cruz, también entregaban la vida, casi siempre contra su voluntad, pero la fama de esos delincuentes era ya deplorable y en la cruz simplemente se hacían públicas sus malas acciones y sus crímenes. La fama de Cristo quedó crucificada, la fama de hombre bueno, profeta, Maestro sabio y compasivo, reconocida por sus amigos y sus enemigos, fue enterrada como una semilla que dio y dará fruto en el tiempo preciso.

Cristo podría haber aceptado la invitación: ¡Baja de la cruz si eres el Hijo de Dios! (Mt 27: 40), pero no lo hizo, al igual que rechazó las invitaciones del desierto. Te daré el poder y la gloria (Lc 4,6) le dice el diablo. Todo estaba orientado a escapar del dolor y, supuestamente, a hacer visible su poder, su virtud y su cercanía a Dios Padre. Pero, de igual modo que luego haría el monje Nisterio, prefirió seguir unido al dolor, el miedo, la angustia y el sufrimiento de sus semejantes.

—ooOoo—

Cuando arde mi fama, se ilumina la imagen de Dios.  El que renuncia a la propia fama es un verdadero instrumento para dejar ver el rostro de Dios. Quien lo hace así, se parece a San Juan Bautista, que sabe señalar a dónde deben mirar sus discípulos, desaparecer en forma delicada, callar para que hable el Maestro. No es de extrañar que Jesús dijera que entre los nacidos de mujer no se ha levantado nadie mayor que Juan el Bautista (Mt 11: 11).

Podemos comprender lo que significa ofrecer la vida fijándonos en los mártires o en las personas que de forma paciente y generosa entregan día a día, minuto a minuto su vida a los demás. Algunos, sin duda, son santos desconocidos. Pero me atrevería a decir que entregar la fama es más difícil; no caer en la vanidad cuando se hace algo notable o un acto extremadamente generoso… no es nada común. No puedo evitar incluir otra historia semejante a la de Nisterio.

Una mujer que padecía una grave enfermedad acudió a buscar a uno de los padres del desierto, llamado Longinos, que tenía fama de santo. Lo encontró cuando él estaba recogiendo leña. y ella, que no le conocía, le dijo: ¿Podría decirme dónde vive el siervo de Dios Longinos?

Longinos le replicó: ¿Para qué’ buscas a ese viejo farsante? ¿Qué es lo que te ocurre? Ella le contó lo que le sucedía y, acto seguido, él le dio su bendición y la despidió diciendo: Ahora vete, y ten la seguridad de que Dios te devolverá la salud. La mujer se marchó, confiando en que había quedado curada, como así sucedió. Ella quedó agradecida a Dios y murió muchos años más tarde, completamente ignorante de que había sido Longinos quien había conseguido la gracia de su curación.

San Pablo estaba muy contento con la comunidad cristiana de los filipenses, pero en la Segunda Lectura les anima a ser humildes, porque algunos estaban deseosos de imponer su voluntad y de ser admirados. Precisamente por eso les pone el ejemplo de Jesús, diciéndoles que se vació de sí mismo. La mayor prueba de esto es entregar la vida a los demás, sin presumir de ello. Nosotros no somos capaces de hacerlo con nuestras fuerzas, y siempre presumimos de tener mucho trabajo, de dormir poco, de no tener tiempo libre… todo eso son muestras de vanidad, pues buscamos que los demás nos admiren por nuestra supuesta entrega, cuando simplemente hacemos exhibición de algunas cualidades y habilidades que hemos recibido gratis, sin mérito alguno.

Nuestro instinto de felicidad es tan poderoso y activo que reclama una respuesta a nuestra generosidad: aplauso, reconocimiento de alguien, gratitud, o simplemente una íntima satisfacción. Aunque estas pretensiones no parezcan perversas, la realidad es que nos esclavizan. Nuestra mente y nuestra voluntad quedan atrapadas y nos hacemos prisioneros de nuestros pensamientos, como ya reconocía el psiquiatra Alfred Adler (1870-1937) en muchos de sus pacientes. Ese apego a las propias ideas, a los juicios que tú y yo hacemos sobre lo que es mejor, lo que habría que hacer y el valor de nuestras obras, nos aprisiona y nos impide progresar en la compasión y en la generosidad.

Eso es la vanidad, el no saber guardar distancia de nosotros mismos.

También el famoso neurólogo y psicólogo Viktor Frankl (1905-1997), que vivió durante la guerra situaciones espantosas, concluyó que el buen humor, el NO identificarnos con una situación dolorosa –como la traición de Judas-  ni con un supuesto éxito -como la entrada de Jesús en Jerusalén-es la clave de la abnegación constructiva, la que nos permite acercarnos al prójimo en nombre de Dios, con la seguridad que experimenta el “Siervo de Dios” en la Primera Lectura en medio de burlas y ofensas: sabiendo que no quedaré defraudado. Por eso, Jesús acepta ser traicionado, apresado por la gente armada, lleno de paz, no como “uno de los discípulos”, que hirió al siervo del Sumo Sacerdote.

Fernando Rielo, nuestro Fundador, también habla de la prisión de nuestro ego, que se manifiesta en convertirse en una marioneta de sus propias concepciones y de su propia conducta, de la sensibilidad y los intereses del momento o de los condicionantes medioambientales, grupales, educacionales e ideológicos que acechan a cada persona.

En su reciente libro dedicado al Padre Henri Didon inspirador de la espiritualidad Olímpica, nuestra querida Angela Teja nos recuerda cómo al lema olímpico Citius, Altius, Fortius, (Más lejos, Más alto, Más fuerte), le fue añadida en 2021 la palabra Communiter (Juntos), para recordar así que nada, ni lo más hermoso, ni el triunfo, ni el aplauso o la crítica, me puede alejar del prójimo. Con palabras de nuestro padre Fundador, diríamos que eso es verdadero éxtasis, al menos la “primera parte” del éxtasis, que significa encontrar la forma de salir de mí mismo, para luego poder llegar a los demás… sin volver a regresar a mí, para mirarme al espejo.

En la Cruz, Cristo no se contemplaba así mismo, sino al Padre, por eso llegó a gritar: ¿Por qué me has abandonado? porque sentía la necesidad de estar más y más cerca de Él y ese, sin duda, es el dolor más fuerte y profundo, escuchando además cómo la gente reía al mirarle y sólo un centurión lo reconoció como Hijo de Dios… después que hubiese muerto, sin una sola palabra violenta, sino pidiendo perdón para sus verdugos.

Luego, José de Arimatea, “que esperaba también el Reino de Dios”, se llenó de valor, como dice San Marcos, para recoger el cuerpo sin vida de Jesús, en quien reconoció al Hijo de Dios precisamente por su silencio, por ese signo de fortaleza propio de los que no necesitan defenderse ni hacer mostrar que tienen razón, pues están seguros de que los planes de Dios son indestructibles, aunque para nosotros resulten muchas veces misteriosos.

Siempre, alguna o varias personas, fueron capaces de leer en la vida de Cristo lo que los poderosos o la multitud quería ignorar u ocultar: Verónica, la Santa desconocida y piadosa que enjugó su rostro, el buen ladrón, la esposa de Pilatos, las mujeres que fielmente lo seguían, el centurión que lo custodiaba al pie de la Cruz y, sobre todo, María, acompañada del discípulo al que Jesús amaba. Y no olvidemos el ángel que le asistió en Getsemaní (Lc 22: 43), como prueba de que su Padre y nuestro Padre nunca le abandonó.

Ese desprendimiento de Jesús trágico y sublime de su fama, esa distancia tan grande de lo que nosotros consideramos una victoria, es lo hizo que el Padre pusiera su Nombre sobre todo nombre, como nos dice la Segunda Lectura.

Por una buena razón, nuestro padre Fundador, Fernando Rielo, nos entregó una oración para clausurar los actos más solemnes de liturgia, a la que dio el nombre de Sacra Martirial y dice así:

Te prometo, Señor, vivir y transmitir el Evangelio, con el sacrificio de mi vida y de mi fama, fiel al mayor testimonio de amor, morir por Ti.

Y por algo distinguió como dos acciones distintas, pero que han de ir unidas, el sacrificar la vida y la fama.

Ojalá que hoy, al contemplar la Cruz, nos sintamos contagiados de ese impulso de abandonar nuestra fama, para que así brille la luz de Cristo, no nuestra propia luz, como dijo Benedicto XVI en su primer mensaje Urbi el orbi.

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente