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Vive y transmite el Evangelio

Tu perdón de cada día | Evangelio del 17 de septiembre

By 13 septiembre, 2023No Comments
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Evangelio según San Mateo 18,21-35:

En aquel tiempo, Pedro preguntó a Jesús: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?». Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000 talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: ‘Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré’. Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda.
»Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: ‘Paga lo que debes’. Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: ‘Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré’. Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía.

»Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: ‘Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?’. Y encolerizado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano».

Tu perdón de cada día

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes

Roma, 17 de Septiembre, 2023 | XXIV Domingo del Tiempo Ordinario

Eclo: 27,33—28,9; Rom 14:7-9; Mt 18:21-35

El escritor ruso Yevgeny Yevtushenko (1932-2017), escribió en sus memorias:

Las aceras estaban abarrotadas de curiosos, acordonadas por soldados y policías. La muchedumbre estaba compuesta en su mayoría por mujeres, mujeres rusas con las manos ásperas por el duro trabajo, y los delgados hombros encorvados que habían soportado la mitad de la carga de la guerra. Cada una de ellas debía de haber tenido un padre o un marido, un hermano o un hijo asesinado por los soldados enemigos. Miraban con odio en la dirección por la que iba a aparecer la columna.

Por fin los vimos. Los generales marchaban a la cabeza, con el mentón prominente, los labios doblados con desdén, todo su porte destinado a mostrar superioridad sobre sus vencidos. “Huelen mal, esos malditos“, dijo con odio alguien de la multitud. Las mujeres apretaban los puños. Los soldados y policías hacían todo lo posible por contenerlas.

De repente, algo les ocurrió. Vieron soldados enemigos, flacos, sin afeitar, con vendas sucias manchadas de sangre, cojeando con muletas o apoyados en los hombros de sus camaradas; los soldados caminaban con la cabeza baja. La calle quedó en un silencio sepulcral; el único sonido era el arrastrar de las botas y el golpeteo de las muletas.

Entonces vi a una anciana con las botas rotas avanzar y tocar el hombro de un policía, diciendo: Déjenme pasar. Debía de haber algo en ella que obligó al policía a apartarse. Se acercó a la columna, sacó del interior de su abrigo algo envuelto en un pañuelo de color y lo desplegó. Era un mendrugo de pan negro. Lo metió torpemente en el bolsillo de un soldado, tan agotado que se tambaleaba sobre sus pies. Y entonces, de todas partes, las mujeres comenzaron a correr hacia los soldados, poniendo en sus manos pan, cigarrillos… lo que tenían. Los soldados ya no eran enemigos. Eran personas.

Eso me recuerda a una pregunta que me hizo un joven ecuatoriano, inteligente y sensible, hace unos días: Se dicen muchas cosas hermosas y ciertas del perdón, pero ¿cómo se empieza a perdonar?

Se me ocurrió responderle: Con los ojos. Y le conté la experiencia de uno de nuestros parroquianos, que iba conduciendo su camioneta y tuvo que hacer una maniobra brusca para no chocar con un vehículo que se cruzó inesperadamente a una velocidad muy superior a la permitida. Contaba que se le produjeron toda clase de pensamientos hasta que, unos metros más adelante, el conductor se detuvo ante la puerta del hospital y sacó apresuradamente del asiento trasero a su hija, que sangraba con una seria herida en la cabeza.

Evidentemente, este buen parroquiano tuvo ocasión de mirar más profundamente la realidad del angustiado padre que cometió muchas imprudencias con la sola intención de salvar a un ser querido.

De hecho, en el Antiguo Testamento, muchas veces la súplica a Yahveh comienza con una petición de una mirada compasiva, esperando ser contemplados no sólo como pecadores, sino más bien como un pueblo sufriente y necesitado:

Mira desde el cielo, desde tu santa morada, y bendice a tu pueblo Israel y a la tierra que nos has dado, tal como se lo juraste a nuestros antepasados (Deut 26: 15).

—ooOoo—

Pero la enseñanza de Cristo en la parábola de hoy lleva nuestra mirada mucho más lejos. Nos invita a darnos cuenta que estamos siendo constantemente perdonados por Dios. Y esta es nuestra experiencia mística permanente; podemos tener impresiones de estar siendo confortados o de comprender algo mejor las verdades del Evangelio, pero el perdón divino siempre es una constante, pues constantemente nos sujeta a su lado, sea cual sea nuestra respuesta.

El perdonar, según el Evangelio, no se limita a “no enfadarse” con las ofensas o los errores del prójimo. Creo que su característica esencial es incorporar, integrar, acoger a quien ofende o se extravía. Jesús describió con claridad esta actitud en la parábola del Hijo Pródigo. Seguramente por eso, porque el auténtico perdón es activo, creativo, constructivo, nos cuesta tanto vivirlo.

Así es; nuestra experiencia del perdón recibido se manifiesta de esta manera en la vida mística, en nuestra relación inmediata con las Personas Divinas.

* La Beatitud o estado beatífico, es la paz de quien se siente acompañado, en medio de dificultades internas y externas. Dios Padre nos contempla y nos conforta desde el momento en que somos conscientes de su presencia, que todo lo cambia y todo ilumina.

* La Aflicción representa un trato íntimo en el que las Personas Divinas se unen al asceta haciéndole partícipe de sus inquietudes, de su dolor por la humanidad, en particular por aquellos que están cerca de nosotros. Es una petición del Espíritu Santo, diciéndonos: Mira a cada persona como yo la miro, como te miro a ti.

* El Don de Piedad da a nuestra forma de amar el sabor de la misericordia, de contemplar a cada ser humano como un peregrino, como alguien que camina penosamente hacia su verdadera casa, cometiendo necesariamente torpezas, errores… como los que llenan tu vida y la mía.

Cristo explicó y vivió de mil maneras esa forma de perdonar, acogiendo a Pedro tras su negación, a Tomás cuando dudó, a la mujer adúltera que era condenada por todos, a los ladrones que le insultaban en el Gólgota…

—ooOoo—

A veces decimos que, al recitar el Padrenuestro, y suplicar a Dios Padre que “perdone nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, hacemos una especie de compromiso para obligarnos a ser misericordiosos. Sin duda, es una de las lecciones de la parábola de hoy, donde el terrible final no es lo que Dios hará con nosotros, sino una imagen, típica de los predicadores de la época de Jesús para resaltar la importancia de un mensaje y, en este caso, impulsarnos a no perder las gracias recibidas y el testimonio que damos al perdonar al prójimo. De hecho, no hay mejor termómetro para saber si he aprovechado la gracia recibida de Dios que la medida de mi perdón a todos, por las pequeñas o las grandes ofensas.

Pero las ofensas de las que pedimos ser perdonados no son sólo las que hemos cometido en el pasado, sino también las del futuro, siendo cada vez más conscientes de la distancia que hay entre el amor que nuestro Padre nos tiene y nuestra pobre respuesta.

Somos y seremos siempre deudores de nuestro Padre celestial, al mismo tiempo que lamentamos y nos quejamos del mal que nos hacen los demás. No cabe duda que la parábola de hoy es un retrato fiel de cada uno de nosotros. Como decía la sabiduría antigua: Siete veces cae el justo y se levanta, pero los malvados se hunden en la desgracia (Prov 24: 16).

La Primera Lectura ilustra hoy la peor consecuencia de no perdonar sinceramente: Si un hombre le guarda rencor a otro, ¿le puede acaso pedir la salud al Señor? Esta grave consecuencia no es una supuesta “respuesta de castigo” por parte de Dios, sino que se produce una interrupción de nuestro diálogo con Él. Dicho con palabras vulgares, tapamos la boca al Espíritu Santo. Esa terrible realidad explica nuestra lejanía de Dios. En ese sentido, es cierta esa afirmación (que no tiene valor absoluto) que perdonar a otro significa perdonarme a mí mismo, pues al hacer libre al prójimo de sus errores pasados, me libro de esa barrera que me separa de un verdadero diálogo con Dios.

La enseñanza del libro Eclesiástico o Sirácida es sencilla, basada en la experiencia y nos pone en el umbral del reino de los cielos, de un estado siempre creciente de unión con Dios.

Como suele decirse, el perdón no es algo humano, sino divino. Por eso debo recurrir a la oración si realmente me propongo imitar a Cristo y vivir una vida plena, inspirada por el Espíritu. Una y otra vez debo suplicar la fuerza para perdonar, pues no faltarán en ti y en mí, en cualquier persona, rasgos de victimismo, de estar convencidos que somos inocentes, de que sufrimos agresiones constantes de casi todo el mundo.

Algunos psicólogos han identificado este victimismo con una forma de narcisismo de quien trata así de manipular a los demás y abusar de ellos. Ser consciente de esto es importante para ayudar y acompañar a las almas en su camino espiritual, pues quien insiste en proclamar su condición de víctima se quejará de que “nadie comprende ni valora sus propuestas”, “siempre es malinterpretado y no se le escucha”. Así llegan a creerse moralmente superiores y …y nunca recuerdan haber ofendido a nadie.

Finalmente, encontrarán una forma de venganza, más o menos directa, con acciones o difamaciones, pero siempre causando un dolor como el que provocó el siervo despiadado de la parábola, que había privado a su deudor de la alegría de vivir.

El Sacramento de la Reconciliación nos hace más conscientes del mal que hemos hecho y también de la gracia que recibimos a través del perdón y la absolución. El simple hecho de pedir perdón, aunque sea por un error pequeño e insignificante, nos une al prójimo y a Dios.

Esto explica por qué la Segunda Lectura, en su brevedad, nos da un principio que debemos recordar cada día: Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Más allá de una advertencia moral, San Pablo nos confirma que nada puede saciarnos, ni el tener razón, ni ver algún fruto de nuestro esfuerzo, ni la gratitud, ni cualquier tipo de aplauso. Sólo nos dará paz la conciencia creciente de que, al terminar la jornada, podamos decir: Padre, no sé si lo conseguí, pero te quise entregar cada instante de este día.

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente