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Dar las gracias y dar gloria | Evangelio del 12 de octubre

By 8 octubre, 2025octubre 9th, 2025No Comments

Evangelio según San Lucas 17,11-19
Un día, sucedió que, de camino a Jerusalén, Jesús pasaba por los confines entre Samaría y Galilea, y, al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!». Al verlos, les dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes». Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios.
Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano. Tomó la palabra Jesús y dijo: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?». Y le dijo: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado».

Dar las gracias y dar gloria

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes

Roma, 12 de Octubre, 2025 | XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario

2Re 5: 14-17; 2Tim 2: 8-13; Lc 17: 11-19

El venerable arzobispo Fulton Sheen (1895-1979) dice: Desde un punto de vista espiritual, aquel que se enorgullece de su inteligencia, talento o voz, y nunca da gracias a Dios por ellos, es un ladrón; ha tomado los dones de Dios y nunca ha reconocido al Dador (Way to Happiness, 1998). Eso explica el lamento de Jesús al ver que sólo uno de los leprosos curados regresó… Él no quería recibir agradecimiento, no dice nada semejante. Lo que le entristece es que los otros nueve no dieran gloria a Dios.

De manera que, estamos invitados a reflexionar lo que significa dar gloria a Dios.

No parece fácil, ya que si revisamos la etimología de la palabra “gloria” en latín, griego y hebreo… vemos significados muy desiguales. Para colmo, el concepto de la “gloria” de este mundo es bastante diferente, pues significa algo que se recibe, como el aplauso o la alabanza.

Entonces ¿a qué se refiere hoy Cristo? ¿Cómo podemos dar gloria a Dios?

Reflejando la luz divina, su acción en nosotros. Ya el Maestro lo expresó claramente: Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5:16). Por eso, Cristo siente que ha dado gloria al Padre al realizar fielmente la misión que le había encomendado.

De esta manera, dar gloria a Dios significa demostrar con las obras cómo llevamos a cabo misiones que aparentemente nos superan, pero que demuestran cómo todo viene de Él: nos elige para una misión y nos da la fuerza para acometerla.

Por eso Cristo se enojó al ver que 9 de los leprosos curados no volvieron, para dar gloria a Dios, para que al verlos, quienes los conocían se dieran cuenta que el Señor los había visitado y ahora podrían vivir con plenitud, con sus familias, en la sociedad, haciendo un trabajo y colaborando con la comunidad.

Como recordaba el Papa Francisco (17 MAR 2024), la plenitud de la gloria se reflejó en Cristo no en los momentos de realizar sus milagros, ni siquiera en la Resurrección, sino en la Cruz, por sorprendente que parezca. El hecho de poder vivir una entrega total, una plenitud del éxtasis, a pesar de nuestras limitaciones, es mostrar la gloria divina. Jesús mismo tuvo que entregar algo de su vida cuando hacía el bien: cuando había tocado a los leprosos, por el temor de la gente al contagio, ya no podía entrar públicamente en una ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares desiertos (Mc 1: 45).

Por eso, cuando ve próximo su final, exclama en la oración: Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese (Jn 17: 4).

En el texto evangélico de hoy, es precisamente un samaritano el que reconoce en Jesús el verdadero Camino, la presencia divina que cambia su vida. Con frecuencia sucede que los que acaba uniéndonos (como la lepra compartida por samaritanos y judíos) es algo doloroso, pero que la Providencia utiliza para mostrar que en verdad somos hermanos. En esta ocasión, la respuesta divina sorprende por su prontitud, pues, como dice el texto evangélico, esos leprosos, mientras se alejaban, quedaron limpios. Otras veces, nos quejamos íntimamente porque nos parece que la Providencia no va a responder nunca…

Pero, la verdad es que el Espíritu Santo responde inmediatamente con alguno de sus dones y, tarde o temprano, notamos sus efectos en nuestra vida, como antes dijimos, no somos los mismos. Nos sentimos capaces de amar a los que nos aman, nos resistimos incluso a llamarles “enemigos” y reconocemos en ellos una oportunidad para dar un testimonio de perdón especial, una prueba de amor que no podemos dar con quienes nos aman y nos comprenden.

Hace sólo unos años, en una aldea india donde estaba aún vigente el sistema de castas, hubo una inesperada y violenta inundación. Varios hombres de la casta más baja se acercaron a una mujer de casta alta para ayudarla y llevarla a un lugar seguro. Esta mujer, que en otras circunstancias no habría permitido que ninguna persona de casta baja la tocara, ahora tenía que ponerse literalmente sobre sus hombros para salvarse.

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Algo semejante vemos en la Primera Lectura, cuando Naamán se resiste siete veces a sumergirse en el río Jordán, pero finalmente lo hizo. Y en cada ocasión, vio cómo se iba curando y también se curaba su corazón, acabando por creer plenamente en el verdadero Dios y prometiendo que tu servidor no ofrecerá ya holocausto ni sacrificio a otros dioses más que al Señor.

Es una lección importante para nosotros: cada vez que aceptamos la purificación, promovida por el Espíritu Santo o realizada por decisión propia en la abnegación a nuestros juicios y a nuestro orgullo, Él responde con una gracia nueva, con un cambio en nuestra alma y en nuestra vida que me hace sentir que ya no soy el mismo.

En la Segunda Lectura, Pablo refleja apasionadamente esta experiencia, vivida en su propia carne:

Si morimos con él, también viviremos con él; si perseveramos, también reinaremos con él; si lo negamos, también él nos negará. Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo.

En otra mirada al Antiguo Testamento, recordamos la historia de Job, un hombre que vivía en prosperidad, era integro y temeroso de Dios; pero en un giro dramático de su vida, pierde sus bienes, sus hijos y su salud. Ese enorme sufrimiento no fue ningún castigo, sino un misterio en el que supo entrar y, en medio del dolor, no maldice a Dios, sino que clama, pregunta, lucha con su fe.

Sus amigos vienen a consolarlo, pero terminan juzgándolo. Sin embargo, el diálogo que surge -aunque tenso- es una búsqueda compartida del sentido de la vida.

Job se atreve a decir a Dios: ¿Por qué te ensañas conmigo? (Job 7:20). Su dolor lo lleva a una relación más directa, más íntima con Dios, de quien no recibe explicaciones racionales, sino que le revela su grandeza y su cercanía. Job dice: He sabido de ti sólo de oídas, pero ahora mis ojos te ven (Job 42:5).

El Señor restaura a este santo, pero lo más importante no es la recuperación material, sino la profundización de su vínculo con Él. Entonces, Job intercede por sus amigos, mostrando que el sufrimiento lo ha hecho más compasivo, más unido al prójimo.

Ese es el proceso de toda purificación: Dios no envía ningún mal, pero utiliza todos ellos para acercarnos a Él y a nuestros semejantes. Los leprosos judíos y samaritanos, cuando creían sanos, cuando se sentían puros, se odiaban hasta el extremo, pero esa terrible dolencia fue paradójicamente instrumento para que juntos, acudieran a Cristo, suplicando: !Jesús, Maestro, toen compasión de nosotros! Le llamaron por su nombre, es decir, considerándolo un amigo, un hermano, alguien en quien confiaban de verdad. Es otra lección para ti y para mí, que estamos llenos de dudas, que sopesamos si merecen la pena tantos esfuerzos, tantas contrariedades que NO nos proporcionan un fruto inmediato, visible, consolador.

Una historia contemporánea. En agosto de 2010, 33 mineros quedaron atrapados a 700 metros bajo tierra en la mina San José, en Chile, después de un derrumbe. No tenían salida, estaban aislados, con poca comida y sin saber si serían rescatados.

Durante 17 días nadie en la superficie sabía si estaban vivos.

Dentro de la mina, esos hombres, de diferentes edades, creencias y personalidades, comenzaron a unirse en la desesperación. Rezaban juntos, compartían los pocos alimentos y se turnaban para cuidar la lámpara encendida, símbolo de la esperanza.

Uno de los mineros, Mario Sepúlveda, se convirtió en una especie de líder espiritual. Dijo en una entrevista después del rescate: Allá abajo había 34, no 33… porque Dios estaba con nosotros.

Finalmente, después de 69 días bajo tierra, fueron rescatados uno a uno, en una operación que conmovió al mundo entero. Muchos de ellos declararon que su fe se fortaleció y que la desgracia los unió como hermanos. Algunos que no eran creyentes dijeron que comenzaron a orar por primera vez en su vida.

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El Evangelio de hoy, que tal vez suena lejano a la propia experiencia (lepra, curaciones prodigiosas…), no debe dejar de ser traducido a la vida de cada uno de nosotros. Incluso el número de leprosos, 10, representaba en el mundo judío el número de quorum, las personas necesarias para una sesión válida de la sinagoga; significa para nosotros toda la humanidad, todos nosotros enfermos por el pecado.

Pero, este texto evangélico no es sólo una lección de cortesía, de buenos modales. Se trata de reconocer que continuamente estamos siendo perdonados, curados de nuestra mediocridad, o al menos invitados a seguir el camino de un cambio que nos lleva a una vida plena, compartida, libre de falsas seguridades. Los diez leprosos fueron curados, pero sólo uno de ellos, el samaritano, aceptó la verdadera salvación: Levántate y vete, tu fe te ha salvado, le dice Jesús. Esa curación le llevó a “glorificar a Dios en alta voz” y los diez curados, al menos, a presentarse ante los sacerdotes, para -al menos- dar gloria a Dios según la antigua y limitada forma de la Ley.

Jesús pone de relieve que el único que regresó agradecido era “un extranjero”, posiblemente para hacernos ver que esa capacidad de extasiarnos, de salir de esa confianza abrumadora en nosotros mismos, está en todo ser humano. Tomemos buena nota por si alguna vez nos atrevamos a decir apresurada y dogmáticamente: Esta persona no cree en Dios, no tiene interés en la vida espiritual.

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente