por el p. Luis Casasús, Superior General de los misioneros Identes.
New York, 10 de Febrero, 2019, Quinto Domingo del Tiempo Ordinario, Isaías 6,1-2a.3-8; 1 Corintios 15,1-11; Lucas 5,1-11.
* La oración, sin importar cómo se defina, siempre implica un encuentro amoroso entre Dios y tú, en el cual te das cuenta de quién eres tú y quién es tu prójimo.
* Estos encuentros tienen como consecuencia una nueva misión, una nueva forma de ver y tratar a los demás.
* Y lo más desconcertante es que todo esto suele suceder cuando menos lo esperamos y de la manera más inesperada.
1. Los encuentros de hoy con Dios.
El profeta Isaías dice hoy que su experiencia de encuentro fue algo concreto e histórico: El año de la muerte del rey Ozías, yo vi al Señor … ¡Ay de mí, estoy perdido! Porque soy un hombre de labios impuros, y habito en medio de un pueblo de labios impuros.
De manera parecida, San Pablo declara: Además, se apareció a Santiago y de nuevo a todos los Apóstoles. Por último, se me apareció también a mí, que soy como el fruto de un aborto.
Finalmente, ante la presencia abrumadora de Dios en la persona de Jesús, Simón exclama: Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador.
Pero esta es una pauta universal. Job también grita: Yo sólo sabía de ti de oídas, pero ahora mis ojos te han visto. Por eso me retracto de lo que he dicho y te pido perdón en polvo y ceniza (Job 42: 5-6).
La experiencia de Dios me revela mis debilidades ocultas. Salen a la luz y yo me inclino a alejarme de esa luz. Esto ilustra el significado del Aborrecimiento de mí mismo y de Dios en la vida mística. No se trata de una tentación, sino de una purificación dolorosa: mis buenas obras no son suficientes, mi amor todavía no es el amor de Cristo. Tu presencia me exige algo. Y no estoy listo para ello; todavía no.
Este autoconocimiento sólo es posible en un encuentro con Dios e invita a la humildad, no al desánimo, porque Dios me está enviando el mensaje: No tengas miedo. Voy a caminar contigo. Te voy a dar una nueva luz para ver todos los sucesos de tu vida. Y esto es lo que llamamos Inspiración, una forma profunda de unión con la Santísima Trinidad.
Pero esto no es sólo una cuestión de conocimiento, esta purificación me da la fuerza para reconocer mi verdadero ser. Esto es lo que escuchamos de San Pablo en la Segunda Lectura: Porque yo soy el más insignificante de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol… Somos realmente transformados: Saúl se convierte en Pablo (Hechos 13: 9), Simón se convierte en Pedro (Mt 16:18). Y esta transformación es obra del Espíritu Santo…: Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no fue estéril en mí, sino que yo he trabajado más que todos ellos, aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios que está conmigo.
La reacción espontánea de Pedro fue decir: Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador. Y Cristo lo ignora totalmente. No le dice: Oh no, tú no eres pecador… porque sí lo era. Simplemente lo ignora; Eso es algo que podrán considerar juntos más tarde.
Los cambios necesarios en mi vida moral solo son posibles cuando me doy cuenta de que todos mis pensamientos, deseos, palabras, hechos y omisiones afectan a mi prójimo, para bien o para mal. Y el otro elemento de este despertar es ver a cada ser humano como el tesoro más valioso que Dios me ha confiado.
El joven griego, Damon, preguntó una vez al oráculo de Delfos: ¿Quién tiene el mayor tesoro de la tierra? ¿Dónde se puede encontrar? La respuesta del dios fue: Lo has poseído tú durante mucho tiempo. Lo encontrarás delante de tu puerta. Se apresura a volver a casa y encuentra a su amigo Pitias allí cerca. Mi querido amigo, dice, el mayor tesoro está aquí. Vamos a cavar aprisa. ¡La mitad de él te pertenece! Cavaron profundamente en todas partes hasta la noche. No aparece ningún tesoro. Finalmente, Damon arroja su pala y exclama: ¡Qué idiota soy! Abraza a Pitias y dice: Tú eres el mayor tesoro. ¿Qué más podría querer?
2. En consecuencia, Dios nos envía como pescadores de hombres. Cuando descubrimos quién es realmente nuestro prójimo, cambiamos radicalmente nuestro comportamiento. Mientras paseaba en Balmoral, la reina Victoria de Inglaterra quedó atrapada en la lluvia. Llamando a la puerta de una casa de campo, le ofrecieron a regañadientes un paraguas viejo. Ella siguió su camino y al día siguiente, un asistente personal en un espléndido carruaje, le devolvió el paraguas. Cuando el asistente personal se iba, escuchó al dueño decir: Si hubiera sabido quién era esa señora, le habría dado mi mejor paraguas.
Por ejemplo, cuando Cristo se encontró con el ciego Bartimeo, la gente pensaba que el pobre hombre debería estar callado. Probablemente también nosotros reaccionaríamos así, de la misma manera que interrumpimos a aquellos que nos molestan o nos contradicen y evitamos a las personas problemáticas. Pero Jesús no ve a las personas así: nos ve a todos como los hijos de nuestro Padre celestial. Aún más, le pide a la multitud que comparta con él una nueva forma de ver y tratar a los demás. Tráiganlo aquí, dice Jesús. Tráiganlo, para que sea curado de su ceguera y para que ustedes también se curen.
Pedro presenció cómo Cristo sanó a su suegra y a otros muchos enfermos. Pero observar no es suficiente. Todavía no estaba listo para ser más que un discípulo de Jesús. Vio los milagros, pero no se convirtió interiormente. Ahora, aunque tiembla, está dispuesto a remar mar adentro. Se nos llama a tomar riesgos y Pedro fue invitado a hacer precisamente eso. Se le pidió que fuera más que un espectador, más que un oyente; fue llamado a ser un apóstol en la proclamación del Reino, sabiendo que no lo haría con sus propias fuerzas sino con el poder de Dios. Por esa experiencia, supo que el Espíritu Santo obraría a través de él.
La auténtica escucha de Dios en oración es semejante a la escucha verdadera de otra persona. Si nos detenemos interiormente, tomamos un momento para centrarnos y ser conscientes de la otra persona y estar verdaderamente abiertos a ella, estamos en el buen camino para escuchar lo que tiene que decir. En la verdadera escucha recibimos no sólo información, sino también una invitación a compartir tristezas y alegrías, proyectos y sueños. Dios nos llama muchas veces a lo largo de nuestra vida tratando de liberarnos para amar y estar más disponibles para los demás. Generalmente, no nos explica los detalles, sino que simplemente quiere nuestro sincero sí, porque poco sabemos que bendiciones hay al otro lado de nuestra obediencia. El mundo dice: Ver es creer. Dios dice: Creer es ver.
Quizás la siguiente historia pueda parecer infantil, pero creo que transmite el mensaje del que estamos hablando:
Un hombre entró en una tienda y encontró a Cristo detrás del mostrador. Le preguntó: ¿Qué venden aquí? Cristo respondió: Lo que necesites. El hombre dijo: Quiero comida para todos, buena salud para los niños, que haya paz entre nosotros y que acabe el aborto. Con suavidad, Jesús respondió: Amigo, aquí no vendemos productos acabados, solo semillas. Debes plantarlas y regarlas. Yo me ocuparé de lo demás.
¿Estoy perdiendo llamadas de Dios? Él nos llama cuando estamos en medio del dolor o de la felicidad, en soledad o entre cientos de personas. Dios nos llama muchas veces al día, y muchas veces perdemos esas llamadas porque las ignoramos, intencionadamente o sin intención. A veces sucede que estamos sordos a esa llamada, pero otras veces intentamos ignorarla.
San Pedro nos enseña hoy que necesitamos dos virtudes para liberarnos de nuestra sordera. La primera es la honestidad. Mientras sigamos negando y racionalizando, nunca podremos escuchar. La segunda es la humildad. Mientras seamos arrogantes y orgullosos, nunca podremos aceptar quiénes somos realmente y la situación patética en la que nos encontramos. ¿Por qué Pedro se llamó a sí mismo “hombre pecador”, si no es por el hecho de que era demasiado presuntuoso en su conocimiento? De hecho, llegó a la conclusión de que el conocimiento humano por sí solo no puede comprender el misterio de la vida: Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría humana, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza humana (1 Co 1:25).
Hoy, Dios nos llama a seguirlo con la misma certeza con que Cristo llamó a Pedro, Santiago, Juan o Pablo. Su llamada es más que una invitación. Su llamada a lo largo de la historia es un mandato; a veces sutil y suave y otras violento.
Dediquemos nuestros esfuerzos a ser conscientes de sus preocupaciones, de su aflicción. La respuesta a este estado de oración es un nuevo nivel de conciencia filial que está más en sintonía con el amor eterno de Dios: somos herederos, se nos confía una misión siempre nueva. San Francisco de Asís escuchó la voz de Dios cuando el Señor le habló en un crucifijo de madera. Francisco escuchó las palabras de Jesús: Francisco, ves que mi casa se está cayendo; Ve a repararla para mí. Y Francisco respondió simplemente: Con gusto, Señor. Como de costumbre, se trataba de una emergencia.
3. Dios nos llama cuando estamos bien y cuando estamos mal. Luego, nos arrastra. Dios a menudo nos llama cuando estamos haciendo mandados, haciendo las tareas mundanas de la vida, cuando estamos en medio de nuestra rutina diaria. Cuando menos lo esperamos, nos propone una nueva misión.
Quizás ya estemos realmente trabajando para Él y para su pueblo. Sin embargo, a pesar de tanto esfuerzo y tiempo invertido, sólo experimentamos oposición, fracasos, disgustos y desengaños… y Él nos llama para una nueva misión… o para cambiar la forma en que llevamos a cabo nuestra antigua y habitual misión: ¡Lanza las redes de nuevo!
Otras veces, Dios nos llama cuando estamos en medio de nuestros éxitos académicos, profesionales, artísticos, emocionales y mundanos.
También nos llama cuando estamos cansados y agotados y no nos sentimos capacitados. Nos llama entonces, y nos dice que no temamos. Y luego llena las redes de nuestras vidas con pescados más que suficientes para recordarnos que nos dará más de lo que necesitamos si confiamos en él y seguimos su llamado. Puede que no sea fácil seguir a Jesús. Puede que no sea donde pensábamos ir. Es posible que no siempre tengamos confianza en nuestras habilidades. Pero es mucho más difícil caminar sin oír esa llamada.
Nos llama cuando somos pecadores. Y aún más: Lo que quiere es nuestra ayuda para construir el Reino. Mateo estaba recaudando impuestos para los romanos, la odiada potencia invasora. Muchos considerarían a Mateo como un traidor a su propia gente. Pero Jesús lo llama, no sólo para arrepentirse, sino para convertirse en un apóstol. Cristo no espera a que seamos perfectos para llamarnos a una misión.
Dios nos llama cuando estamos dormidos. Jesús llamó a Pedro cuando se quedó dormido en el huerto de Getsemaní y Pablo fue llamado a Damasco mientras estaba internamente dormido. Cuando nos despertemos a este llamado, nos daremos cuenta que es para despertar nuestra naturaleza sacerdotal.
Dios siempre bendice nuestros esfuerzos para responderle. A veces es la bendición de tomar la mano de una persona enferma. y algunas veces es la bendición de compartir la tristeza y el dolor de otra persona. Esas bendiciones son realmente tan grandes como la barca de un pescador rebosante de peces. La mayoría de las veces solo reconocemos algunas bendiciones “en retrospectiva”. Son gracias, privilegios, a veces bañados en lágrimas… pero siempre están ahí.
El Eclesiastés dice: Cualquier cosa que tu mano pueda hacer, hazlo con todas tus fuerzas (9:10). ¿Por qué debería Dios mostrarme su voluntad para el futuro si no estoy haciendo su voluntad en el presente?
Estamos inclinados a pensar que nuestras vidas giran en torno a grandes momentos. Pero, en los grandes momentos, a menudo estamos desprevenidos, y están envueltos providencialmente por Dios en lo que otros pueden considerar algo muy pequeño.
Por favor, disfrute del testimonio de un ex-taxista:
El viaje en taxi que nunca olvidaré. Una vez, llegué a medianoche a recoger un pasajero a un edificio que estaba del todo oscuro, excepto una luz en la ventana de la planta baja. Este pasajero podría ser alguien que necesite mi ayuda, pensé. Así que me acerqué a la puerta y llamé. “Aguarde un minuto”, respondió una voz frágil de anciana. Después de una larga pausa, la puerta se abrió. Una pequeña mujer de unos 80 años estaba delante de mí. Llevaba un vestido estampado y un sombrero con un velo, como si fuera alguien de una película de los años cuarenta. A su lado había una pequeña maleta. El apartamento parecía como si nadie hubiera vivido en él durante años. Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas. “¿Podría llevar mi bolso al carro?” dijo. Llevé la maleta al taxi y luego regresé para ayudarla. Me tomó del brazo y caminamos lentamente hacia el taxi. Ella me seguía agradeciendo mi amabilidad. “Oh, eres un buen chico”, dijo. Cuando llegamos al taxi, me dio una dirección y luego me preguntó: “¿Podrías conducir por el centro?” “No es el camino más corto”, respondí rápidamente. “Oh, no me importa”, dijo ella. “No tengo ninguna prisa. Voy de camino a un asilo”. Miré por el espejo retrovisor. Sus ojos brillaban. “No me queda familia”, continuó. “El doctor dice que tampoco me queda mucho tiempo”. Me incliné en silencio y apagué el taxímetro.
Durante las dos horas siguientes, recorrimos la ciudad. Ella me mostró el edificio donde hace tiempo había trabajado como ascensorista. Manejamos por el vecindario donde ella y su esposo habían vivido cuando eran recién casados. A veces me pedía que me detuviera frente a un edificio o esquina en particular y se quedaba mirando la oscuridad sin decir nada. Cuando la luz de sol anaranjada comenzaba a aparecer en el horizonte, de repente dijo: “Estoy cansada. Vamos ya”. Nos dirigimos en silencio hacia la dirección que me había dado. Era un edificio bajo, como una pequeña casa de reposo, con una entrada que pasaba por debajo de un pórtico.
Dos enfermeras se acercaron al taxi en cuanto nos detuvimos. Solícitas y atentas, cuidaban cada movimiento. Debían haberla estado esperando. Abrí el maletero y llevé la maleta pequeña a la puerta. La mujer ya estaba sentada en una silla de ruedas. “¿Cuánto te debo?” preguntó, metiendo la mano en su bolso. “Nada”, le dije. “Tienes que ganarte la vida”, respondió. “Hay otros pasajeros”. Casi sin pensarlo, me incliné y le di un abrazo. Ella me abrazó con fuerza. “Le diste un momento de alegría a una anciana”, dijo. “Gracias.” Apreté su mano, luego caminé hacia la tenue luz de la mañana. Detrás de mí, una puerta se cerró. Fue como el sonido de la clausura de una vida.
No recogí más pasajeros en mi turno. Conduje sin rumbo, perdido en mis pensamientos. En el resto de ese día, apenas podía hablar. ¿Qué hubiera pasado si esa mujer hubiese encontrado un conductor malhumorado, o uno que estaba impaciente por terminar su turno? ¿Qué hubiera pasado si me hubiera negado a llevarla, o hubiera tocado la bocina sólo una vez, y luego me hubiese alejado? En una rápida ojeada, no creo que haya hecho nada más importante en mi vida.