Por el p. Luis Casasús, Superior General de los misioneros Identes.
Paris, 25 de Noviembre, 2018
Solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo
Libro de Daniel 7,13-14; Apocalipsis 1,5-8; Juan 18,33b-37.
- Todo ser humano desea admirar, alabar y ser parte de algo más grande que él mismo. Podemos ver continuamente la evidencia de ello en el comportamiento de las personas. En muchos contextos, se observa el ansia de adherirse a una doctrina, una teoría, una causa, un club o un grupo político para sentirse parte de algo importante. Esta es la razón por la cual el pueblo de Israel no pudo esperar 40 días a que Moisés regresara de la montaña con las Tablas de la Ley y construyó un becerro de oro. Por eso también construimos todo tipo de ídolos con ideas, actividades, personas, opiniones o preferencias… y les obedecemos.
Quizás la primera razón por la que deberíamos estar agradecidos a esta manifestación de Cristo como Rey es que nos podemos liberar de las miríadas de ídolos que construimos, adoramos y obedecemos.
Nuestro corazón es una fábrica de ídolos, porque los seres humanos somos adoradores. Los seres humanos somos amantes. Hemos creados en el amor y para amar. Y la expresión más alta y profunda de dar amor es la adoración. En una ocasión, ante la vieja y clásica pregunta de un niño a su padre, ¿Tengo que ir a la iglesia? El padre respondió sabiamente: No, tienes que ir a la iglesia. Pero tienes que adorar. O si no, morirás. En parte, este comportamiento humano se explica por el deseo de estar con los demás y en comunidad, pero también entraña el deseo de adorar, de alabar algo o alguien.
En nuestro afán de adorar, podemos hacer una elección poco adecuada y, por ello, desperdiciar nuestra capacidad de adorar con algo poco valioso y efímero. Prestamos sólo atención a lo que necesitamos en ese momento y puede que no sea duradero; así alimentamos el miedo a que no haya un Dios capaz de dar sentido a nuestra vida.
Durante la Pasión de Cristo, quienes lo miraban con la lógica de este mundo no lo veían como un rey, no percibían la realeza de Jesús. Los gobernantes, los soldados y uno de los criminales crucificados junto con él, no vieron quién era Jesús realmente. Miraban sin ver.
Sin embargo, hubo un hombre que vio lo que pocos vieron. Dimas, un delincuente crucificado por sus crímenes, entendió. Era un criminal. Sin embargo, tenía un corazón sencillo. Eso fue lo que lo salvó. Vio la infinita dignidad imperial en un hombre clavado en la cruz. En un hombre indefenso, vio el amor de Dios por la humanidad. En Cristo crucificado, Dimas encontró el amor de Dios que le llevó al cielo: Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso (Lc 23:43). Abrió su corazón a la aspiración más profunda de todo ser humano: la verdadera vida eterna.
Pero, sobre todo, María fue coronada como Reina del Cielo y la Tierra porque siguió totalmente a su hijo y reconoció que Su reino era real, gozoso y eterno. A Ella pedimos su intercesión para obtener la gracia de reconocer a Cristo como nuestro Rey.
- En el Padre Nuestro, pedimos no sólo la venida de un Rey, sino también su Reino. Esto va más allá de nuestra necesidad personal de un Rey verdadero y misericordioso. La cruda realidad es que generalmente el miedo gobierna nuestras relaciones y eso lleva a malentendidos, desconfianza y agendas ocultas. Vivimos en constante terror de perder nuestro poder. De hecho, tememos que parezca que perdemos poder, porque en el mundo la apariencia de poder (la fama), es poder. El miedo rige nuestras relaciones y, por lo tanto, la ocultación parece algo perfectamente razonable. La siguiente historia ofrece una alegoría de esta condición dolorosa.
Un niño y su hermanita fueron a visitar a sus abuelos en el campo. El niño tenía un tirachinas y practicaba con él en el campo, pero nunca lograba dar en el blanco. Cuando regresó al patio trasero de casa de su abuela, vio allí un patito. Apuntó y disparó una piedra. La piedra golpeó el pato y cayó muerto. El niño fue presa del pánico. Desesperadamente, escondió el pato muerto en el establo, y al levantar la cabeza vio a su hermana que le observaba. Su hermana Sara lo había visto todo, pero no dijo nada.
Ese día, después de comer, la abuela dijo: Sara, vamos a lavar la vajilla. Pero Sara respondió: Juan me dijo que quería lavar los platos hoy. ¿No es así, Juan? Y le susurró: ¿Te acuerdas del pato? Así que Juan tuvo que lavar los platos.
Más tarde, el abuelo decidió llevar a los dos niños a pescar. La abuela dijo: Lo siento, pero necesito que Sara me ayude a preparar la cena. Sara sonrió y dijo: Oh, Juan dijo que quería hacerlo. Una vez más, Sara susurró: ¿Recuerdas el pato? Juan se quedó y Sara fue a pescar.
Después de un par de días de hacer todas las tareas, Juan se sintió desesperado y no pudo soportarlo más. Entonces le confesó a la abuela que había matado a su patito. La abuela acarició su rostro en sus manos y dijo: Lo sé, Juan. Estaba de pie junto a la ventana y vi todo. Allí mismo te perdoné porque te quiero. Me preguntaba cuánto tiempo ibas a esconder la verdad y dejar que Sara hiciera de ti un esclavo.
Sí, escondemos la verdad, nos convertimos en esclavos del pecado y el miedo y terminamos viviendo una tragedia. Pero Cristo, nuestro Rey, nos invita a escuchar su voz y estar del lado de la verdad, y la verdad nos hará libres. Este es precisamente el mensaje de la Segunda Lectura: Él nos amó y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre, e hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre. ¡A él sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos!
¿Por qué usamos los términos “caridad” y “vinculum” como sinónimos? Porque el único vínculo (unión) posible con nuestros semejantes se alcanza cuando somos capaces de amar a nuestro prójimo.
Eso es el reino de Dios. Eso es el cielo. El gozo espiritual completo se encuentra cuando nos damos cuenta de todo nuestro potencial en Dios, cuando nos llenamos de Su bondad y, por lo tanto, vivimos en perfecta unión con nosotros mismos, con los demás y con Dios. Por supuesto, esto no es posible fuera de Dios sino en unión con Él. Esto no es fe, sino un hecho universal, experiencial. La Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Vaticano II llamó a la Eucaristía vinculum caritatis, vínculo de caridad. Este vínculo de amor nos revela unos a otros como hermanos y hermanas en Cristo, estableciendo la base de nuestra unidad y comunión unos con otros y con Cristo.
- Esto explica las sorprendentes palabras de Jesús en el Evangelio de hoy: Tú dices que soy rey. Para esto nací y para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad. ¿Qué tiene que ver ser un rey con testimoniar la verdad?
Jesús nos quiere mostrar que nuestra unidad es un don de Dios. La unidad no es una creación humana por medio de nuestros esfuerzos, buenas obras e intenciones. Fundamentalmente, Jesucristo crea esa unidad a través de Su muerte y resurrección. A quienes acogen el reino de Cristo, a quienes están dispuestos a amar incondicionalmente, Jesús dice: Conocerán la verdad y la verdad les hará libres (Jn 8, 32). y Yo soy la verdad (Jn 14: 6). Esta libertad celestial, que hace posible nuestra unidad, es la verdadera ley de nuestra naturaleza, la regla de su reino.
En muchos contextos, incluida la vida religiosa, el camino de la unidad es el más difícil. En ciertos momentos podemos buscar consuelo con la separación. Podemos sentirnos seguros y sin amenazas. Unirnos con otro, o con otros puede hacernos pensar que vamos perder algo indispensable para nosotros. Más aún, odiamos lo que antes fue amado. Esa es la ley en todos los reinos, sociedades y grupos mundanos, cuando nos reunimos por intereses, incluso por intereses compartidos. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ricos y pobres, educados e ignorantes, los rápidos y los lentos… se separarán, tarde o temprano, de muchas formas diferentes.
Su amor es el vínculo que engendra la unidad. Esta unidad es el testimonio más poderoso para dar a conocer a Dios en nuestro mundo. Y esta es la razón por la que intentar cumplir la misión yendo cada uno por su lado, es contrario a la naturaleza de la Iglesia.
Cada parte del cuerpo físico obedece fielmente los mandatos que vienen de la cabeza y así, trabaja en perfecta armonía con los otros miembros del cuerpo, a pesar de la diversidad. De manera similar, cuando permitimos que Dios se haga cargo de nuestras vidas, hay armonía en todas nuestras comunidades, como resultado de que todos los miembros desean agradar a Dios. Cuanto más estrecha sea nuestra unión con Cristo, más estrecha será la unión entre nosotros.
La unidad entre Cristo y sus discípulos no destruye la personalidad de ninguno de los ellos. Al participar del Espíritu de Dios, conforme a la ley de Dios, el hombre se convierte en partícipe de la naturaleza divina. Cristo lleva a sus discípulos a una unión viva con Él mismo y con el Padre a través de la obra del Espíritu Santo sobre nuestras almas. El discípulo halla su plenitud en Cristo y con los demás. Esa unidad es la prueba más convincente para el mundo de la majestad de Cristo y de su poder para quitar el pecado.
Del mismo modo que un niño puede conocer verdaderamente el carácter de su madre amada, y así como los elementos más profundos de ese carácter, la ternura de su amor maternal, no se pueden demostrar mediante un argumento, sino que sólo pueden aprenderse por experiencia, asimismo el amante y fiel discípulo de Cristo puede contemplar el corazón de Su Reino, y sentir, vivir, experimentar, descubrir con ese “esprit de finesse” del que habla Pascal, es decir, con la intuición integral y profunda de su alma, los dones que hemos recibido y en última instancia, el plan de Dios para nosotros: llegar a ser cada vez más como Él, para estar plenamente con él. Esto es, en pocas palabras, el objetivo de la Unión Mística, Transfigurativa y Tranververativa.
Una reflexión final sobre el Reino de Dios y los reinos de este mundo. Cuando los líderes como Pilato carecen de sabiduría espiritual y no tienen bases para sus políticas, son dirigidos por la gente en lugar de ser sus guías, buscan ser pragmáticos, ganancias a corto plazo, pero no ven las implicaciones a largo plazo de las medidas. que implementan.
La solemnidad de Cristo Rey fue instituida por el Papa Pío XII durante una época (1925) en la que el respeto por Cristo y la Iglesia disminuía, cuando más se necesitaba esa celebración. El Papa observó que muchas personas estaban dejando de lado a Jesucristo en su vida. Y recordó a la humanidad que no podemos hacer nada sin Cristo. Sólo en la restauración del imperio de nuestro Señor Jesucristo, pueden reinar la verdadera justicia, la paz, la verdad y el amor… al menos en medio de nuestras comunidades.
Para Pilato, la verdad también era relativa y hoy día ese problema ha empeorado. El individualismo ha llegado a tal extremo que, para muchos, la única autoridad es el yo individual. Algunos incluso rechazan los títulos de “señor” y “rey” de Cristo porque creen que tales títulos están tomados de sistemas de gobierno opresivos. Pero, esas personas no entienden lo importante: el reinado de Cristo es de humildad y servicio.
La Nueva Evangelización nos invita a reflexionar sobre el apostolado en sociedades que son multiculturales, multireligiosas, gobernadas por un gobierno secular. El apóstol de hoy está llamado a impregnar al mundo con los valores del evangelio en los dominios de la cultura, la economía, los medios de comunicación, la familia o la educación.
En Deus Caritas Est, el Papa Benedicto XVI dice:
En este punto se sitúa la doctrina social católica: no pretende otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco quiere imponer a los que no comparten la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento. Desea simplemente contribuir a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda para que lo que es justo, aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto también en práctica.
La doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural, es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano. Y sabe que no es tarea de la Iglesia el que ella misma haga valer políticamente esta doctrina: quiere servir a la formación de las conciencias en la política y contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella, aun cuando esto estuviera en contraste con situaciones de intereses personales.