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Vive y transmite el Evangelio

¡Ánimo, levántate! Él te llama!

By 28 octubre, 2018No Comments
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Por el p. Luis Casasús, Superior General de los misioneros Identes,
Paris, 28 de Octubre, 2018,  XXX Domingo del Tiempo Ordinario. 
(Jeremías 31,7-9; Carta a los Hebreos 5,1-6; Marcos 10,46-52).

Cada vez que pienso en los puntos de nuestro Examen Místico … tengo la impresión de que es insuficiente llamarlos puntos. Componen una imagen completa de nuestra relación con las personas divinas. Mirando hoy la figura de Bartimeo, podemos entender lo que nuestro Fundador y todos los místicos llaman Aspiración.

Nada se sabe sobre la vida de este ciego; probablemente había sido invidente durante muchos años desde que era joven, o durante toda su vida. Pero lo importante es que se dio cuenta de que algo (o, mejor dicho, alguien) le estaba atrayendo. Y fue dócil a ese empuje dinámico que hay tras nuestra intención de alcanzar lo absoluto. Esto es aspiración, inhalar el amor y avanzar por el camino que ese amor abre en nosotros.

En palabras sencillas, la aspiración más profunda del corazón humano es el deseo de amar y ser amado. El hombre ha sido creado por amor y para el amor y sólo en el amor puede crecer y dar fruto.

Permítanme usar una metáfora muy pobre: cuando alguien se da cuenta que está seriamente enamorado de una persona (no hablamos de un capricho) y que se trata de un sentimiento mutuo, experimenta una euforia, un arrebato, una alegría desencadenada que le anuncia: Todo lo que hagas en tu vida, toda tu existencia, girará en torno a este amor. Este sentimiento puede ser ahogado o alimentado, puedo ser consistente o incoherente con él, pero nunca olvidaré ese momento y esa experiencia me enseñará mucho mí. Es más que un deseo o un anhelo. Lo importante aquí es que este sentimiento no depende solo de mí, de mi corazón; está moldeado por otra persona.

Cuando Bartimeo escucha el alboroto a su alrededor, es fiel y consistente con este impulso o aspiración, más profundo que el mero conocimiento o el deseo. Sus defectos, su debilidad y la oposición de la gente son incapaces de detener ese impulso sobrenatural que le invade.

La gente que conocía a Bartimeo ciertamente podía darle dinero, comida o ropa, pero nuestro Padre Celestial quiere cambiarnos de adentro hacia afuera, quiere tocar la raíz, no las ramas de nuestras vidas; nos quiere dar la vista, no un par de lentes.

De hecho, esta aspiración es más que una vocación o una invitación. Ser aspirado es algo realmente violento, como la succión de un tornado o la fuerza de un potente remolino de agua. Esto es lo que le sucedió a Bartimeo, lo que lo obligó a saltar, a abandonar su manto y a correr detrás de Cristo.

Cuando llegamos a un punto crítico de nuestra vida, puede que nos demos cuenta de que necesitamos desesperadamente a Dios. Hemos sido testigos de cómo la impotencia experimentada por los moribundos y las personas cercanas a ellos se convierten en una oportunidad para crecer en la fe y la esperanza. Si bien la certeza de la muerte puede suponer un sufrimiento intenso, si una persona moribunda se aferra a Dios, lo que parecía sin sentido adquiere significado y valor.

Hemos de estar atentos, porque el verse inmerso en esta aspiración puede suceder en momentos muy difíciles, como ocurre con las Bienaventuranzas. Estas constituyen un desafío y, a primera vista, pueden resultar desalentadoras. Pero lo cierto es que Cristo nos llama a aspirar a ellas. Experimentamos esta aspiración cuando sorprendentemente, nos encontramos enfocados sólo en nuestra misión y no estamos tentados ni distraídos por los obstáculos del mundo o por nuestra propia debilidad e ignorancia. Es un verdadero y profundo cambio de identidad; como aconsejan los psicólogos: No te identifiques con lo que sabes, sino con la forma en que creces.

De hecho, esto es lo que dice San Juan de la Cruz en su Cántico Espiritual:

Y esta tal aspiración de el Espíritu Santo en el alma con que Dios la transforma en sí le es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay decirlo por lengua mortal

María, Nuestra Madre, en su Magnificat, hace una descripción poética de estos poderosos momentos de aspiración, cuando nuestra visión de la vida cambia radicalmente:

Ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava,

y por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada,

porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí.

Y ese es también el mensaje de seguridad y confianza en la Primera Lectura: Los conduciré a los torrentes de agua por un camino llano, donde ellos no tropezarán. En nuestro Trisagio, expresamos la “bipolaridad” de nuestra aspiración diciendo: Ruega por nosotros pecadores, para que seamos santos. Colaboramos con la gracia de Dios al reconocer nuestras tentaciones, nuestras distracciones, nuestras dudas y al permitir que Cristo ore por nosotros, con nosotros y en nosotros. Nuestra aspiración tiene asociado un consuelo profundo: que no hay nada en nuestras vidas que Dios no pueda usar como un medio de salvación; somos perdonados y amados incondicionalmente.

La cumbre de la aspiración divina la expresó el Hijo de Dios: Padre, que se haga tu Voluntad.

Es importante insistir en el papel principal del Espíritu Santo; de lo contrario, ante las pruebas, los malentendidos o la oposición, incluso si hemos tenido un encuentro íntimo con Dios, nos desilusionamos y nos desanimamos. Esto se destaca en la Segunda Lectura: Y nadie se arroga esta dignidad, si no es llamado por Dios como lo fue Aarón.
Por eso, Cristo no se atribuyó a sí mismo la gloria de ser Sumo Sacerdote, sino que la recibió de aquel que le dijo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy.

Es Cristo quien nos llama y también es el Espíritu Santo quien determina los momentos en que nuestras miserias y dudas quedan abandonados en nuestro viejo manto… para poder comenzar a correr detrás de Jesús.

Bartimeo tuvo visión no sólo para reconocer su ceguera física, sino también la profunda necesidad de Dios en su vida, porque Cristo, al compartir nuestra naturaleza humana, tiene una honda comprensión de nuestras necesidades. He aquí una anécdota entrañable:

El Papa San Juan Pablo II cayó enfermo entre dos de sus viajes pastorales. Los médicos le ordenaron que descansara en la cama, pero insistió en que Dios le había confiado la misión de llevar a los fieles del mundo a una unión más estrecha con Dios. Cuando decidió levantarse y reanudar sus viajes, lo que muchos juzgaron demasiado precipitado, una de las hermanas enfermeras encargadas de su atención médica insistió que debía dejar por ahora esa misión y volver a descansar; le manifestó su preocupación diciendo: Estoy preocupada por Su Santidad; a lo que él respondió: Yo también estoy preocupado por mi santidad.

Por supuesto, San Juan Pablo II no estaba haciendo un juego de palabras. No sé cómo terminó el diálogo, pero lo importante aquí es que las posibles debilidades personales del Santo Papa se hicieron secundarias, casi irrelevantes al lado del llamado divino. Y esta es una característica esencial de la aspiración.

Bartimeo era un mendigo de profesión, conocía su territorio, las mejores ubicaciones, el enfoque más atractivo, la manera de ganarse el favor en lugar de ser reprendido, la forma de ser visible sin ser desagradable. Él era un experto; así que supo acercarse a Cristo: Ten piedad de mí. Es decir: Necesito ayuda. Primero llamó la atención de Cristo pidiéndole su misericordia. Y luego sólo pidió lo que reconocía como lo más importante: la vista. Tenía muchos otros problemas, como nosotros. Pero sabía que, si Dios podía tocar el centro de su vida, esa liberación llevaría a todas las demás.

Hay más que podemos aprender de la historia de Bartimeo:

* Realmente quería llamar la atención de Cristo y gritó aún más fuerte: ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí! Recordemos: Cristo nos dice que no dejemos de pedir. Todos somos mendigos. El joven rico no era consciente de su pobreza radical; no tenemos nada que sea realmente nuestro.

* Si abrimos los ojos suficientemente, nos damos cuenta que Dios ha enviado personas a nuestras vidas para animarnos: ¡Ánimo, levántate, te está llamando! Él también nos está diciendo estas palabras a través de nuestros amigos, o cuando leemos la Palabra de Dios.

* ¡Llámenlo! dice Cristo. Podríamos reflexionar hoy sobre las personas que directa o indirectamente han traído a Cristo a nuestra vida: padres, familiares, amigos, maestros, libros, conversaciones, … De igual modo, hay personas que esperan escuchar el llamado de Jesús a través de nosotros. Es a través de otros como somos llamados constantemente. Demos gracias por sus vidas.

* Al final de la narración, vemos a Bartimeo siguiendo a Jesús en su camino, el Camino. Fue llamado a hacer de su vida un sacrificio vivo por los demás: Por tanto, hermanos, les ruego por las misericordias de Dios que presenten sus cuerpos como sacrificio vivo y santo, agradable a Dios, que es el culto racional de ustedes (Rom 12: 1). ¿Somos capaces de compartir con otros lo que nuestro Padre ha hecho por nosotros? La proclamación de la Buena Nueva no se reduce a doctrinas y rituales, sino a unas buenas noticias que, quienes la reciben quedan liberados y sanados.

Consejos para aprovechar al máximo la Santa Misa

  1. La invitación a la Comunión. Al ver a Jesús caminando, San Juan Bautista lo señala a sus propios discípulos: Éste es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo. El decir éste es, tiene aquí un sentido de mirar, de prestar atención, de fijarse bien.

Dichosos los invitados a la cena del Señor: La Última Cena, la Cena del Señor y la Cena del Cordero.

-La Última Cena es la que Cristo compartió con sus discípulos la noche antes de morir. Durante ella nos dio la Eucaristía y la Santísimo Sacramento, encomendándonos celebrarlo en su memoria.

-La Cena del Señor es otro nombre que puede usarse para la Última Cena. También puede ser usado como un nombre de la misa en sí. Cuando cumplimos su mandato, nos hacemos presentes en su obra de salvación. Al recordar las palabras que dijo Jesús en esa Cena, compartimos la ofrenda de la vida de Jesús en la Cruz, su sacrificio, y nos unimos a su resurrección y gloriosa ascensión.

-La Cena del Cordero proviene del libro de Apocalipsis (19, 9), donde habla de una cena matrimonial. Esa fiesta o cena de matrimonio se menciona en algunas de las parábolas de Jesús sobre el reino de los cielos. Es la gran fiesta de celebración en el cielo, es el don del mismo cielo.

-Señor, no soy digno. Cuando el centurión confesó a Jesús que no era digno de recibirlo bajo su techo – en su casa – no era porque las cosas estuvieran un poco desordenadas o que se necesitara un poco de pintura. Él reconoció su propia indignidad de recibir la visita del Señor para curar a su siervo enfermo (ver Mateo Capítulo 8).

En la Edad Media, cuando el sacerdote llevaba la Sagrada Comunión a una casa, se daba la bienvenida a Cristo en el hogar, repitiendo las mismas palabras del centurión. No se disculpaban por la falta de pintura o los muebles rotos. Admitían su indignidad de que el Señor entrara bajo su techo, y mucho menos en el hogar de sus corazones. Admitían que no merecían un huésped tan bueno, aunque reconocían que lo necesitaban y lo recibían con mucho gusto. De forma natural, se incluyó esta frase en la misa para todos nosotros.

Al repetir las palabras del centurión sobre mi indignidad de recibir a Jesús, no sólo pido perdón, sino curación. Admito que soy un pecador que necesita el toque sanante de Jesús para transformar mi vida. Al recibirlo en la Comunión, admito mi debilidad y mi necesidad de este alimento medicinal.

-En mi casa. Esto puede ayudarme a pensar en cómo Jesús hace su hogar en mí, como debo hacer el mío en él. Debo darle la bienvenida, escucharlo y esperarle como hicieron Marta y María cuando recibieron a Cristo bajo su techo. Me puede llevar a pensar en cómo llevo a Cristo conmigo cuando salgo de Misa, en mi corazón, al corazón de mi hogar. Él debe ser ese invitado silencioso e invisible bajo mi techo. Lo he recibido en la Sagrada Comunión y debo ser consciente de que Él camina conmigo en mi vida diaria.