Evangelio según San Lucas 18,9-14
En aquel tiempo, a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús les dijo esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano.
»El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias’.
»En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado».
Señor, desde lo más hondo a ti clamo (Salmo 130)
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 26 de Octubre, 2025 | XXX Domingo del Tiempo Ordinario
Eclo 35: 12-14.16-18; 2Tim 4: 6-8.16-18; Lc 18: 9-14
La parábola del fariseo y el publicano orando en el Templo es provocadora. Y Cristo utiliza también una comparación provocadora, delicada, porque se trata de un odiado cobrador de impuestos que se declara pecador y de un fariseo pretencioso, que sólo habla de alguna de sus indudables buenas acciones.
Debemos poner atención a lo que el Maestro nos quiere enseñar, que NO es que el fariseo sea mentiroso y perverso y el publicano bueno y honesto. Lo que nos enseña es que el publicano bajó a su casa justificado. Esto significa que abrió su corazón a la gracia. No sabemos si ese publicano aceptaría la gracia recibida, daría valor al perdón que Dios le acababa de dar…o siguió igual que antes, engañando, explotando sin piedad a los más pobres, a los huérfanos y a las viudas.
Lo importante es que, en ese momento, como dice San Juan Crisóstomo, recibió de Dios la absolución interior, que es una transformación invisible del alma. El secreto para conseguir esto es realizar el esfuerzo que nos pide el Salmo 130: Desde lo más hondo a ti clamo, Señor. Nuestra oración, nuestra mirada al cielo ha de ser reconociendo cómo soy, sin dejar de admitir mi flaqueza y mis continuos pecados.
Una historia nos ayudará a fijar esta idea.
Dicen que un hombre fue al médico una mañana gris de invierno. Había esperado mucho tiempo para ir; no por falta de dolor, sino por exceso de costumbre. Llevaba años sintiéndose mal, pero había aprendido a convivir con su malestar como con una vieja sombra que uno ya no percibe.
Cuando el médico le preguntó qué le dolía, el hombre habló con detalle de su tos, de su cansancio, de un insomnio que lo visitaba como un ladrón cada noche. El médico lo escuchaba, inclinando apenas la cabeza.
Al cabo de un rato, el silencio se hizo más largo que la conversación. Entonces el médico le preguntó, suavemente: ¿Eso es todo?
El hombre vaciló. Había una punzada, un dolor hondo que llevaba años callando; pero lo había convertido en un secreto, y los secretos pesan más cuando se los pronuncia.
Bueno… -dijo al fin- A veces siento una presión aquí -y se tocó el pecho-, pero me pasa.
El médico lo miró con una mezcla de compasión y gravedad: Eso que dice que “le pasa”, es lo que no debería pasarle. Lo demás es ruido. El corazón no avisa muchas veces. Y cuando calla del todo, es porque ya no hay nada que decir.
El hombre bajó la vista. Por primera vez comprendió que no había ido al médico a curarse, sino a distraer su miedo. Pagó la consulta, se puso el abrigo y salió a la calle. El viento era frío, pero dentro de él algo se había encendido: el conocimiento repentino de su herida, y la sospecha -aún lejana, aún tímida- de que tal vez reconocerla era el comienzo de la curación.
—ooOoo—
Nos resulta fácil orar superficialmente, no “desde lo hondo”, porque estamos inclinados a sentirnos víctimas y pretender con ello ocultar nuestra culpa: Me pusieron en una situación extrema y exploté con palabras fuertes… pero es verdad que no golpeé a nadie.
Sin embargo, como dijo Juan Pablo II: El publicano no se justifica a sí mismo; deja que Dios lo justifique. Ésa es la esencia de toda oración: dejar a Dios ser Dios, abrirle el corazón con humildad y confianza (21 SEPT 1983).
El fariseo no ora, realmente; habla consigo mismo. Su ‘yo’ ocupa el lugar de Dios. Es más, busca exponer sus méritos ante Dios, sometiéndose a su Instinto de felicidad, que le dice: Ese ayuno, esa limosna que tú das, son más que suficientes, son agradables a Dios, quien probablemente no tiene que pedirte nada más.
Algo esencial que nos dice Jesús es que el fariseo no sólo se equivocaba en su forma de dirigirse a Dios, sino también se compara con los demás, los rapaces, injustos, adúlteros…o “ese publicano”. Esa tendencia a buscar consuelo comparándonos con los otros, especialmente cuando lo hacemos desde el desprecio. revela una forma de defensa que, aunque parece dar un amargo alivio momentáneo, nos aleja de la verdad y del amor.
Notemos cómo el texto evangélico dice que los destinatarios de la parábola son algunos que se consideran justos y desprecian a los demás.
Detrás de ese impulso tan frecuente, hay al menos tres realidades:
Una mal disimulada inseguridad: Cuando no estamos en paz con nosotros mismos, intentar mirar a los demás “hacia abajo” nos da una falsa sensación de superioridad. Existe también un orgullo herido (aumentado por el sentimiento de víctima antes mencionado); por eso proyectamos juicios sobre otros para no sentirnos tan vulnerables; buscamos protegernos de manera torpe, guiados meramente por un instinto.
Y, lo peor, nos ciega la falta de compasión, olvidando que cada persona tiene su historia, su lucha y su contexto.
Todo esto crea una barrera entre Dios y mi persona. Además, me aleja del prójimo; recordemos que el significado original de la palabra “fariseo” es separado o apartado.
¿Cómo podemos salir de esta trampa?
* En primer lugar, aprendiendo a mirar con misericordia: En vez de desprecio, cultivar la mirada que busca comprender. En nuestro caso, como cristianos, es más fácil aún; sabemos que el prójimo es alguien que ya ha sido perdonado por Dios, que el Espíritu Santo está obrando en su corazón y que su destino final es pasar una eternidad juntos a Dios Padre.
* Además, hemos de reconocer nuestra fragilidad, pues la humildad no nos rebaja, sino que nos libera. El que disimula o miente, está sometido a una tensión y un esfuerzo permanentes, mentir o disimular constantemente somete a la persona a una tensión psicológica y emocional sostenida que trae consigo un desgaste mental y una incapacidad para establecer relaciones con quien nos rodea. Desde luego, deteriora nuestra sensibilidad para acoger todo lo que las Personas Divinas nos manifiestan continuamente.
* Y, finalmente, buscar consuelo en la verdad: El consuelo más profundo viene de sabernos amados por Dios, no de imaginar que somos mejores que otros.
El publicano se golpeaba el pecho, lo cual es un gesto religioso que representa golpearse el corazón, sede de todos los pecados. También nosotros lo hacemos en la Santa Misa, como una declaración pública más de que estamos lejos de ser perfectos.
—ooOoo—
La Primera Lectura nos transmite igualmente el valor de la oración humilde, que “sube hasta las nubes”. Pero, recordemos también el episodio que se relata en 1 Samuel 1:9–20. Ana, estéril y humillada por Peniná, se presenta ante Dios con el corazón roto. Peniná era otra de las esposas de Elcaná, la que podía tener hijos. Le gustaba exhibirse como madre ante la otra esposa, Ana, que era estéril. En su oración, no pronuncia palabras audibles, solo mueve los labios, y el sacerdote Elí la juzga erróneamente como si estuviera ebria.
Ana le respondió:
No es eso, señor; es que soy una mujer desgraciada, pero no he bebido vino ni alcohol; sólo desahogaba mis penas ante el Señor. No me tomes por una desvergonzada; si me he excedido al hablar, lo he hecho abrumada por mi dolor y mi desgracia.
Elí le dijo:
Vete en paz y que el Dios de Israel te conceda la gracia que le has pedido.
Y, después de esta conmovedora escena, Dios escucha su oración silenciosa y humilde, y le concede un hijo: Samuel, quien será profeta.
Además, este episodio del Antiguo Testamento es un ejemplo de cómo Peniná busca sentirse superior a través del desprecio cruel hacia Ana; otro caso semejante al del fariseo que desprecia al publicano.
Podemos aprovechar esta historia para hacernos una pregunta: ¿Existe alguien que NO necesite la misericordia y la bondad de Dios? No sólo los creyentes, sino toda persona que atraviesa momentos de impotencia, inseguridad o profundo dolor, requiere compartirlo, manifestarlo de una forma adecuada, a una persona que sepa escuchar.
Por eso la confesión es tan importante, por eso Cristo nos habla hoy de dos hombres -poco ejemplares- que acuden al Templo a orar, pidiendo ser escuchados, porque la confesión es reconstruir un puente entre dos orillas. Sea sacramenta, personal, comunitaria o -intima delante de Dios, nos transforma.
Hemos de reconocer que la dificultad de muchas personas para la confesión de todo tipo se ve aumentada por la dificultad de ser escuchados de modo conveniente. En medio de sus imperfecciones, hoy, el fariseo y el publicano dan muestras de una confianza al dirigirse a Dios. Quien tiene la misión de gobernar, de dirigir almas o de administrar el sacramento de la Penitencia, ha de considerarse privilegiado, pues prepara a las personas para un contacto auténtico con Dios. Por eso, en la confesión sacramental. El sacerdote, aunque indigno, termina con unas palabras que tienen el poder que sólo Dios le ha dado: Tus pecados quedan perdonados, vete en paz.
Toda oración comienza, de alguna manera, con una confesión, como el Acto Penitencial de la Santa Misa. No necesariamente una confesión de pecado, sino una confesión de verdad interior, de necesidad, de dependencia, de humildad. Así nos enseña el propio Jesús en Getsemaní: Mi alma está triste hasta la muerte… Es una confesión de angustia que precede la feliz entrega de todo su ser.
Como dice el Salmo 51, compuesto por el rey David tras haber pecado gravemente: Tú, oh Dios, no desprecias al corazón quebrantado y arrepentido.
_____________________________
En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente










