“Abad. Fundador de monasterios. Muy estimado por el rey normando Rogelio II de Nápoles. Un gran penitente que recibió la gracia de atraer a multitudes; realizó numerosos prodigios”
Nació en Vercelli, Italia, en 1085. Procedía de una familia piamontesa de noble ascendencia. No pudo gozar de sus padres porque le dejaron huérfano tempranamente; entonces se hicieron cargo de él unos familiares. La vida austera con su sacrificio le llamaba invitándole a emprender esa vía cuánto antes. Tanto le urgía que, siendo un adolescente, con un rasgo de madurez inusual a esa edad, renunció a la herencia que le correspondía y se dispuso a peregrinar a Compostela; como tantos romeros quería postrarse ante la tumba del apóstol Santiago. Llegar a España en esa época era toda una hazaña, como él constató. Sin embargo, debieron parecerle una minucia las dificultades ya que, a las inclemencias meteorológicas y penalidades del camino, añadió un instrumento de penitencia que ciñó a su cuello para mortificarse: dos aros de hierro forjados por un hábil herrero con un resorte que le permitía desprenderse de ellos cuando lo deseaba.
Más de un lustro tardó en llegar a su destino. Un periodo que le permitió profundizar en el amor de Dios manteniendo su presencia constante en su mente, y compartir las delicias de la unión con Él con las numerosas personas que halló al paso. Progresaba en su vida ascética y con ella iba incrementándose su devoción y piedad, una simbiosis coronada por la oración que tenía su expresión en el más completo abandono. Los pies desnudos, pan y agua por todo alimento, o, como mucho, alguna verdura aliñada exclusivamente con vinagre, y el mínimo descanso efectuado al aire libre; esto era todo lo que se permitía. Y fue fortaleciéndose, viendo cómo se acrecentaba vertiginosamente el anhelo de darse a sí mismo por amor a Dios.
Tras un periodo de tiempo impreciso de permanencia en España, regresó a Italia. Entonces se propuso emprender nueva peregrinación para llegar a Tierra Santa. De camino recorrió diversos lugares de Italia. Solía detenerse en los templos de las ciudades compartiendo la devoción de los habitantes por los santos venerados en ellos. En Taranto sufrió un grave percance; fue atacado por unos ladrones. El hecho, que juzgó providencial, le hizo comprender que tal vez su destino era otro. Mientras se reponía del asalto tuvo ocasión de dilucidarlo. Acudió a san Juan de Matera, que había fundado en Taranto una congregación regida por la regla benedictina, y le hizo partícipe de su inquietud. Juan convino con él en la pertinencia de ese episodio que parecía esconder un signo de la voluntad divina. En unos días Guillermo determinó renunciar al viaje y permanecer en Italia. La decisión fue corroborada con una visión en la que se le hizo ver que sería artífice de una nueva congregación dedicada a la Virgen. Despejada toda duda, buscó el lugar más conveniente para dedicarse a la meditación adoptando el espíritu del yermo.
Después de haber convivido junto a san Juan de Matera, cruzó Basilicata y llegó a Irpinia. Atrás dejaba una bien ganada fama que le persiguió por algún que otro prodigio realizado en Monteserico y en el Sasso Barisano, cerca de Matera. Huía de aclamaciones populares; sería uno de los signos que iban a acompañarle. Donde llegaba, con su virtud atraía a las multitudes. Eso le sucedió en el monte Partenio, aunque lo eligió buscando la soledad, refugiándose en una de sus cimas a efecto de recluirse en oración y penitencia. Los años de permanencia en el lugar no le permitieron lograr plenamente su propósito. Era una época floreciente para la vida eremítica, y no tardaron en unirse a él nuevos aspirantes que integraron la primera comunidad. A esta se debe la construcción de la iglesia dedicada a la Virgen, cuyas obras culminaron en 1124; a partir de entonces el monte comenzó a denominarse Montevergine.
Este hombre austero, célebre también por su forma de comparecer en público —chocante para una mayoría— aherrojado con cadenas y grilletes como un presidiario, tenía como modelo a Cristo Redentor; pensaba en los atroces suplicios que padeció por el género humano. Como no le asustaban las penitencias del grado que fueran, la regla que dio a sus discípulos para que la siguieran en su día a día, impregnada por este sentimiento, y fundamentada en la de san Benito, no contentó a todos. Y eso que había proporcionado a los suyos pautas claras, sencillas, inspiradas en el evangelio, como las siguientes: «Soy del parecer, hermanos, que trabajando con nuestras manos nos ganemos la comida y el vestido para nosotros y para los pobres. Pero ello no debe ocupar todo el día, ya que debemos encontrar tiempo suficiente para dedicarlo al cuidado de la oración con la que granjeamos nuestra salvación y la de nuestros hermanos».
Guillermo perseguía el sosiego requerido para dialogar con Dios. Cuatro años más tarde abandonó Partenio y se dirigió a Goleto. Allí creó un monasterio para mujeres, atendidas espiritualmente por varones. Fue otra estación de paso. A partir de ahí, emprendió una constante peregrinación por Irpinia, Sannio, Lucania, Apulia, donde, junto a Juan de Matera, fundó Monte Laceno, y Sicilia. En todos los lugares quedaba marcada la huella de sus muchas virtudes. Los monasterios que erigía tenían la misma regla. Una vez que estaban en marcha los dejaba bajo custodia de un prior, y se encaminaba a realizar nueva fundación; ese fue siempre su criterio.
El rey normando Rogelio II de Nápoles, que logró unificar Sicilia, Calabria y Apulia, le tuvo en gran estima; lo nombró consejero. En todo momento gozó de su protección y generosa ayuda para sus fundaciones, y Guillermo se hizo cargo de otras que el monarca puso bajo su amparo. Murió con fama de santidad en Goleto el 25 de junio de 1142. Su culto fue aprobado por la Santa Sede en 1728 y lo difundió a la Iglesia en 1785. En 1807 sus restos fueron trasladados a Montevergine. Pío XII lo declaró patrono de Irpinia en 1942.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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