por el p. Luis Casasús, Superior General de los misioneros Identes.
San Benno, 01 de Septiembre, 2019. XXII Domingo del Tiempo Ordinario.
Eclesiástico 3: 17-18.20.28-29; Hebreos 12:18-19.22-24; San Lucas 14:1.7-14.
El punto de referencia de los textos litúrgicos de hoy es la humildad. Se entiende como una actitud ante la riqueza del mundo material o del mundo del espíritu (Primera Lectura). También se describe como la mejor actitud de un cristiano en sus relaciones con los demás, en las diferentes situaciones que presenta la vida (Evangelio). Especialmente, es el sello distintivo de nuestro comportamiento hacia Dios, un comportamiento a través del cual descubrimos nuestra pequeñez en la magnanimidad de Dios (Segunda Lectura).
Cristo está dando mucho más que una lección de etiqueta en una recepción de bodas. Está enseñando cómo ser capaz de recibir la Divina Misericordia cuando dice que todo el que se exalta a sí mismo será humillado, y quien se humilla a sí mismo será exaltado.
No seamos ingenuos y nos engañemos: la humildad es despreciada y ridiculizada en el mundo de hoy. La humildad es vista por muchos como una virtud de valor cuestionable, porque a menudo se malinterpreta como menospreciarse o degradarse constantemente ante los otros. Y, aún más, es una virtud rara en la vida religiosa. Pero, sin embargo, su poder y brillo son grandes en el cielo y la tierra. Cuando la humildad es auténtica, es contagiosa y crea confianza, pero, cuando falta, se nos cierran muchas puertas.
Una conocida historia oriental: Una vez, un estudiante vino a ver a un maestro espiritual y le dijo: Honorable maestro, he estudiado durante muchos años, y ya he aprendido mucho sobre la disciplina espiritual, de modo que he alcanzado un nivel muy alto. Supe que eres un gran maestro y, por lo tanto, he venido a ver si puedes enseñarme algo más. El maestro no respondió. Simplemente, tomó una taza de té y la colocó frente al estudiante. Luego tomó la tetera y la sirvió hasta que el té llegó al borde de la taza, y luego siguió vertiendo hasta que el té se desbordó sobre la mesa. El estudiante miró al maestro muy confundido y dijo: ¡No, no, Maestro! ¡La taza se está desbordando! El maestro dejó de servir, lo miró y sonrió. Y le dijo: Joven, ese eres tú. Lamento no poder aceptarte como estudiante. Al igual que esta taza, tu mente está llena y no puedo enseñarte más. Si quieres aprender, primero debes vaciar tu taza.
Una persona que es realmente sabia sabe cuándo y cómo inclinarse, y siempre mantiene su taza vacía.
¿No nos recuerda el episodio del joven rico del Evangelio?
Preguntaron una vez a San Agustín cuáles son las virtudes más importantes para progresar en la vida espiritual de la fe. Dijo que la más importante de todas era la humildad. La segunda virtud más importante era la humildad. Y también, la tercera, porque necesitamos humildad para vivir por fe, necesitamos humildad para crecer en la esperanza, necesitamos humildad para amar y servir a Dios y a los demás. Pero más que nada, debemos recordar que Cristo se describió a sí mismo como manso y humilde de corazón (Mt 11:29).
Todos vemos en nuestra experiencia cotidiana que la falta de humildad es un componente clave en la ruptura de muchas relaciones y la trágica caída de muchos famosos del espectáculo, el deporte, los negocios, profesionales y políticos. Después de reflexionar, nos damos cuenta de que la humildad rara vez es natural. A menudo nace y se nutre en un ambiente de fe y respeto por los demás, y, muy a menudo, proviene de algún sufrimiento. La palabra humildad tiene su raíz en la palabra latina humus, que significa suelo o tierra. De este significado raíz, la humildad obtiene sus connotaciones de humilde o cercano a la tierra, modesto, enraizado en la realidad, cómodo siendo uno mismo.
Análogamente al suelo, una persona humilde ha pasado por un proceso que ha exigido algunas muertes y cambios, una pérdida de ego, y ha crecido hasta convertirse en un tipo de persona maravillosamente enriquecedora para otros. En la misma línea de pensamiento, Cristo nos invita a colocarnos con humildad junto a los elegidos por Dios: los pobres, los lisiados, los cojos, los ciegos… personas difíciles e irritantes, y estar al mismo nivel que ellos para encontrarnos a nosotros mismos. En medio de aquellos que Dios ama con especial ternura, y para superar la repugnancia y la vergüenza de compartir con ellos mesa y amistad.
Los pobres, los ciegos, los lisiados y los cojos, representan a los que hicieron mal en la vida. Son el símbolo de aquellos que caminan sin la luz del Evangelio y tropiezan, caen, se lastiman a sí mismos y a otros, van de un error a otro. Jesús les recuerda a sus discípulos que el banquete fue organizado para ellos ¡Ay de quien los excluya!
Una reflexión rápida es suficiente para darse cuenta de que todo lo que somos es un regalo de Dios. Vida, belleza, fuerza, inteligencia, cualidades que hemos venido de él. Nada es nuestro, no hay nada de lo que podamos presumir. Mostrar el regalo de Dios como si fuera propio no es sólo malo, sino ridículo. Los que hacen alarde de las cualidades que han recibido para enfrentarse e imponerse a los demás son víctimas de la locura. Los dones de Dios nos son dados para que a su vez podamos hacer de ellos un don a los hermanos y hermanas. Humilde es quien, siendo muy consciente de sus talentos, aptitudes y habilidades, se pone al servicio de todos. Considera a los demás como maestros por la presencia de Dios en sus vidas. La humildad es grata a Dios. Él se complace cuando aceptamos nuestra condición de criaturas y de hijos suyos y establecemos la forma adecuada de relación con Él y con toda la creación, porque de esto se trata la humildad.
Por el contrario, la falta de humildad destruye nuestra armonía interior y la del universo mismo, y esta ruptura no puede ser agradable al Creador. Es por eso que en el Eclesiástico leemos: Cuanto más grande seas, más humildemente deberías comportarte, y así encontrarás el favor del Señor, y en el Evangelio leemos: Todo aquel que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado. ¿Por qué la humildad es agradable a Dios? Precisamente porque la persona humilde no busca suplantar a Dios, “ser como Dios” o considerarse un superhombre o un hombre sabio por encima de todos los demás. El Eclesiástico recomienda: No intentes comprender las cosas que son demasiado difíciles para ti, ni intentes descubrir lo que está más allá de tus fuerzas. La persona humilde agrada a Dios porque no considera a Dios como un rival, sino como padre y amigo.
La persona humilde agrada a Dios no sólo porque se reconoce a sí mismo como criatura, sino también porque se reconoce a sí mismo como pecador e indigno de su condición de hijo.
Precisamente por esto, la persona humilde mantiene la actitud de hijo con Dios, un hijo que pide misericordia y perdón amante. Toda relación adecuada nace de la humildad. Es un tópico decir que el ser humano es relacional y que desarrolla esas relaciones con sus semejantes, con el mundo que le rodea y con Dios. Lo que no es tan evidente es precisamente cuáles son las relaciones adecuadas y auténticas.
La historia de la humanidad nos ofrece muchas formas de vivir esta dimensión relacional. En algunas personas, su comportamiento está siempre guiado por el odio y la destrucción: Los demás son enemigos y deben ser de alguna forma eliminados; Dios es un enemigo y por tanto hay que matarlo, como proclamó Nietzsche. La naturaleza ha de ser destruida para construir ciudades y asentamientos humanos. Esa es una forma de relación extremadamente errónea.
Por otro lado, están las relaciones basadas en la posesión. Queremos poseer cosas para construir un reino de bienestar. Deseamos poseer a los demás para utilizarlos en la construcción de nuestro poder y nuestra grandeza. Intentamos poseer a Dios para manejarlo según nuestros deseos. Estas tampoco parecen ser las relaciones apropiadas.
Una relación auténtica nace de la humildad y se manifiesta como relación basada en el amor. Si soy humilde, reconoceré mi condición de criatura y mi gran pequeñez y viviré mi relación personal con Dios con una actitud de amor. Este amor me lleva a percibir la grandeza y la generosidad divinas que recibo, me empuja a confiar en Él a pesar de mi pequeñez, a ser agradecido por sus dones en esta ciudad de Sion, que representa el conjunto de todos los bienes que Dios concede al ser humano (Segunda Lectura). Los fieles no se acercaron al Monte Sinaí para tener una experiencia horrible de Dios. Por el contrario, se acercaron a Él y tuvieron una experiencia festiva, como nos pasa a nosotros cuando vemos en Cristo el rostro de un Dios que ama a su pueblo.
Si en verdad soy humilde, no me consideraré superior a los demás ni buscaré darles nada para recibir algo a cambio (Evangelio). Si soy humilde, no seré arrogante con el poder y la riqueza que pueda poseer o con la grandeza de la ciencia que haya adquirido (Primera Lectura). Cristo no nos pide descender dos o tres lugares en la mesa del banquete, sino que nos pide invertir las posiciones, trasponer la escala de valores. Sólo los que eligen, como Él hizo, el lugar del servidor, serán exaltados en el único banquete que merece la pena, el del reino de los cielos.
Para quienes buscaron recibir reverencias y honores, esa hora será dramática. Estos serán puestos al último lugar, lo cual es un signo de fracaso en su vida, quedando entonces claro que los valores a los que se aferraron eran efímeros y vanos. Pero ser humilde es fácil de decir y difícil de vivir. Para crecer en humildad, es conveniente:
* Fijarse en las necesidades de los demás. Esto comienza con nuestros pensamientos: considerar a los demás como superiores a nosotros. Hemos de mirar por los intereses de los otros antes que a los nuestros, ambicionar su éxito antes que el nuestro. Después, traduciremos estos pensamientos en acciones, prefiriendo realmente los demás a nosotros, sirviéndoles y dándoles honor. Cuanto más vivamos así, más humildes nos hacemos. La persona verdaderamente humilde se olvida de sí porque está absorbido en el amor de Dios y el servicio a los demás.
* Disfrutar y gozar del amor y la estima que Dios nos tiene. Buscamos honores y reconocimientos humanos porque no somos conscientes de cuánto nos estima y nos ama Dios y cuánto nos honra al acogernos en su familia real. Buscamos el respeto de los hombres y los puestos de honor porque psicológicamente creemos que los necesitamos. Cuanto más consideramos quienes somos a los ojos de Dios, mejor comprenderemos que los honores del mundo son vanidad de vanidades…y a veces un peso.
* Hacer confesiones humildes. En el Sacramento de la Reconciliación participamos en la alegría de la salvación. En la confesión reconocemos que somos débil arcilla, examinamos nuestras faltas y pecados y, lo más importante, reconocemos el tesoro infinito de la misericordia divina. No hay mejor forma de combatir al orgullo que el examinar humildemente nuestra conciencia, comprobar que no somos lo que deberíamos ser y que en pensamiento, palabra, obra y omisión hemos pecado mucho y nos hemos desviado de las huellas de Cristo, pidiendo por ello a Dios perdón y ayuda.
* Aceptar bien los sufrimientos y la humillación, como Cristo nos enseña. No podemos ser humanos sin experimentar sufrimiento, vergüenza, humillación y otras situaciones desagradables. Pero estas cosas nos pueden amargar o nos pueden mejorar, dependiendo de si las ofrecemos a Dios y le permitimos sacar provecho de ellas. Pueden hacernos orgullosos o rebeldes o pueden ser una oportunidad para que crezcamos en humildad. La cruz del sufrimiento y las humillaciones nos ayudarán a morir a nuestro ego.