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Roma, 09 de abril, 2023

Luis CASASUS, Primado

En este día grande, para toda la Iglesia y sin duda para la humanidad entera, donde creyentes y no creyentes nos felicitamos, quisiera comenzar dando gracias a todos por el entusiasmo con que están viviendo el Centenario de nuestro padre Fundador, y no me refiero sólo al necesario esfuerzo en organizar actividades, sino al corazón atento a una nueva ola de personas que se quieren acercan a Cristo gracias al testimonio de casi todos nosotros.

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En alguna ocasión, el Papa Benedicto XVI ha señalado que la Resurrección de Cristo nos obliga a leer el Evangelio siempre de una forma nueva. Parece que tiene mucha razón, pues probablemente nos ocurre como a los primeros discípulos. Era difícil imaginar un Mesías crucificado y más aún verlo resucitado. Creo que ninguno de nosotros puede ser tan altivo como para creer que ya comprendemos la Crucifixión y la Resurrección, no sólo racionalmente sino, sobre todo, en sus efectos sobre tu vida y la mía.

El inteligente y polémico diplomático, obispo católico por un tiempo, Charles Maurice Talleyrand nos da un ejemplo de ello.  En los difíciles días de la Revolución Francesa, a finales del siglo XVIII, Francia abandonó la profesión del cristianismo. En la catedral de Notre Dame, en París, se entronizó a una ramera con ropajes de falsa realeza como Diosa de la Razón. Se abolió el Día del Señor, y en su lugar se sustituyó un día festivo cada diez días. El Directorio francés (1796) elaboró un sistema religioso deísta destinado a suplantar al cristianismo.

Pero esta nueva religión -la “teofilantropía”, que significa amigos de Dios y de los hombres– no se hizo popular entre las masas. Talleyrand hablaba con los líderes de esta nueva religión, que deploraban su falta de éxito.

Ante su asombro, Talleyrand les dijo: Señores, yo puedo decirles cómo hacer que vuestra nueva religión triunfe, y ello sin grandes esfuerzos. Le pidieron con impaciencia que les revelara el secreto. Él les respondió: Que crucifiquen a uno de los vuestros, lo maten, lo entierren y resucite al tercer día. Hagan que esto ocurra y vuestra religión triunfará.

Sí; tenía razón. La muerte y Resurrección de Cristo son algo único, pero no simplemente por su carácter milagroso y espectacular, sino por su efecto en nuestras vidas. Dios sabe cómo atraernos. Como decía nuestro padre Fundador, la cruz te rescata de la muerte, más que la provoca (Transfiguración). Y… todos deseamos ver más allá de la muerte, independientemente de nuestro temperamento, creencias o vida moral.

Nuestro padre Fundador explica que en nosotros hay una resurrección en proceso. Ya en la conversación con el intelectual fariseo llamado Nicodemo (Jn 3: 1-21), Jesús aprovecha para explicar que hemos de nacer de nuevo para ver el Reino de Dios y, evidentemente, NO se refería a algo que sucedería después de nuestra vida en este mundo, sino a lo que ya el Espíritu Santo está haciendo en nosotros.

Cuando Jesús busca explicar a Nicodemo lo que significa nacer cada día, este proceso de resucitar, le dice que el viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Esta afirmación, que sin duda era altamente significativa para el anciano y sabio Nicodemo y de igual modo lo puede ser para nosotros. Dios no se revela a quienes pueden comprenderlo bien, sino a quienes se sienten atraídos por la grandeza de su generosidad, a quienes están dispuestos a dejarse llevar por un soplo del cual no saben demasiado, pero sí han notado algunos indicios de que su vida ha cambiado cuando han sentido ese viento y han desplegado sus velas.

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Hace unos días, un hermano bastante reflexivo preguntaba: ¿dónde aparece la resurrección en el Examen Místico? Creo que la pregunta es excelente, porque, aunque la palabra “resurrección” no aparee explícitamente en el Examen de Perfección. Lo que hacemos en nuestras comunidades es hablar de vida mística, de una verdadera nueva vida que vamos descubriendo a cada instante. Y nunca debemos olvidar que en esto somos y seremos siempre discípulos.

Seguramente ese es uno de los grandes valores de Nicodemo, hombre sabio, inteligente y anciano, pero que obedeció a su corazón inquieto, que le pedía algo más de lo que estaba viviendo.

Cristo dijo a Nicodemo que, aunque no sabemos hacia dónde va el Espíritu, ciertamente podemos oír su sonido. El Evangelio de hoy nos muestra de qué manera tan sutil, y a la vez tan clara, Cristo se hace presente. Ni siquiera aparece en el texto evangélico. Después de su resurrección no hay nada espectacular, ni fenómenos naturales especiales, ni esplendores. Pero, podemos oír el sonido del Espíritu que nos envió.

No visitó a Pilatos, Anás o Caifás para demostrarles que tenía razón. Los ángeles hablan de Él, pero Él no nos dice nada hoy. Si leemos más adelante, vemos que se apareció a quienes habían dado alguna prueba de su fe en Él, aunque tuviesen dudas y miedo, como los discípulos encerrados en el cenáculo. No importa que lo hubieran traicionado o que estuvieran desanimados y se sintieran derrotados. Se aparece a María de Magdala, a los discípulos de Emaús, a los apóstoles en el Mar de Tiberíades…discretamente, sin tambores ni trompetas. Se aparece y se acerca a los que han sufrido con él, no a los que hubiesen comprendido perfectamente y según la lógica sus enseñanzas.

Este es nuestro reto, una de las lecciones que podemos aprender en la Pascua. Quienes han subido a la Cruz con Cristo, quienes han tenido miedo y quienes han llorado sus faltas, sentirán la presencia de Cristo.

Hace unos días, una persona muy sincera preguntaba en un retiro qué debería hacer para seguir a Cristo. La pregunta era típica de un joven ser humano de nuestro tiempo, dispuesto a emprender actividades eficaces, trabajos y proyectos bien planificados. Pero más bien la pregunta es: ¿qué debo dejar para seguirle? La Pasión, seguida de la Resurrección son la respuesta sin palabras a esa pregunta de todos los tiempos. Si estoy decidido a dejarlo todo, es decir, a hacerlo todo en Su nombre, Él se hará presente en mi vida. Como dijo San Juan de la Cruz:

Mi alma se ha empleado

y todo mi caudal en su servicio;

ya no guardo ganado

ni ya tengo otro oficio,

que ya sólo en amar es mi ejercicio.

Como experimentamos en nuestra vida mística, la Inspiración que el Espíritu Santo nos da, no es sólo para ver su huella en todo y en todos, sino para dar nuevos signos de su presencia en nosotros. Esa es, me parece, la resurrección en proceso de la que nos habla nuestro padre Fundador.

Cuando el mar salado retrocede de la orilla una y otra vez, a medida que se suceden las mareas, se forman cristales de sal en las rocas. Éstos son visibles, pero la sal que los forma, aunque invisible a simple vista, está en disolución en todo momento y en todos los lugares del océano.

Así, en los Evangelios tenemos textos de prueba definitivos en cuanto a la resurrección de Cristo, sin embargo, el hecho de Su resurrección se encuentra disuelto, por así decirlo, derramado en toda nuestra vida espiritual.

Probablemente hoy es un buen día para meditar lo que nos dice la Segunda Lectura, cuando nos dice San Pablo: Pongan todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra. Aprender a hacer las tareas de este mundo, los esfuerzos que todos los seres humanos realizan y transformarlos en algo que pertenece al Reino de los Cielos, puede ser, en síntesis, nuestro “proyecto de vida” evangélico.

Las actividades vendrán después, pero tendrán otra luz, otro significado.

También Santa Teresa de Jesús se refería a esto cuando hablaba de la presencia de Dios entre los pucheros, en cualquier actividad o momento que la mayoría de nosotros no consideraríamos espiritual o religioso. La Resurrección de Cristo nos demuestra cómo hasta muerte puede transformarse en acto de gloria a Dios, de prueba de su presencia a nuestro lado.

Hoy, hasta un sepulcro cobra un significado espiritual y hermoso. Nos muestra cómo la Providencia transforma nuestro sufrimiento, la entrega de nuestra vida y nuestra fama, en verdadera luz, como nos recuerda el Cirio Pascual.

Ya lo había anunciado Cristo: El que cree en mí, aunque muera, vivirá (Jn 11: 25) y ahora entendemos mejor que esta vida que Cristo promete no es para después de este mundo, ni la muerte de la que habla es sólo el final de la vida en la tierra.

Los lienzos en el suelo y el sudario plegado son signos sencillos, signos de una nueva vida, de que Dios ha pasado por allí. Dice el Evangelio que los discípulos vieron y creyeron.

Ojalá sea esa nuestra fe, nuestra forma de acoger los signos sutiles, que nos hacen fuertes y nos invitan a anunciar lo que hemos visto y oído, lo que ha sucedido en nuestro corazón de piedra, que va resucitando, que se va haciendo de carne.

Muchísimas gracias y feliz Pascua de Resurrección. Vuestro,

Luis CASASUS