Nació en Sézanne, perteneciente a Marne, Francia, el 16 de septiembre de 1844. Sus padres, comerciantes creyentes, aunque no eran muy practicantes, gozaban de buena posición y se ocuparon de procurarle una esmerada educación cristiana. De los 11 a los 16 años permaneció en el monasterio de la Visitación, de Troyes. Entre tanto, se pensó que podría contraer matrimonio con un potentado, aunque Leonia ya sentía la llamada de la vocación. Su padre perdió todos sus bienes y el candidato a casarse con ella desapareció. Intentó ingresar con las religiosas, pero la superiora le aconsejó esperar: «Aquello para lo que Dios te tiene destinada no está aún preparado; déjale actuar y haz siempre la voluntad divina».
Finalizados sus estudios, tuvo ocasión de conocer a las operarias de una empresa de Sézanne. Era un campo apostólico por el que antes de abandonar la Visitación ya sentía gran inclinación: «Soy más feliz reconfortando a quienes están agobiados por el dolor, subiendo una pequeña escalera tortuosa, que acudiendo a esas maravillosas fiestas», había escrito. El padre Brisson, capellán de la Visitación, quien la conocía desde niña y la dirigía espiritualmente, advirtiendo el vacío que tenían las decenas de miles de operarias que había en la zona, en 1858 emprendió las Obras para las trabajadoras jóvenes. Pero el buen sacerdote tenía otras aspiraciones y se había fijado en Leonia considerándola idónea para fundar la Orden en la que estaba pensando. Cuando esta le confió sus anhelos, el padre Brisson confirmó su impresión: ella era la elegida para poner en marcha la obra destinada a tantas mujeres que pasaban horas y horas en las fábricas, ajenas en su mayoría a la presencia de Dios en sus vidas, y a las que habría que asistir humana y espiritualmente.
El capellán había puesto los pilares con la primera casa abierta en la calle Terrasses, y a Leonia le quedaba convencer a su padre y superar la contradicción que supuso para ella conocer a la otra persona, Lucía Canuet, en la que el padre Brisson pensó para que le acompañase en esta obra y con la que en principio no se sentía dispuesta a convivir por disparidad frontal de caracteres. «Con quien quiera, padre, ¡pero no con ella!», exclamó. Al padre Brisson no le costó disuadir a esta mujer que luchaba contra su orgullo bebiendo de las enseñanzas de san Francisco de Sales.
En 1866 inició la fundación junto con un grupo de trabajadoras de diversas edades. En 1868 tomó el hábito y nombre de Francisca de Sales. En su día a día le alentaba este anhelo: «Olvidarme por entero». No era fácil mantener un estado de oración continua en medio de tanto ajetreo, pero echó mano de un recurso: recitar jaculatorias, de ese modo neutralizaba el trasiego y se acostumbraba a contemplar lo que le rodeaba desde la perspectiva divina. Y así se desgastó por amor a Cristo, sin pensar en ella, remontando la fatiga física por tantos desvelos. Nunca vaciló en compartir los trabajos con las obreras, a quienes desde el principio mostró el valor y la dignidad de esta labor que proviene de Dios y es un instrumento de caridad para los necesitados. Fue el consuelo de las trabajadoras cuando perdieron su trabajo tras el estallido de la guerra entre Prusia y Francia en 1870, y de incontables personas que buscaban refugio; en todo instante alentó a vivir la caridad.
En 1872 fue elegida superiora general. Nuevas tempestades se abatieron sobre su vida y la del padre Brisson. Todo ello a consecuencia del vínculo acordado entre un numeroso grupo de religiosas de otra Orden, que cumplían la póstuma voluntad expresada por su capellán de que se unieran a la naciente fundación. El hecho supuso el cese de Francisca al frente del gobierno de la Orden, que se produjo en 1879, circunstancia que acogió con plena disponibilidad, pero conllevó el desaire de su sucesora, algo notorio para toda la comunidad. Su docilidad, el vivir abrazada a la cruz en silencio, sin amargura, fue su acontecer. Tras la dimisión de la nueva superiora que no logró hacer frente al peso del gobierno, la siguiente envió a Francisca a París. Y la misión educativa que había llevado a cabo con las obreras la extendió a las jóvenes acomodadas de la alta sociedad parisina, todo en ello en medio de suspicacias y críticas de su entorno: hermanas y alumnas.
Con su espíritu de oración y prudencia logró amansar la situación que poco a poco fue tornándose en gratitud hacia su excelente trabajo. En 1884 fue elegida superiora general la hermana con la que comenzó su andadura, y el antiguo trato frío y distante vino con ella. Para ayudar a otra religiosa que se hallaba en difícil trance, le confió: «Te voy a contar algo que te permitirá aprovecharte de mi experiencia. Dios ha permitido que mi hermana Juana María y yo tengamos los dos temperamentos más opuestos que puedan imaginarse. Y sin embargo, mira cuántos años convivimos en armonía. Pues bien, si lo he conseguido es porque he adquirido la costumbre de no abordar nunca a nadie sin mirar a Nuestro Señor. Inténtalo con este pequeño truco; te aseguro que funciona».
Vuelta a Troyes sufrió la hostilidad de algunas integrantes de la comunidad. Después confiaría: «¡Oh, si supierais cuánta felicidad le procura al alma sufrir solamente entre Dios y uno mismo!». En 1893 en una locución divina Cristo le anunciaba que sería superiora general, porque Él quería gobernar la Orden. Al día siguiente se cumplió el hecho. A partir de entonces el Instituto se expandió con abundantes frutos. Otros sufrimientos, como el cierre de algunas casas ordenado en medio de la persecución, más la muerte del padre Brisson, fueron conduciéndola a la antesala del cielo. Había dejado escritas las constituciones. Fue agraciada con hechos singulares. Murió en Perusa el 10 de enero de 1914. Al llegar a esta ciudad había confiado a una religiosa: «¡Oh, cuánto me gustaría llegar a ser santa, cuánto lo deseo! Empezaré hoy mismo»; lo logró. Juan Pablo II la beatificó el 27 de septiembre de 1992, y la canonizó el 25 de noviembre de 2001.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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