
Evangelio según San Lucas 14,1.7-14:
Un sábado, habiendo ido a casa de uno de los jefes de los fariseos para comer, ellos le estaban observando. Notando cómo los invitados elegían los primeros puestos, les dijo una parábola: «Cuando seas convidado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto, no sea que haya sido convidado por él otro más distinguido que tú, y viniendo el que os convidó a ti y a él, te diga: ‘Deja el sitio a éste’, y entonces vayas a ocupar avergonzado el último puesto. Al contrario, cuando seas convidado, vete a sentarte en el último puesto, de manera que, cuando venga el que te convidó, te diga: ‘Amigo, sube más arriba’. Y esto será un honor para ti delante de todos los que estén contigo a la mesa. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado».
Dijo también al que le había invitado: «Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez, y tengas ya tu recompensa. Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos».
El orgullo acarrea deshonra; la sabiduría está con los humildes (Proverbios 11: 2)
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 31 de Agosto, 2025 | XXII Domingo del Tiempo Ordinario
Sir 3: 17-18.20.28-29; Heb 12: 18-19.22-24a; Lc 14: 1.7-14
- Una historia de sabor zen. Kenshin era un joven samurái cuya fama le precedía en cada pueblo. Un día, fue invitado a una ceremonia del té por el maestro Hakuin, conocido en toda la provincia por su destreza con la espada, pero aún más por la profundidad de su silencio.
Junto a Kenshin, fueron invitados otros dos huéspedes: un viejo campesino con las manos cuarteadas por la tierra y una alfarera cuyas ropas sencillas olían a arcilla.
Al llegar a la pequeña sala de té, Kenshin observó la disposición de los cojines. Había un lugar de claro honor, justo frente al pequeño altar con un rollo de caligrafía y un único lirio en un jarrón. Sin dudarlo, y asumiendo que su estatus lo merecía, Kenshin se adelantó y se arrodilló en el cojín principal. Desde allí, observó con aire de superioridad cómo el campesino y la alfarera tomaban los asientos más alejados de la entrada, los lugares más humildes.
El maestro Hakuin entró en la estancia en silencio. Su mirada se posó en cada uno de sus invitados con la misma calma con la que la luna se posa sobre un estanque. No hizo ningún comentario sobre la elección de los asientos.
La ceremonia comenzó. Cada movimiento de Hakuin era un poema: el agua vertida, el té batido, el cuenco calentado. Finalmente, llegó el momento de servir.
El maestro se levantó y, con el primer cuenco de té humeante, caminó directamente hacia el viejo campesino. Se arrodilló y se lo ofreció con una profunda reverencia. Después, preparó un segundo cuenco y, con la misma deferencia, lo presentó a la alfarera.
Kenshin, en el asiento de honor, esperaba su turno. Sentía cómo el calor subía a sus mejillas. El último en ser servido era siempre el de menor rango.
Cuando finalmente el maestro Hakuin se arrodilló frente a él, Kenshin no pudo contenerse. Maestro -dijo, con la voz más contenida que pudo- ¿acaso he ofendido a esta casa? Ocupo el lugar de honor, pero soy servido el último. El maestro Hakuin no respondió de inmediato. Simplemente le ofreció su cuenco de té. Kenshin lo tomó, y al mirar dentro, vio que estaba completamente vacío.
La taza que ya se cree llena -dijo Hakuin con suavidad- no puede recibir el té. El asiento que se toma por la fuerza permanece vacío de honor. El honor no es un lugar que se ocupa, sino un regalo que se recibe. Y solo puede recibirse con las manos abiertas y un asiento humilde.
El rostro de Kenshin enrojeció, no de ira, sino de una vergüenza profunda y repentina. Comprendió al instante. El verdadero honor no estaba en el cojín que había elegido, sino en la humildad que no había tenido. Lentamente, se levantó, dejó la taza vacía y se arrodilló en el lugar más bajo, junto a la puerta. Solo entonces el maestro Hakuin tomó una nueva taza, la llenó del mejor té y se la ofreció, esta vez con una cálida sonrisa. Al beberlo, Kenshin sintió que nunca había probado algo tan pleno.
Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. La verdadera grandeza no reside en el reconocimiento o la atención que exigimos, sino que nos es concedida cuando nuestro corazón es suficientemente humilde para ocupar el último puesto.
Además, esta historia ilumina el valor de la humildad de quien ha recibido especiales dones o cargos, al presentar al maestro Hakuin sirviendo a todos el té con reverencia y respeto.
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- Tu soberbia y la mía. La humildad de la que hoy nos habla Jesús tiene un valor universal y compromete a todo ser humano. Entre personas de baja condición social y de clase humilde, al igual que entre los dedicados al estudio o los más ignorantes, se observa la soberbia en el apego a las opiniones de todo tipo, o a cómo debería hacerse cualquier actividad, desde ordenar un armario a organizar un evento complejo.
Las consecuencias son tristes, no sólo porque obviamente se deteriora la convivencia, sino además, como claramente recuerda Santiago en su Epístola, Dios resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes (Sant 4: 6). Nuestra soberbia hace imposible el diálogo con las Personas Divinas.
La soberbia es un rasgo que comúnmente se asocia a personas en altas posiciones de autoridad, riqueza o fama. En personas “no importantes” -si usamos ese término con ironía- la soberbia puede manifestarse de formas más sutiles, pero igual de reveladoras:
La soberbia en personas “no importantes” (somos la mayoría de nosotros) suele ser una forma de compensar inseguridades, frustraciones, miedo al rechazo, o una vida que no cumple sus expectativas. Es una armadura psicológica que busca proteger el ego, aunque en la práctica lo hace más frágil. Cuanto menos se tiene, más fácil es que el orgullo se convierta en una ilusión de grandeza.
Nuestra soberbia suele ser una sobrestimación de las propias capacidades y un deseo desordenado de la propia excelencia que busca siempre un escenario para mostrarse. Estas son algunas de las manifestaciones más comunes:
(i). La incapacidad de pedir ayuda o decir «no lo sé». Para una persona soberbia, admitir una carencia o una duda es una humillación. Prefieren cometer errores garrafales, perderse o entregar un trabajo mediocre antes que pedir ayuda. La frase «no sé cómo hacer esto» o «¿me puedes ayudar?» es percibida como una declaración de inferioridad, por lo que la evitan a toda costa.
(ii). Criticar y menospreciar a los demás. Es una de las formas más habituales de alimentar la propia estima. Critican ácidamente a compañeros de trabajo, vecinos o incluso amigos por sus decisiones, su forma de vestir o sus errores. Al señalar los defectos ajenos, buscan crear una ilusión de superioridad. A menudo, esta crítica se centra en áreas donde la persona soberbia se siente especialmente insegura.
(iii). Rechazo total a las críticas y correcciones. Una persona soberbia es incapaz de aceptar una crítica constructiva. Cualquier sugerencia para mejorar es tomada como un ataque personal y una ofensa directa a su valía. Su reacción suele ser defensiva, agresiva o de desprecio hacia quien le ofrece el consejo («¿y tú quién eres para decirme a mí cómo hacer las cosas?»). Esto limita fuertemente su capacidad de aprender o cambiar.
(iv). La necesidad de tener siempre la razón. En cualquier conversación, desde un debate sobre deportes hasta una discusión sobre la mejor ruta para llegar a un sitio, la persona soberbia luchará hasta el final para imponer su punto de vista. No buscan la verdad o la mejor solución, sino la victoria. Admitir que estaban equivocados es intolerable para su ego, por lo que usarán falacias, cambiarán de tema, interrumpirán a los demás, o elevarán la voz para «ganar» la discusión. Aunque no tengan conocimientos profundos, insisten en imponer su punto de vista como si fuera incuestionable.
(v). Atribuirse méritos ajenos y minimizar los propios errores. En un entorno de trabajo o en proyectos grupales, se apresuran a tomar el crédito por los éxitos, aunque su contribución haya sido mínima. Por el contrario, cuando algo sale mal, son expertos en culpar a los demás, a las circunstancias o a la mala suerte. Nunca asumen su parte de responsabilidad.
(vi). Competitividad excesiva en ámbitos triviales. Llevan la competencia a todos los aspectos de la vida, incluso a los más absurdos: quién cuenta la anécdota más interesante en una cena o quién conoce el dato más rebuscado. Convierten cualquier interacción en una oportunidad para demostrar que son «mejores» que los demás. Hacen constantes comparaciones: Se sienten superiores a otros en su entorno inmediato (vecinos, colegas, familiares), aunque no tengan logros destacables.
(vii). Falsa modestia, victimismo y ostentación encubierta. A veces, la soberbia se disfraza de humildad. Es la persona que dice: Uff, estoy agotado. Tuve que resolver yo solo todo el desastre que dejó el equipo de la mañana, pero bueno, alguien tenía que hacerlo. Es una queja que en realidad busca el reconocimiento y el halago, una forma de hablar de sus propios logros bajo una apariencia de sacrificio.
En otras ocasiones, hay una aparente humildad, que esconde arrogancia: Frases como “yo no soy nadie, pero…” seguidas de juicios tajantes o críticas mordaces.
En conclusión, la soberbia en las personas «no importantes» no se manifiesta con grandes despliegues de poder, sino en las interacciones cotidianas. Es una armadura frágil que, aunque busca proteger un ego herido, termina por alejar a los demás, obstaculizar el propio crecimiento personal y acallando la voz de las Personas Divinas.
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- Un misionero contaba cómo se celebraba una fiesta en un lujoso chalet de clase alta, en una de esas ciudades donde puede verse la pobreza cerca del lujo más exagerado. Al final de la fiesta por el cumpleaños de la hija, una brillante estudiante universitaria, los padres ordenan a los sirvientes que arreglen la sala. La mesa estaba llena de grandes cantidades de restos de carne, arroz, pasteles…
¿Qué hacemos con todo esto? Pregunta el marido algo avergonzado. Su esposa se detiene un momento y, como si se diera cuenta del error cometido, añade: Hemos invitado a la gente equivocada: gente que no tenía hambre.
Tenemos miedo de que se nos acerquen personas hambrientas, desorientadas, difíciles… por temor a que nos hagan perder tiempo y energía. Sin embargo, la fiesta de nuestras vidas podría terminar en decepción: podríamos quedarnos con los bienes que el Padre nos ha dado para que con ellos alimentemos a sus pobres.
Los pobres, los ciegos, los lisiados, los cojos, representan a los que han hecho el mal en la vida. Son el símbolo de los que caminan sin la luz del Evangelio y tropiezan, caen, se hacen daño a sí mismos y a los demás, pasando de un error a otro. Jesús recuerda a sus discípulos que la fiesta se ha organizado solo para ellos. En ellos está presente, de forma especialmente invisible para los ojos del mundo. La característica que los une es que no pueden devolver el favor.
El auténtico apóstol se dedica a cuidar de las vocaciones que puede descubrir y también de dar la paz a quienes no tienen o no pueden tener ningún interés en la vida del espíritu. Ambas actitudes se manifiestan continuamente en la vida de Cristo.
Cuando los hombres hacemos un favor, pensamos inmediatamente en la contrapartida; casi instintivamente calculamos los beneficios que pueden obtener, materiales o espirituales. Pasar de esta actitud natural a la férrea dependencia del instinto de felicidad es también…muy natural.
Jesús pide a los discípulos que amen gratuitamente, que hagan el bien sin esperar nada a cambio. Recomienda acoger en casa a los que no pueden dar nada a cambio. La recompensa la dará Dios en el cielo, un cielo que podemos sentir presente en esta vida por sentir que su esfuerzo, por pequeño que parezca, tendrá un valor eterno.
No se trata de esperar un premio mayor al final de esta vida. Quien ama buscando principalmente el bien del hermano, se vuelve como el Padre que está en el cielo. Experimenta desde ahora la alegría misma de Dios.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente