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Vive y transmite el Evangelio

Un encuentro inesperado | Evangelio del 27 de octubre

By 23 octubre, 2024No Comments


Evangelio según San Marcos 10,46-52:

En aquel tiempo, cuando Jesús salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!». Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle». Llaman al ciego, diciéndole: «¡Ánimo, levántate! Te llama». Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino donde Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?». El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!». Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado». Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino.

Un encuentro inesperado

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes 

Roma, 27 de Octubre, 2024 | XXX Domingo del Tiempo Ordinario

Jer 31: 7-9; Heb 5: 1-6; Mc 10: 46-52

El valor de Bartimeo. No estamos seguros si el ciego que cura hoy Jesús en el Evangelio era invidente desde que nació, lo cual sí se afirma del otro mendigo que curó en Siloé (Jn 9: 1-41). Pero en ambos casos eran más que conscientes de que algo importante faltaba en sus vidas. La capacidad de ver les hubiese permitido no sólo trabajar y moverse con libertad, sino, sobre todo, tener una auténtica relación con los demás.

No bastaba recibir unas pocas monedas de algún viandante compasivo, sino poder compartir lo más íntimo de nosotros con alguien. Por eso termina así el episodio de hoy: Recobró la vista y le seguía por el camino. El que fuera mendigo ciego, no sólo le dio las gracias o guardó un buen recuerdo de Jesús, sino que aprovechó el haber conocido a alguien que se interesó por lo que de verdad deseaba más que nada.

Este momento en la vida de Cristo y la de Bartimeo es un retrato preciso de lo que significa la vida mística. No se trata de nada exótico ni intrincado: Aspiramos a vivir una paz compartida, es decir, un estado beatífico y así nos hacemos disponibles para emprender un camino con Cristo, para vivir su aflicción por quien sufre.

Todavía hay más. El gesto de Bartimeo, arrojando su manto –seguramente con las monedas que la gente le daba– es una imagen de la purificación a la que el Espíritu Santo nos lleva, limpiando nuestra alma y nuestro espíritu de los que no es de Dios, sea moralmente bueno o malo.

El hecho de que la soledad es dolorosa y triste es evidente. En el Génesis, el castigo de Adán y Eva por desobedecer a Dios fue su exilio del Edén. En la obra de Ovidio Metamorfosis, Zeus decidió destruir a los hombres con una especie de diluvio. Más tarde, los dos supervivientes Deucalión y Pirra, lograron de los dioses que las rocas se convirtieran en hombres, y así quedó superada su soledad. Todas las culturas, todas las épocas y la ciencia moderna coinciden en reconocer el carácter corrosivo de la soledad.

Siempre ha existido la soledad en muchos seres humanos, pero hoy es una verdadera epidemia. Se habla hoy incluso de los adultos hikikomori, palabra japonesa que significa aproximadamente “gente que escapa de la sociedad”. Esto es un asunto delicado, pues se trata de una soledad buscada por la persona, pero debida a una impotencia para convivir que tiene causas variadas, externas e internas. Realmente existen muchas formas de soledad, pero ninguna es sana, todas son opuestas a nuestra naturaleza.

Probablemente, esa valentía de Bartimeo, ese deseo de vivir una vida plena, esa determinación de acudir a quien de verdad podía ayudarle, es la primera lección que podemos aprender hoy. Sin duda, habría muchos mendigos limitándose a repetir siempre las mismas palabras y a sobrevivir sin soñar en una vida mejor y, menos aún, en ayudar a los demás. Muy pocos “solitarios” están decididos a curase, pero Bartimeo lo dice claramente: Señor ¡que vea¡

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Aprendamos ahora algo hermoso de Cristo. Era su último viaje; se encontraba a unos a 35 kilómetros de Jerusalén y el peligro y la tensión se podían sentir en todo y en todos. De todas formas, dice el texto evangélico que el Maestro estaba acompañado de una gran muchedumbre. Tal vez contribuía a esto que muchas personas se dirigían a Jerusalén para celebrar la Pascua.

Sea como fuere, en medio de su preocupación por la fidelidad de los discípulos, por la cercanía de la muerte y por la urgencia de transmitir todo lo que llevaba en el corazón, es capaz de detenerse y preguntar a un personaje insignificante: ¿Qué puedo hacer por ti? No le da consejos ni le instruye, lo primero que quiere es escucharle, que salga de sus labios el deseo más auténtico de su corazón, en ese caso recobrar la vista; lo demás no era tan urgente, porque se había acostumbrado a subsistir con las limosnas que le daban en una ruta tan transitada como la de Jericó a Jerusalén. Seguramente era una ocasión de obtener buenos donativos, pues la gente se sentía empujada a ser generosa en la celebración de las fiestas Pascuales.

Dos observaciones: Eso hace Cristo contigo y conmigo… y eso nos pide hacer con los demás.

Seguramente nos falta fe para creer que nuestra súplica ha de ser continua, no algo que hacemos en momentos supuestamente especiales. El aspirante a apóstol sabe que el Espíritu Santo cree en él y espera algo de él en cada instante. Tal vez nosotros no creemos en el “tiempo de Dios”. Jesús iba a Jerusalén para salvar la humanidad, ni más ni menos. Pero comprende que, en ese momento, en ese cruce de caminos, su Padre le hablaba por medio de Bartimeo. Nadie más lo imaginó, nadie creyó en la presencia de Dios en esa alma despreciada.

Podríamos invertir el argumento del Eclesiastés, que nos enseña sabiamente cómo hay un momento para cada obra: Todo tiene su momento oportuno; hay tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo(Ecl 3: 1). También cada momento de nuestra vida espera ser llenado con una respuesta, con lo que nos parece una pequeña cosa, con una acción que tal vez nos parece poco valiosa, pero que, si es voluntad del Padre, tendrá una respuesta tan inesperada como cierta.

Quizás por eso, el Papa Francisco dijo en la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones:

Despertémonos del sueño, salgamos de la indiferencia, abramos las rejas de la prisión en la que tantas veces nos encerramos, para que cada uno de nosotros pueda descubrir la propia vocación en la Iglesia y en el mundo y se convierta en peregrino de esperanza y artífice de paz. ¡Tengan la valentía de involucrarse! (21 ABR 2024).

Alguien que comprendió cómo nuestro espíritu misionero crece con las pequeñas y cotidianas misiones, si las hacemos con fe y afecto al prójimo, fue San Maximiliano Kolbe (1894-1941). Era un franciscano polaco, bien conocido por la entrega de su vida para salvar a otro prisionero, cuando ambos estaban en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. En julio de 1941, un prisionero logró fugarse. Maximiliano vio cómo el comandante del campo elegía a diez hombres para que murieran de hambre en un búnker subterráneo, a fin de disuadir de nuevos intentos de fuga. Uno de los hombres seleccionados, Franciszek Gajowniczek, gritó angustiado: ¡Mi esposa! ¡Mis hijos!Kolbe no lo conocía personalmente; oyó su grito y se ofreció voluntario para ocupar su lugar.

Por esa actitud no reglamentaria, el sacerdote podría recibir un disparo de inmediato o unirse a los demás elegidos para la condena, sin que se escuchara su petición. Sin embargo, la petición del religioso fue aceptada.

Durante los últimos días de su vida, el padre Kolbe estaba muriendo en la celda número 18 en el sótano del Bloque 11, donde fue trasladado con los demás prisioneros condenados a muerte por inanición. En las memorias de los prisioneros se registra que los condenados cantaron y rezaron al principio. Después de unos días, las voces provenientes de la celda se desvanecieron.

El padre Kolbe, aunque ya muy debilitado, resistió fue y decidieron terminar con su vida por medio de una inyección de fenol.

Pero este acto sublime de generosidad estuvo precedido de abundantes ocasiones en que este santo supo decir sí a la voluntad divina, pues trabajó promoviendo la fe en publicaciones, creando una emisora de radio, sirviendo brevemente en China, India y Japón… y no siempre con los resultados que esperaba. Todo ello fueron pasos para llegar a una forma de entregar la vida que no podría haber imaginado.

Además, Franciszek Gajowniczek, el hombre que salvó con su sacrificio, dedicó su vida, hasta su muerte a los 93 años, a confesar su gratitud a Dios por la vida y a dar fe del heroísmo generoso de Kolbe.

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El milagro que hoy hace Cristo en la persona de Bartimeo es un acto de profunda misericordia, pero también un símbolo de lo que su persona representa, la vida. Cuando dice el Evangelio que Él es la luz del mundo La verdadera luz, la que ilumina a toda la humanidad, estaba llegando al mundo (Jn 1: 9), no se refiere simplemente a una doctrina, sino a la posibilidad de poder caminar con un sentido, con una esperanza, y jamás en soledad, como consiguió hacerlo Bartimeo al ser curado.

La ceguera no es necesariamente una malicia, es una incapacidad, que representa bien nuestra condición en este mundo, caracterizado por las tinieblas. Pero las tinieblas no se expanden por naturaleza propia, ellas recorren el camino donde la luz se ha apagado. Sí; la luz resplandece en las tinieblas y éstas sencillamente no pueden prevalecer contra ella. En otras palabras, la maldad persiste donde la bondad ha dejado de actuar; los hombres soberbios se enseñorean de aquellos que no saben quiénes son ni para qué están aquí.

Cada vez que, con indiferencia, silencio o pasividad, aceptamos que nuestro prójimo continúe solo, en el pequeño mundo que el ego construye para cada uno de nosotros, estamos ocultando la luz, estamos permitiendo que la oscuridad avance. En el Sermón de la Montaña, Jesucristo le dijo a la multitud allí congregada: Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad situada sobre un monte no se puede ocultar; ni se enciende una lámpara y se pone debajo de la cama, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en la casa. Así brille la luz de ustedes delante de los hombres, para que vean sus buenas acciones y glorifiquen a su Padre que está en los cielos (Mt 5:14-16). Esta no fue una declaración dirigida solamente a los allí presentes, sino también a todos los que habríamos de venir después de ellos.

Ojalá tú y yo no exijamos a Dios grandes signos, pruebas sólidas y victorias contundentes.

Ojalá aprendamos de Bartimeo, que simplemente “se dio cuenta que Jesús pasaba” y decidió dar un salto en su vida.

Ojalá imitemos a esos acompañantes anónimos que dijeron al ciego: ¡Ánimo, levántate! Te llama.

Ojalá caminemos como Bartimeo, que no se dejó vencer por quienes ya se sentían satisfechos en la mediocridad y querían apagar su emoción al sentir la presencia del Maestro.

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente