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Vive y transmite el Evangelio

Creer en medio de la oscuridad | Evangelio del 27 de abril

By 23 abril, 2025No Comments


Evangelio según San Juan 20,19-31:

Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré».

Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: «La paz con vosotros». Luego dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío». Dícele Jesús: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído».

Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Éstas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.

Creer en medio de la oscuridad

 Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes

Roma, 27 de Abril, 2025 | II Domingo de Pascua.

Hechos 4: 32-35; 1Jn 5,1-6; Jn 20: 19-31

¿Por qué son más dichosos los que han creído sin haber visto? ¿Porque tienen mayor mérito? Ciertamente, no. Cuando Jesús llama a alguien “dichoso” o “bienaventurado” es porque ha recibido una gracia especial, por ejemplo, debido a que es pobre de espíritu, llora, o busca crear la paz.

Si algo extraordinario nos sucede, como por ejemplo la curación inesperada de una persona que amamos, entonces se nos escapa la palabra “milagro” y seguramente damos gracias a Dios de alguna forma. Hemos visto; hemos sentido, tenemos la impresión de haber sido escuchados en nuestra súplica.

Por otro lado, desgraciadamente con mayor frecuencia, cuando muchos contemplan el sufrimiento de los inocentes, en los desastres naturales, en la enfermedad causados por los pecados de sus semejantes, se convencen más que nunca de que Dios no existe o, al menos, no le importa nuestro dolor. Entonces, el amor y la misericordia de Dios se reducen a una doctrina o a una esperanza supersticiosa.

Otras veces, sobre todo en el caso de las personas consagradas, los conflictos con la comunidad o alguna forma de apatía psicológica les convencen de que harían mucho más bien en otro lugar, o que encontrarían la paz cultivando un huerto o viviendo un amor -dicen ellos- “más encarnado”, con alguna persona concreta. En realidad, Dios desaparece de sus vidas.

No hace falta abundar en más ejemplos. La fe es un don, aunque es tan importante y poderosa que a veces la llamamos también “virtud”. Llega, sobre todo, después de alguna purificación, como la del santo impresionante que es Tomás, a quien vemos hoy temblando de miedo y que luego predicó heroicamente el Evangelio a los partos, medos, persas e hircanos, para después pasar a la India y ser martirizado en el sur de esa tierra bendecida, dando vida con su sangre a tantos santos que le seguirían.

Santo Tomás aparece dos veces más en el Evangelio de Juan y, a pesar de sus dificultades para comprender, está dispuesto a todo. Es un verdadero maestro de la fe. Al recibir la noticia de la muerte de Lázaro Jesús decide ir a Judea. Tomás piensa que seguir al Maestro significa perder la vida. Abatido y decepcionado, exclama: Vayamos también nosotros a morir con él (Jn 11: 16). Durante la última cena, Jesús habla del camino que está recorriendo, un camino que pasa por la muerte para introducirse en la vida. Tomás interviene de nuevo: Señor, no sabemos a dónde vas y ¿cómo podemos saber el camino?(Jn 14, 5). Está lleno de perplejidad, vacilación y duda, incapaz de aceptar lo que no entiende. Esto se demuestra por tercera vez en el episodio relatado en el pasaje de hoy. Esta dolorosa impotencia para comprender, tuvo como respuesta una fe capaz de soportar el martirio y de ser el origen de la conversión de millones de cristianos de Asia.

Es conocida la historia de una hermana misionera de Maryknoll que trabajó en un lugar de América del Sur. Ella le dijo a un grupo de retiro que, mientras trabajaba con los más pobres del país, dejó de creer por completo en la misericordia de Dios. Aun así, siguió en su misión porque amaba a la gente, sentía compasión de ellos. No podía abandonarlos como lo habían hecho otros de su comunidad.

Una serie de cosas la hicieron volver a creer en la misericordia de Dios. Le costó mucho entender y explicar por qué había cambiado su actitud, pero sabía que lo había hecho. El brutal martirio de varios de sus compañeros misioneros fue el catalizador de la renovación de su fe en Dios. Adquirió una nueva visión de su vocación. De repente, se sintió unida de una manera nueva. Se sintió uno con el Cuerpo sufriente de Cristo en aquel país. Se sintió dispuesta a ofrecer su propia vida por los demás.

La fe llega o aumenta después de una purificación, que puede ser más o menos dolorosa, más o menos prolongada. Esta nunca es un castigo divino, pero el Espíritu Santo aprovecha todo lo que ocurre en nuestra mente, en nuestro corazón y alrededor nuestro para hacernos ver que está con nosotros, que está en la vida de quien me parecía tal vez frío, indiferente o particularmente vicioso.

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Cristo no sólo reconoce el valor de la paz, sino que transmite y la aprovecha plenamente, por eso el Evangelio relata que comía con publicanos y pecadores. El compartir el alimento con alguien, en cualquier cultura, en cualquier época, es una signo de cercanía, de paz. Y no olvidemos que la paz de Cristo se transmite y crece, no como la paz del mundo, que es frágil y se desvanece enseguida.

Cuando estaba en Nueva York, supe de una joven que colaboraba en una parroquia cercana una experiencia que hace ver cómo la paz de Cristo está por encima de toda dificultad de carácter.

Un hombre que todos conocían como Mario (cambio los nombres por discreción) tenía una tienda de celulares medio rota, hablaba mal a todos, y si alguien le pedía ayuda, decía algo desagradable antes que una palabra amable.

Algunos creían que había estado en la cárcel. Otros, que había perdido a su familia. Nadie sabía con certeza. Solo estaban de acuerdo en que era mejor no acercarse a él.

Un día, una muchacha joven llamada Lucía, que trabajaba como voluntaria en un comedor social cercano, entró en la tienda. Su teléfono se había roto. Cuando vio a Mario detrás del mostrador, dudó un poco. Pero se dirigió a él.

Mario no saludó. Tomó el celular, lo miró y exclamó enfadado: Esto no tiene arreglo. Vete a otro lado.

Pero Lucía sonrió y dijo inocentemente: ¿Tú no crees que todo se puede arreglar con un poco de paciencia?

Mario la miró como si fuera de otro planeta. Sin responder, empezó a trabajar en el celular para quitársela de encima… y en tres minutos lo reparó.

Pero Lucía volvió cada semana. A veces con un pastel, a veces con una pregunta cualquiera, solo para hablar. Poco a poco, aquella tienda se volvió un lugar donde el silencio pesaba menos. Mario ya no gruñía tanto. Incluso una vez se le escapó una risa, vencido por la sencillez de Lucía.

Un día, Lucía, en su inocencia, ella se atrevió a preguntar: ¿Tú crees en Dios?

Él se quedó en silencio largo rato. Después dijo algo así como: Si Dios existe, está escondido donde nadie lo busca. A lo mejor en la gente que no encaja, en los que ya se rindieron.

Y ella respondió: Entonces debe vivir muy cerca de ti.

Mario no contestó. Solo volvió a mirar el celular que tenía en las manos. Pero esa noche, dejó una caja con cinco celulares arreglados en el comedor comunitario, sin decir nada.

Nadie lo vio entrar a una iglesia. Nadie lo escuchó rezar. Pero desde entonces, todos supieron que Dios también camina entre la gente rara, metros atestados y hombres con el corazón cansado.

Generalmente, en el momento en que llega una de las pruebas de la vida, perdemos la paz. Jesús experimentó todas las emociones que experimentamos, tanto las agradables como las dolorosas. Mostró amor y ternura a una mujer que le lavó los pies. Mostró decepción con los fariseos que hacían alarde de su religiosidad. Fue especialmente compasivo con las multitudes que lo seguían, y se enfadó sorprendentemente con los cambistas del Templo. Aplaudió la generosidad de la gente y le dolió ver sufrir a cualquiera.

Sin embargo, en medio de todas estas emociones diferentes, una cosa se mantuvo constante: siempre conservó su paz. Eso se debe a que la paz que Jesús tenía no se basaba en que todo saliera según sus planes. Su paz venía de saber que el Padre siempre estaba con Él.

Nosotros, por el contrario, perdemos la paz, no solo cuando las cosas van mal, sino incluso cuando todo parece ir a nuestro favor. Porque entonces podemos olvidarnos de Dios. Podemos empezar a confiar solo en nosotros mismos y terminar sintiéndonos orgullosos y autosuficientes. Y este tipo de autosuficiencia puede conducir a una espiral descendente de agitación e inseguridad. La paz que Dios nos ofrece se basa en saber que Él nos ama, nos perdona y nos salva. Ese es el deseo de San Pablo: que la paz de Cristo gobierne en sus corazones, en cada situación (Col 3:15).

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El texto evangélico de hoy es tan impresionante que nos puede hacer olvidar lo que dicen las Lecturas que lo preceden en la Liturgia de hoy. Los primeros cristianos no descubrieron un sistema económico nuevo, sino que sentían una paz de tal profundidad que no necesitaban demasiados argumentos para compartirlo todo y vivir unidos. Como dice la Primera Lectura: todos pensaban y sentían lo mismo. En verdad, la paz es la primera necesidad de todo ser humano. Sin ella no podemos ni pensar, ni dialogar, ni ser felices.

En los primeros cristianos se cumplía lo que dice la Segunda Lectura: En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. La paz que recibían de Cristo les empujaba al amor entre ellos.

El filósofo griego Sócrates, cuando estaba muriendo por el veneno que le obligaron a ingerir, dijo a uno de sus apenados discípulos: Critón, le debemos un gallo a Asclepio. No te olvides de pagarlo. Asclepio era el dios de la medicina y la curación. Ofrecerle un gallo era una forma de agradecimiento por la sanación. Pero Sócrates estaba muriendo… entonces, ¿sanación de qué?

Sócrates veía la muerte como una liberación del alma del cuerpo, una especie de sanación espiritual definitiva. Al morir, el alma quedaba libre para contemplar la verdad, el bien, la belleza. Lo que él llamaba el mundo de las Ideas.

Así que, en su estilo irónico y profundo, Sócrates era capaz de agradecer a esa divinidad no por evitarle la muerte, sino por curarlo… de la vida. Era verdaderamente libre, vivía en paz y la contagió a sus discípulos, incluso en medio de la agonía.

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente