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Vive y transmite el Evangelio

Él es la Luz que nos transforma

By 4 agosto, 2017No Comments

Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
Comentario del P. Luis Casasús al Evangelio del 6-8-2017, Transfiguración del Señor (Libro de Daniel 7:9-10.13-14; 2 Pedro 1,16-19; Mateo 17:1-9)

El papá de un niño manifestó la acostumbrada instrucción antes de la comida: Rápido, lávate las manos y ven a la mesa para decir la oración y comer. Según iba el niño al lavabo, se le oyó murmurar: Cristo y los Microbios, Cristo y los Microbios… ¡Eso es lo que oigo todo el tiempo. Nunca he visto a ninguno de ellos!

Puede que nuestra actitud sea parecida a la del niño de la historia. Algunas veces estamos tan absorbidos y ocupados con los detalles de nuestras obligaciones (…o distracciones) que no sentimos la presencia activa de Dios en nuestra alma. La Transfiguración es una de las manifestaciones más conspicuas de esa acción.

Si meditamos de forma superficial y ligera en la Transfiguración de Cristo, tenemos dos peligros. En primer lugar, podemos pensar que lo que sucedió ese día no es tan importante como lo que pasa ahí abajo en nuestro valle. Pero la obra de Dios es más importante y esencial que nuestras modestas actividades. Por supuesto -eso sí- que tenemos que bajar de la montaña. Unos versículos más adelante, Cristo, Pedro, Santiago y Juan se encuentran a un hombre cuyo hijo ha sido poseído por un demonio. Esa es una imagen diferente de nuestra humanidad; no de la humanidad transfigurada, que es nuestro destino, sino de nuestra humanidad desfigurada, nada más que una sombra de la gloria vista en la montaña.

En segundo lugar, podríamos pensar que la Transfiguración de Cristo es la única y que “nuestra transfiguración” es una simple analogía. Pero, somos partícipes de la naturaleza divina. La vida que hay en Cristo estará en nosotros. Tenemos una tendencia a tomar bastantes cosas del Evangelio metafóricamente. Cuando San Pablo se refiere a vivir “en Cristo” unas 140 veces, podemos pensar en una vida que se parezca a la de Cristo. Intentamos imitarle, cantamos diciendo que le seguimos y queremos cumplir su voluntad. Nos preguntamos: ¿Qué haría Cristo? Esperamos comportarnos éticamente y con fidelidad a Él en este mundo y después de la muerte ser ciudadanos del cielo.

No hay nada erróneo en esto. Pero San Pablo comprende que hay algo más radical y más íntimo que se anticipa: la verdadera unidad con Cristo y la transfiguración personal. Compartimos la vida de Cristo. Recibimos algo más que conocimiento intelectual de Dios, recibimos su iluminación. La participación en “la naturaleza divina” no es para unos pocos selectos, sino el plan de Dios para cada ser humano. La verdadera luz que ilumina cada hombre, llegó al mundo (Jn 1:9). La participación en esta luz no es un camino elevado y esotérico, sino una vía de sencillez y humildad de niño. No se gana súbitamente, con experiencias sobrenaturales que “vienen de lo alto”, sino con un autodominio diario y diligente. A través de la oración, el ayuno y honrando a otros por encima de uno mismo, vamos eliminando todo lo que no se inflama de ese fuego.

En nuestro examen místico, inmediatamente después de las experiencias de recogimiento, quietud y purificación, siempre presentes, procedemos al siguiente punto, la transfiguración, de la cual hemos de decir que también es permanente. Otra cosa diferente es si soy plenamente consciente de ese trabajo de orfebrería del Espíritu Santo. Él no tiene un horario limitado de trabajo.

La transfiguración que Pablo contempló en su propia vida y la que ocurre en nosotros va de dentro a fuera: nuestros corazones se hacen nuevos por la purificación, nuestro espíritu respira nueva vida y esa nueva vida irrumpe a través de nuestra capa de autosuficiencia y egoísmo. Pero esa capa es muy resistente, por eso el Espíritu infunde en nosotros tres poderosos instrumentos para romperla: Fe, Esperanza y Caridad, continuamente enriquecidas por los dones del Espíritu Santo.

Permítanme compartir dos poderosos ejemplos de nuestra transfiguración:

* Hay una conocida cita de Oscar Wilde: Perdona siempre a tus enemigos; no hay nada que les moleste más. Al decir esto, quizás el gran escritor irlandés fue víctima de su agudo ingenio y su ácida ironía, pero creo que estaba intuyendo algo muy cierto: cuando somos perdonados repetidamente (setenta veces siete) nuestros vicios y pasiones más profundos se disuelven, literalmente. Por mi parte, no recuerdo nada más poderoso. Cuando soy consciente de que he sido perdonado muchas veces, por Dios y por mis semejantes, siento que mi Fe, Esperanza y Caridad se renuevan y fortalecen. Por supuesto, somos tan complicados y egoístas que a menudo no aceptamos el perdón y perdemos una oportunidad de oro para un cambio radical.

* Recuerdo una escena de una película de gangsters de Chicago, cuando el protagonista, un tipo duro que acababa de matar docenas de miembros de la banda rival, llega a su casa, pone la ametralladora en el armario y se da cuenta de que su anciana madre está tosiendo y jadeando. El gangster comienza a llorar como un bebé… y tiene que ser consolado por su anciana madre. Desde luego, es sólo una película, pero refleja la capacidad de todo ser humano para pasar del odio al amor. El Espíritu Santo conoce esta característica. ¿No va entonces a utilizarla? Hemos de recordar que cada ser humano que encontramos, por muy exasperante que sea, está recibiéndola misma invitación divina; toda persona que conocemos está llamada a brillar en la gloria.

De hecho, es una intuición tanto de personas religiosas como de cualquiera que tenga buena voluntad. Recordemos las palabras de Nelson Mandela, en su Discurso Presidencial Inaugural de 1994:

Nuestro miedo más profundo no es a ser inadecuados. Nuestro miedo más profundo es que somos poderosos sin límite. Es nuestra luz, no la oscuridad lo que más nos asusta. Nos preguntamos: ¿quién soy yo para ser brillante, precioso, talentoso y fabuloso? En realidad, ¿quién eres tú para no serlo? Eres hijo de Dios. El hecho de jugar a ser pequeño no sirve al mundo. No hay nada iluminador en encogerte para que otras personas cerca de ti no se sientan inseguras. Nacemos para hacer manifiesta la gloria de Dios que está dentro de nosotros. No solamente algunos de nosotros: Está dentro de todos y cada uno. Y mientras dejamos lucir nuestra propia luz, inconscientemente damos permiso a otras personas para hacer lo mismo. Y al liberarnos de nuestro miedo, nuestra presencia automáticamente libera a los demás.

¿No es en verdad revelador?

Nuestro padre Fundador insiste en que esta transfiguración es una forma de unión, un paso en nuestra identificación con la Trinidad. De forma más tradicional, pero completamente en la misma línea (Virtud de la Religión = Unión), Heri-Dominique Lacordaire dijo en sus célebres Conférences de Notre-Dame de Paris (1844):

El milagro de nuestra transfiguración se cumple en la doctrina católica: humildad, castidad, caridad y todas las elevaciones interiores que resultan de éstas no son más que efectos de una virtud elevada que pone en marcha todas las demás. Sin religión, sin la interacción del alma y de Dios, el edificio cristiano se desmorona; consecuentemente, esa interacción, que es la piedra angular del arco, es eficaz de forma sobrenatural, porque lleva al hombre más allá de la humanidad.

¿Podemos pensar que el amor que dos personas comparten tras estar muchos años juntos es el mismo que se profesaban cuando se conocieron? ¿Podemos creer que esas personas siguen siendo como antes? Hay una transfiguración de quien somos que ocurre cuando tenemos la experiencia de amar, pues dependemos de las personas que amamos y que nos aman.

Pensemos en una persona que atraviesa un proceso terapéutico, que a través de ese proceso experimenta una curación y entonces su forma de estar con los demás y consigo mismo es nueva y diferente. Esta es otra manera de contemplar nuestra transfiguración.

En la festividad de hoy, nada cambia en Cristo. Más bien, son los discípulos los que cambian y nosotros con ellos. Cristo fue transfigurado, no adquiriendo algo que le faltaba, sino manifestando a sus discípulos quién era Él en verdad; abrió los ojos de esos discípulos ciegos y les dio una visión nueva. En otras palabras, en la transfiguración se nos da un vistazo del telos (objetivo o propósito) de la humanidad: unión con Dios. La transfiguración nos muestra el fin último de nuestra existencia.

Esa transfiguración continua, esa unidad tan deseada por Dios precisa nuestro consentimiento. Cuando nuestra humanidad acepta sin reservas ser unida a la humanidad de Cristo, Él comparte con nosotros su naturaleza divina. Esto significa que la transfiguración revela lo que nos sucederá cuando nos aproximemos, al máximo posible, a esa acogida de Cristo en su relación con el Padre. No podemos ser forzados a ello, se requiere nuestro consentimiento (acción teantrópica).

En 2Cor 3:18 leemos que quienes reciben el Espíritu son capacitados no sólo para ver la gloria de Dios, sino también para recibir esa gloria, al ser transfigurados en la imagen de Cristo ¿Cómo ocurre esto? Primero, dice San Pablo que recibir el Espíritu significa recibir un nuevo corazón y el soplo de una nueva vida en nosotros; es lo que San Pablo llama la nueva creación (5:17). Después, no se puede participar en una segunda creación sin transformarse en ministro de la “nueva alianza” (3:6). Si la luz del Evangelio ha brillado en nuestros corazones somos responsables de hacerla visible a quienes tenemos alrededor.

Los apóstoles pudieron escuchar a Jesús decir que estaría con ellos siempre; después de todo, Cristo es Dios Emmanuel, Dios con nosotros. No adoramos a un Dios cuya presencia se limita a una experiencia particular en la cima, ni en un lugar particular o en un momento particular. Adoramos a Dios Emmanuel, en todos los lugares y a todas horas. Dios está con nosotros, contigo. Los discípulos entendieron que Cristo moraría en ellos. No necesitaban quedarse en la cima dela montaña o regresar allí para tener un contacto con Él. Se apoyarían en la luz y en la vida de Jesús, que estaría entre ellos siempre. La presencia del Padre y del Espíritu Santo lo hizo aún más claro. Si no revivimos esos momentos de resurrección, en los que encontramos la presencia de Dios y la garantía de su amor, podemos fácilmente perder la esperanza y el fervor.

El último versículo del Evangelio de hoy parece estropear un panorama prometedor: No hablen a nadie de esta visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.

Aunque Pedro confesó a Cristo como Mesías, él y los otros apóstoles estaban todavía lejos de comprender que el Mesías prometido no sólo iba a ser un Rey del linaje de David, sino también un siervo sufriente. Alguien que tendría una muerte ignominiosa. Al hablar de la cruz, Cristo no se refiere a todas las pequeñas dificultades que encontramos en la vida. Él apunta más bien al hecho de que tenemos que morir a nosotros mismos. Esto es más difícil, más temible que todos los sufrimientos, y parece imposible para el hombre. Hoy, como en su época, muchos se acercan a Cristo para satisfacer sus necesidades y deseos, pero Dios resulta ser el Mesías que nos pide morir con muerte ignominiosa y martirial dentro de nosotros, morir a nuestros intereses egoístas. Para llegar a ser completamente humanos, debemos rechazar el ego y seguir a Cristo.

La historia de la Transfiguración nos enseña qué estamos llamados a ser, la razón de nuestra creación. Nunca debemos olvidar que en Cristo no sólo vemos a Dios, sino también a la humanidad; no sólo la humanidad, sino lo que debería ser la humanidad. En Cristo vemos lo que estamos llamados a ser. En conclusión; estamos llamados a ser transfigurados, a reflejar la luz divina a través de nuestros cuerpos.