
Evangelio según San Lucas 13,22-30:
En aquel tiempo, Jesús atravesaba ciudades y pueblos enseñando, mientras caminaba hacia Jerusalén. Uno le dijo: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?». Él les dijo: «Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán. Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, os pondréis los que estéis fuera a llamar a la puerta, diciendo: ‘¡Señor, ábrenos!’. Y os responderá: ‘No sé de dónde sois’. Entonces empezaréis a decir: ‘Hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas’; y os volverá a decir: ‘No sé de dónde sois. ¡Retiraos de mí, todos los agentes de injusticia!’. Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras a vosotros os echan fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios. Y hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos».
Instantes eternos
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 24 de Agosto, 2025 | XXI Domingo del Tiempo Ordinario
Is 66: 18-21; Heb 12: 5-7.11-13; Lc 13: 22-30
En el Qohéleth, libro de Antiguo Testamento (3:11), también llamado Eclesiastés, leemos: Dios hizo todo hermoso en su tiempo, luego puso en la mente humana la noción de eternidad, aun cuando el hombre no alcanza a comprender la obra que Dios realiza de principio a fin.
Pero la realidad que nos rodea nos dice que la persona que ayer estaba a nuestro lado desaparece para siempre, que nuestra energía se va apagando poco a poco o repentinamente… por eso podemos comprender que un oyente anónimo hiciera esa pregunta a Jesús: ¿Son pocos los que se salvan? Aunque el sentido de “salvarse” no esté perfectamente definido.
Cada época, cada cultura, cada persona, tiene una pregunta parecida, que se ha respondido de maneras diferentes, pero incluso cuando se entiende como un maravillosos premio, o un “final feliz” al terminar la vida terrenal, no estamos satisfechos. Desde luego, Cristo NO se refiere a nada de eso. En verdad, necesitamos saborear la eternidad ahora mismo y esto no son sólo palabras sensibleras o quiméricas. Son demasiadas las personas que se esfuerzan por cultivar algún ideal hermoso… aprobar un examen, formar una familia, conseguir un trabajo; son objetivos hermosos, pero son inmediatos, por sí mismos nunca serán suficientes, porque una vez alcanzados siempre nos preguntaremos: ¿Y ahora qué?
En nuestra falta de plenitud, siempre culparemos a alguien o a las circunstancias poco favorables. Como me decía un joven religioso, cuya perseverancia es más que incierta: No me siento valorado en lo que estoy haciendo.
Hace unos días, el Papa León recordaba el consejo de Cristo, de que hiciésemos una buena inversión con todo lo que hemos recibido (Lc 12: 33-34), lo cual significa -paradójicamente- desprendernos de ello y entregarlo a quien tiene necesidad y así conseguir un tesoro inagotable en el cielo. Bien sabemos que sólo Jesucristo puede decirnos en cada instante cuál es la forma de entregar nuestras capacidades, nuestro tiempo, nuestro afecto, nuestra presencia, nuestra empatía, como resumía el Papa.
La salvación es anunciada repetidamente por el Maestro, conocedor de nuestra obsesión por encontrar una puerta ancha y cómoda, que nos deje la conciencia tranquila por haber comido y bebido con Él y por haber anunciado su mensaje en las plazas.
Una y otra vez nos ruega comprender de un modo nuevo la resurrección y la salvación.
Esta no es la resurrección que yo he traído al mundo, no es el regreso a esta vida, sino la manifestación de la vida eterna que yo he traído al mundo y he dado a todos los hijos de Dios.
Recordamos a Marta cuando Jesús le dice: Tu hermano resucitará.
Ella replica, con cierto enojo: Pero ¡qué descubrimiento! mi hermano era un hombre justo… claro que resucitará de entre los muertos.
Pero la respuesta de Jesús es lo que hoy nos transmite a través de San Lucas: Esta no es la resurrección que yo he traído al mundo, no es el regreso a esta vida, sino la manifestación de la vida eterna que yo he traído al mundo y he dado a todos los hijos de Dios.
Por supuesto, los malvados, los impíos, no serían admitidos en esta salvación; recordamos a la madre de los siete hijos de Macabeo, que, después de animar uno por uno a sus hijos a no ceder a las propuestas de Antíoco, se volvió valientemente hacia el gobernante y le dijo: Tú, impío, no participarás en la resurrección de los justos, no serás salvo.
No nos precipitemos en juzgar a quienes preguntan a Jesús cuántos se salvan o cuándo será su llegada final. La verdad es que todo ser humano busca a quien con la palabra y con los hechos, le dé una respuesta a su sed de eternidad, llámese atea o creyente.
Un signo claro de estar viviendo la eternidad anticipada es la libertad que Cristo vivió en medio de las contrariedades más variadas y amargas. Otro ejemplo es la forma de entregar los mártires la propia vida, o la confesión de un San Pablo debilitado y envejecido, pero feliz de: Yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe (2Tim 4:6-7). Una característica en común es la conciencia de la fecundidad de esa entrega, de la realidad de un fruto imperecedero, que dará alegría en el cielo y quedará como un ejemplo a seguir en la tierra. Ese es el lenguaje de las Bienaventuranzas. Hacersepobre de espíritu, hacerse misericordioso, hacerse manso, hacerse limpio de corazón, con ayuda de la gracia, es abrir el corazón a la experiencia de un gozo pleno e inagotable.
Es fácil hablar del valor del dolor, pero sufrir es debilitante. Sólo quien está preparado para acogerlo, será capaz de transformarlo en testimonio y fortaleza para quienes tiene alrededor.
Se me ocurre un relato para ilustrar esta verdad.
En el corazón de una Roma del futuro, donde los arcos del Coliseo se reflejaban en los rascacielos de cristal y los transportes silenciosos surcaban los cielos, vivía Livia. Era una «Curadora de futuros», una de las profesionales más prestigiosas de su tiempo. Su trabajo consistía en diseñar y optimizar las vidas de las personas, planificando cada paso desde la carrera profesional, la vida afectiva e incluso las vacaciones, asegurando siempre el máximo éxito y la felicidad… para mañana mismo.
Su propia vida era su mejor anuncio: una agenda perfecta, un camino implacable hacia metas cada vez más altas. Siempre estaba a punto de alcanzar la verdadera paz… justo después del próximo proyecto, justo después de la siguiente adquisición. Vivía en la víspera perpetua de la felicidad. Sin embargo, en los silencios forzados entre una tarea y la siguiente, sentía un vacío inmenso, un eco en un salón exquisitamente decorado pero deshabitado.
Un día, mientras investigaba para un cliente, se topó con una referencia oscura a un lugar olvidado en el Trastevere, conocido como el «Jardín del Instante». La leyenda decía que allí crecía una única flor, la Rosa Aeterna, que no florecía según las estaciones, sino solo en el momento preciso en que alguien la observaba sin anhelar el pasado ni planificar el futuro. Se decía que su aroma no era un perfume, sino una experiencia: un sorbo de eternidad.
La pragmática y escéptica Livia, lo vio como un desafío definitivo.
El jardín era un anacronismo: un pequeño rincón de caos y verdor salvaje escondido entre edificios inteligentes. En el centro, sobre un pedestal de piedra cubierto de musgo, había un rosal con un único capullo cerrado, de un color pálido, indefinido. El cuidador era un vecino jubilado, cuyos ojos parecían contener la misma paz que Livia buscaba planificar.
El jardinero aficionado regaba unas macetas con una lentitud exasperante. Dejó la regadera y miró a Livia con una sonrisa amable: Mire ese capullo e imagine todo lo que está pasando en ese corazón hecho de pétalos, piense en todo lo que está ahí y no sabemos ver.
Livia se sintió vencida; canceló su siguiente cita. Apagó su reloj y guardó su dispositivo de comunicación. Se sentó en un banco de piedra, empezó a notar el zumbido de una abeja solitaria, el juego de la luz del atardecer sobre una hoja de parra, el sonido de una fuente lejana que nunca antes había oído. Sintió el frescor de la piedra bajo sus manos y el aroma de la tierra húmeda. Y, sobre todo, la presencia de ese jardinero anónimo. Le preguntó su nombre, quiso saber de su familia, de su salud, de su historia… No lo contempló como uno de sus clientes.
La Rosa Aeterna se abrió. A partir de entonces, Livia encontraba el aroma de la eternidad en los momentos más inesperados, sobre todo en el rostro de cada ser humano. La eternidad no era una línea de tiempo infinita, sino el momento que ahora poseemos para descubrir el regalo que hemos de entregar a una personas y… que durará para siempre.
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La Primera Lectura se declara: Y también de entre ellos tomaré para sacerdotes y levitas, dice el Señor. Esta es la afirmación más radical de todo el pasaje. En el judaísmo, el sacerdocio estaba estrictamente limitado a la tribu de Leví y a los descendientes de Aarón. Aquí, Dios anuncia que tomará sacerdotes y levitas «de entre ellos«, refiriéndose a los gentiles convertidos que llegan de todas las naciones.
Esto significa la abolición de las barreras étnicas y hereditarias para el servicio sagrado. Se establece un nuevo sacerdocio basado no en la sangre, sino en el llamado de Dios dentro de la nueva comunidad universal. Es el signo máximo del perdón, para que el ser humano, judío o gentil, se siente de verdad redimido: Vas a participar en mi propia misión.
Si nosotros, que hemos tenido el privilegio de conocer a Cristo, en especial desde el Bautismo, no creemos que somos discípulos misioneros, como decía el Papa Francisco, es porque no hemos reconocido y agradecido todo el perdón recibido, directamente de Dios o a través de los seres humanos. No seamos pues ingratos, para no estar entre los primeros que serán últimos, como concluye el Evangelio de hoy.
En los últimos domingos, hemos escuchado a Cristo hablar del reino y de la vida eterna, pero lo hace en su camino a Jerusalén; está pues hablando de su experiencia, de quien sabe que su destino final es Jerusalén y no se sorprende por las dificultades y oposición que encuentra.
Hoy, para colmo, escuchamos en la Segunda Lectura la exhortación a no rechazar la corrección y la reprensión, lo que nos recuerda que existen innumerables obstáculos y distracciones para hacer imposible ese gozo que anticipa la eternidad a quien emprende un día el camino siguiendo a Cristo.
Una vez que sabemos que nuestra meta es ser uno con nuestro Padre, la vida se convierte en una trepidante marcha para alcanzar ese fin. Hacemos los preparativos necesarios, seguimos el mapa y mantenemos el rumbo en medio de las tormentas, que nos agobian, y sobre todo de la íntima violenciaque exige el reino de los cielos, pero no sorprenden a quien vive en estado de oración.
En la tradición ascética de la Iglesia se apunta con sabiduría a los tres enemigos del alma: mundo, demonio y carne. En ocasiones, su acción es tan sutil y perversa que también podrían llamarse “los tres amigos (siniestros) del alma”, pues nos llegan a convencer por muchos medios de que la enseñanza de Cristo es exagerada, de que el amor no tiene por qué ser siempre exigente, de que mi prójimo no tiene tanta urgencia en recibir mi humilde testimonio, de que mis defectos y manías no se manifiestan al exterior, como se oye decir de forma convencida a algunos religiosos. Hace dos domingo, precisamente, Jesús nos impulsaba a no esperar, a no dejar de estar atentos, pues la llegada del dueño de la casa es imprevista, lo cual no es con el fin de engañarnos, sino que nos resulta inesperada por nuestra somnolencia, nuestra pereza espiritual.
Como ya dice el Salmo 6, quienes practican acciones nacidas sólo de su opinión, de sus energía, de su capacidad, aunque se puedan llamar “buenas acciones”, serán rechazados (nótese que no se dice “condenados”): Apártense de mí, todos los que practican la iniquidad.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente