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La autoridad del dolor | Evangelio del 23 de noviembre

By 19 noviembre, 2025noviembre 20th, 2025No Comments

Evangelio según San Lucas 23,35-43
En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo: «A otros salvó; que se salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios, el Elegido». También los soldados se burlaban de Él y, acercándose, le ofrecían vinagre y le decían: «Si tú eres el Rey de los judíos, ¡sálvate!». Había encima de él una inscripción: «Éste es el Rey de los judíos».
Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso».

La autoridad del dolor

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes

Roma, 23 de Noviembre, 2025 | XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario

2Sam 5: 1-3; Col 1: 12-20; Lc 23:35-43

La solemnidad de Cristo Rey fue instituida por el papa Pío XI en 1925. Esta fiesta fue la respuesta del Santo Padre a los regímenes ateos y totalitarios de su época. quería que todas las personas supieran que Jesús es superior a todas las ideologías políticas y culturales aspirantes a reyes de ese tiempo: el fascismo, el nazismo, el comunismo, el determinismo psicológico y el materialismo práctico.

En la antigüedad, el rey no era solo una figura ceremonial, sino que tenía que ejercer un liderazgo real, por supuesto en el gobierno, pero también dirigiendo al ejército en importantes expediciones militares. En consecuencia, demostraba su valía predicando con el ejemplo, liderando al pueblo y mostrando el camino arriesgando su vida. Se aseguraba de que su pueblo tuviera suficiente para comer y de que todos vivieran en armonía. Por esta razón, los reyes de aquellos tiempos eran muy respetados y se les concedía autoridad absoluta, no solo por ser reyes, sino por su autoridad personal.

Además, como nos recuerda San Pablo en la Segunda Lectura, el rey era fuente de unidad para todo su pueblo. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia, nos dice hoy al hablar de Jesús. Nuestra experiencia misionera nos dice cómo el testimonio de la auténtica unidad (algo que en el mundo es frágil y volátil) conquista los corazones y abre el alma a la conversión. Por eso reconocemos que el Espíritu Santo es el único agente capaz de lograr  y mantener nuestra unidad. San Pablo exhorta a los creyentes a esforzarse por mantener la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz (Ef 4: 3).

Crear la división es fácil, es incluso el procedimiento de una nación en contra de otra; es lo que quieren hacer los grupos de poder y también los cónyuges separados, buscando que su hijo o hija rechace a su padre o su madre. Cristo, en la Cruz, pide y consigue una unión más profunda entre su Madre y el discípulo Juan,

Los líderes y los poderosos de este mundo se rodean de guardias de seguridad y se protegen contra los adversarios y los enemigos que inevitablemente van a tener. Por eso, con la lógica del mundo, gritaban a Jesús: ¡Sálvate a ti mismo! También hoy, muchas personas se preguntan por qué Dios no interviene para evitar el mal que sufren las víctimas inocentes.

El Reinar desde la cruz es más que un símbolo, es una realidad que históricamente comenzó con la Pasión y Muerte de Cristo. Cuando leemos en el Evangelio el relato de la crucifixión, suelen invadirnos algunas preguntas: ¿de verdad era necesaria esa tortura? ¿no hubiera sido posible nuestra redención por un camino no violento?… Dios Padre nos conoce en profundidad y sabe que fácilmente somos víctimas de nuestras ideas y de nuestros juicios y preferencias. Y eso nos lleva a imponerlos a los demás, de muchas maneras diferentes, al afán de dominar todo: personas, conversaciones, comunidades, etc. Recordemos que, un día, Santiago y Juan  pidieron a Jesús: Concédenos sentarnos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda (Mc 10: 37).

La Primera Lectura es un ejemplo de nuestro permanente y universal deseo de imponer nuestras ideas y deseos. Los ancianos de las tribus del norte se presentaron ante David y le ungieron: como rey de todas las tribus de Israel.  David acepta y así comienza un reino grande y poderoso pero, después de que Salomón le sucediera en el trono, las tribus se separan de nuevo e Israel vuelve a ser un pueblo dominado por las naciones vecinas. Así que, el sueño de los israelitas de la época de Jesús era reconstituir el gran reino de David y esa era su petición constante a Yahveh.

No se trata ahora de juzgar al pueblo de Israel de esa época, sino de reconocer cuidadosamente cómo el mismo deseo de control se manifiesta en ti y en mí. Esto nos sucede de varias maneras:

* Como una preocupación constante: Intentamos anticipar todos los escenarios posibles para reducir la ansiedad.

* Con nuestra resistencia al cambio: Buscamos mantener rutinas y estructuras rígidas porque lo desconocido genera miedo. Incluso pretendemos reservarnos algo de nuestros hábitos (buenos, malos o neutros), nuestro para de sandalias, nuestra túnica de reserva, nuestro preciado bastón, cuando decimos que estamos siguiendo a Cristo.

* Necesidad exagerada de certeza: Tendemos a exigir respuestas claras y rápidas, incluso en situaciones donde la ambigüedad es inevitable.

* Control sobre los demás: Puede aparecer como querer decidir por otros, imponer opiniones o vigilar comportamientos de manera desconfiada, no con el deseo genuino de instruir y ayudar.

* Dificultad para delegar: Creemos que “nadie lo hará tan bien” y se acumulan responsabilidades, renunciando a formar a otras personas, lo cual es una tarea más delicada y exigente que no siempre estamos dispuestos a emprender.

* Expectativas rígidas: Esperamos que los demás actúen según nuestro propio guion interno, lo que genera frustración e impaciencia agresiva cuando esto no ocurre.

El problema es que estas reacciones debilitan o anulan nuestro estado de oración. Por eso, la lección que necesitaban nuestros duros corazones debía de ser algo más que palabras, un testimonio frontal y violentamente opuesto a nuestra sed de ser los primeros.

Ese es el poder de la Cruz de Jesús. Así se manifiesta la omnipotencia divina, no bajando de la cruz, como le desafiaban los magistrados y los ignorantes soldados. Su poder es que no existen límites para su servicio y su perdón. Por eso consigue la amistad del ladrón Dimas, que lo llama Jesús, por su propio nombre, como se llama a un amigo. Siempre he creído que el segundo ladrón también se rindió a la inocencia del Maestro, aunque no lo recoja el Evangelio.

En estos ladrones se observa cómo esta inocencia tuvo un impacto profundo, pues uno de ellos dice convencido a su compañero, refiriéndose a Jesús: Este, nada malo ha hecho. Lo mismo ocurrió a los soldados que estaban al pie de la cruz; el centurión romano, representante del poder pagano, reconoce la inocencia y la divinidad de Jesús y glorificó a Dios diciendo: Verdaderamente este hombre era justo (Lc 23: 47). Incluso los más crueles, los que se mofaban de Jesús en medio de su terrible dolor, reconocieron en Él que a otros salvó.

—ooOoo—

Abundan los ejemplos históricos y alrededor de nosotros de cómo el sufrimiento por fidelidad a la verdad refuerza la autoridad de quien sufre. La credibilidad de un profeta, de un apóstol, no está en el aparente éxito humano, sino en su perseverancia en medio de la oposición.

Siete siglos antes de Cristo, en una aldea pequeña de Judea, un joven llamado Jeremías escuchó una voz que lo desbordaba: Antes de formarte en el vientre te conocí, antes de que nacieras te consagré. No era una voz cualquiera, era la voz de Dios que lo llamaba a ser profeta. Jeremías tembló, porque sabía que las palabras que debía anunciar no serían dulces, sino duras y no fáciles de acoger para muchas personas.

Al principio, la gente lo miraba con desdén. Eres demasiado joven, decían. Pero él hablaba de destrucción, de injusticia, de un Dios que no soportaba más la mentira. Sus palabras eran como martillo que golpea la roca. Y por eso lo odiaban. Lo encerraron en prisiones húmedas, lo golpearon, lo acusaron de traidor. Incluso sus amigos lo abandonaron. Jeremías lloraba en silencio, preguntando a Dios por qué lo había elegido para una misión tan amarga.

Sin embargo, cada vez que intentaba callar, sentía dentro de sí un fuego ardiente, un fuego que no podía sofocar. Me dije: no hablaré más en su nombre. Pero había en mi corazón un fuego ardiente, encerrado en mis huesos, y me cansé de contenerlo (Jer 20: 9). Ese fuego lo obligaba a levantarse, a seguir anunciando, aunque su cuerpo estuviera cansado y su alma herida.

Con el tiempo, el pueblo comprendió que aquel hombre sufriente no hablaba por sí mismo, sino por Dios. Su dolor se convirtió en autoridad. Su llanto era verdadero, su voz era auténtica. Jeremías no fue escuchado por todos, pero su fidelidad lo convirtió en testigo de que la verdad, aunque duela, es más fuerte que la mentira.

El Papa León XIV, durante la Audiencia del pasado 8 de noviembre, presentó la figura del beato Isidoro Bakanja, que fue beatificado en 1994, y es patrono de los laicos del Congo. Nacido en 1885, cuando su país era colonia belga, no fue a la escuela porque no había ninguna en su ciudad y se convirtió en aprendiz de albañil. Se hizo amigo de los misioneros católicos, los monjes trapenses: le hablaron de Jesús y a los veinte años, decidió seguir la instrucción cristiana y recibir el Bautismo.

Desde ese momento, su testimonio se hizo cada vez más luminoso. cuando trabajaba como empleado agrícola para un patrón sin escrúpulos, que no soportaba su fe ni su autenticidad, mantuvo su fidelidad a Cristo. El patrón odiaba el cristianismo y a los misioneros que defendían a los indígenas de los abusos de los colonizadores, pero Isidoro llevó su escapulario con la imagen de la Virgen María al cuello hasta el final, soportando toda clase de maltratos y torturas sin perder la esperanza. Isidoro muere sin guardar rencor y rezando por sus perseguidores.

Quienes son fieles a Cristo, quienes buscan imitarle en el servicio y la abnegación, posiblemente no siempre “cambiarán la sociedad”, pero serán instrumento para que, en cada persona, tarde o temprano, ahora mismo o al final de sus vidas, se realice el plan redentor divino. Ese es el triunfo del Reino de los cielos. Por eso decimos que la crucifixión es el momento más glorioso de la vida de Jesucristo.

En esa línea, San Lucas nos dirá unos párrafos después: Todas las multitudes que habían acudido a este espectáculo, recordando lo que había sucedido, se volvían golpeándose el pecho (Lc 23,48).

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente