
Evangelio según San Lucas 18,1-8
En aquel tiempo, Jesús les decía una parábola para inculcarles que es preciso orar siempre sin desfallecer. «Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: ‘¡Hazme justicia contra mi adversario!’. Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: ‘Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme’».
Dijo, pues, el Señor: «Oíd lo que dice el juez injusto; y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar? Os digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?».
Una sencilla mirada al cielo
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 19 de Octubre, 2025 | XXIX Domingo del Tiempo Ordinario
Éx 17: 8-13; 2Tim3: 14—4,2; Lc 18: 1-8
En el texto evangélico de hoy, la sorprendente parábola del juez inicuo no es una alegoría. Por supuesto, el juez, “que no temía a Dios ni respetaba a los hombres” está construida con intención de mostrar un contraste, en un estilo típicamente semítico: Si incluso un juez injusto termina haciendo justicia por insistencia ¡cuánto más Dios, que es justo y bueno, escuchará a sus hijos!
De todas formas, el centro del mensaje no es el juez, sino la perseverancia en la oración.
Así que esta parábola NO nos dice que Dios es como un juez que se deja convencer por insistencia, sino que nos anima a confiar en que Dios escucha y responde, incluso si a veces parece tardar. La insistencia de la viuda no cambia al juez, sólo le obliga a hacer una acción vacía de toda compasión, pero nuestra oración perseverante nos transforma a nosotros y nos mantiene abiertos a la acción de Dios.
La viuda SÍ nos representa a todos nosotros: nos podemos identificar con su dolor, con su sensación de impotencia y somos exhortados a imitarla en su oración, clamando día y noche.
Esto es lo que nuestro padre Fundador nos ha querido siempre enseñar cuando nos habla del “estado de oración” o, lo que es lo mismo, de la oración continua. Es claro que hay formas de oración muy necesarias, pero que no podemos practicarlas de forma permanente. Sin embargo, una de las descripciones más claras y poéticas de lo que ha de ser la oración continua nos puede ayudar. Se trata de lo que escribe Santa Teresa de Lisieux (1837-1897) en su famosa Historia de un alma: Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de gratitud y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría.
En su bella expresión original francesa: Pour moi, la prière, c’est un élan du cœur, un simple regard jeté vers le ciel, un cri de reconnaissance et d’amour au sein de l’épreuve comme au sein de la joie.
En realidad, la necesidad de orar continuamente tiene una motivación verdaderamente mística: es porque el Espíritu Santo nos habla día y noche. En el Evangelio y en la actitud del propio Cristo, esto queda claro. Por ejemplo: Yo rogaré al Padre, y les dará otro Paráclito, para que esté con ustedespara siempre, el Espíritu de la verdad… Él mora con ustedes y estará en ustedes(Jn 14: 16-17). El morar o habitar en nosotros expresa con claridad esa presencia continua y activa.
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Las consecuencias de no vivir en oración continua están vivamente representadas en la Primera Lectura, que relata el combate de Israel contra los amalecitas, la batalla de Refidim: Mientras Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel; mientras las tenía bajadas, vencía Amalec.
En nuestro caso, las consecuencias no tienen sabor bélico, pero también son dolorosas. No es sólo que podemos pecar fácilmente, sino, sobre todo, que dejamos de acoger y aprovechar el perdón divino. En efecto, este perdón es permanente, realmente continuo, pues no se refiere sólo a un pecado concreto, sino a nuestra mediocridad, a nuestra tibia respuesta a la gracia. Siempre repetimos que el amor de Dios es ante todo, misericordioso. Esto significa que nos ama en medio de nuestra debilidad y nuestro pecado… y siempre somos débiles y pecadores.
Su amor se manifiesta, sobre todo, protegiendo, salvaguardando la pequeña llama de nuestra fe: cuando pecamos, cuando no somos fieles, no podemos dejar de creer en Él, no sentimos que apague nuestra fe sino, por el contrario, la preserva de nuestra torpeza, nos ofrece siempre una nueva oportunidad, una nueva prueba de su confianza.
Incluso las confesiones no cristianas tienen una noción cierta del carácter eminentemente misericordioso del amor divino.
La siguiente invocación aparece al comienzo del Salat, la oración que se recita cinco veces al día:
Alabado sea Alá, Señor del universo, el Misericordioso, el Compasivo, Soberano del Día del Juicio… Asimismo, hay una oración que se puede decir en cualquier momento del día, para pedir ayuda y dice así: ¡Oh Alá, Tú eres el más Misericordioso de los misericordiosos! Perdóname, guíame, y ten piedad de mí.
Podemos concluir que en verdad necesitamos esa misericordia, más esencial que cualquier otra que llegue de los hombres.
Si no acogemos la misericordia divina, necesariamente, tarde o temprano, la adversidad, la enfermedad, nuestro carácter o las incomprensiones que todos padecemos, nos arrastrarán a alguno de estos estados: tristeza ira o escepticismo. Esos estados describen bien cómo queda el alma de quien no ora continuamente. Sirvan estos ejemplos:
* Adán y Eva, tras desobedecer a Dios, se esconden avergonzados. Su falta de diálogo con Dios en ese momento refleja una ruptura espiritual que los lleva a la tristeza y al exilio.
* Caín (Génesis 4): En lugar de buscar a Dios en oración tras el rechazo de su ofrenda, Se deja llevar por la ira y mata a su hermano. Dios le advierte: el pecado está a la puerta, pero él no busca comunión ni corrección.
* El apóstol Tomás (Jn 20:24-29) no estaba presente cuando Jesús se apareció a los discípulos. Su escepticismo (si no veo… no creeré) refleja una desconexión momentánea. Jesús lo invita a tocar sus heridas, restaurando su fe.
Normalmente, nuestra falta de paciencia nos lleva a desanimarnos en la oración. Incluso estamos convencidos de que nuestra misericordia es insuperable; por supuesto, nos creemos más misericordiosos que ellos seres humanos que nos rodean y probablemente más que Dios mismo. Nos sucede como a quien observa un huevo a punto de eclosionar y se le ocurre ayudar al pollito a salir, rompiendo la cáscara desde fuera. Entonces el pobre animalito morirá desangrado o ahogado. Solemos decir (o al menos pensar) que Dios tarda mucho en responder, pero el problema es que esperamos una determinada respuesta, dictada por nuestra lógica, una respuesta… que no llega.
Incluso, cuando queremos ser honestos y bienintencionados, perdemos la paciencia ante la lentitud desesperante de una persona, la impuntualidad desconsiderada o el persistente apego a los juicios de quien ignora una materia en discusión.
Tal vez por eso, algunos expertos en la Biblia aseguran que una traducción más adecuada de lo que leemos normalmente en el texto de hoy “les digo que les hará justicia muy pronto”, sería “les digo que hará justicia de forma repentina, cuando menos lo esperes”.
La Providencia tiene su forma de responder, que a veces es muy sutil, como leemos en el libro de Ruth.
Ella era mujer moabita, queda viuda y decide acompañar a su suegra Noemí a Belén, abandonando su tierra y su pueblo. Un día, Ruth va a espigar en los campos “por casualidad” y termina en el campo de Booz, un pariente lejano que más tarde se convierte en su esposo. De esa unión nace Obed, padre de Isaí, abuelo del rey David y, por tanto, antepasado de Cristo. Es decir, de un acto de fidelidad humilde y una serie de “coincidencias”, Dios prepara la genealogía del Mesías.
No tenemos fe suficiente para confiar en los planes divinos, pues el dolor propio y ajeno nos nubla la visión y el pensamiento. Nos sucede como al apóstol Juan en el capítulo 5 del Apocalipsis donde llora, porque parece que nadie podrá cumplir el propósito de Dios ni traer justicia. Pero, cuando ve al Cordero que toma el libro de la mano de Dios, comprende que solo Cristo tiene el derecho de ejecutar el plan divino, porque Él venció por medio de su sacrificio. Como dice hoy Cristo: ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche?
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Desde un punto de vista positivo, el Evangelio nos enseña hoy que, si por medio de la oración continua logramos vencer la tristeza, la ira y el escepticismo, se abran las puertas del alma para alinearnos con la voluntad divina. Observemos que ese es el mensaje de la frase final en el texto evangélico de hoy: Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra? Esa advertencia me hace preguntarme si en la última llegada de Jesús, o cada vez que se dirige a mí en el día me encuentra en estado de oración para ser capaz de unirme a Él.
Dicho de otro modo, quien ora continuamente, permanece en contacto constante con los pensamientos, sentimientos y planes de Dios, y entonces ve los sucesos de forma cada vez más parecida como Él las ve; la oración mantiene al hombre alerta cuando se crean las condiciones que permiten que algo cambie para que se cumplan los planes divinos.
Como dice la Segunda Lectura, otra consecuencia de la oración continua es un acto apostólico que también puede llegar a ser permanente; Así San Pablo declara a Timoteo: Te pido encarecidamente, por su advenimiento y por su Reino, que anuncies la palabra; insiste a tiempo y a destiempo; convence, reprende y exhorta con toda paciencia y sabiduría.
Solemos decir que un signo de madurez en la persona es su reacción serena ante la adversidad, lo cual significa: reconocer el dolor sin negarlo, no reaccionar impulsivamente ni culpando a otros y buscar sentido en medio del caos, en lugar de rendirse al cinismo. Para un creyente, como le sucedió a Job, la oración madura, es decir, continua, no sólo en momentos “especiales”, le lleva a mantener su integridad y su relación íntima con Dios, al contrario que les sucedió a sus amigos. Vivía en oración y por eso las terribles desgracias que le invadieron no pudieron destruir su fe.
Todos buscamos la justicia en la vida. Cuando sientes que tus derechos son violados, la respuesta instintiva es exigir justicia. Buscamos justicia no solo para nosotros mismos, sino también para nuestros seres queridos y, especialmente, para los más vulnerables de la sociedad.
De todas formas, no olvidemos que la plenitud de la justicia no se realizará en este mundo. Como dijo San Ambrosio: ¿Qué es la muerte, después de todo, sino el entierro del vicio y el florecimiento de la bondad?
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente