
Evangelio según San Lucas 21,5-19
En aquel tiempo, como dijeran algunos, acerca del Templo, que estaba adornado de bellas piedras y ofrendas votivas, Él dijo: «Esto que veis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida».
Le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo sucederá eso? Y ¿cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocurrir?». Él dijo: «Mirad, no os dejéis engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: ‘Yo soy’ y ‘el tiempo está cerca’. No les sigáis. Cuando oigáis hablar de guerras y revoluciones, no os aterréis; porque es necesario que sucedan primero estas cosas, pero el fin no es inmediato».
Entonces les dijo: «Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos, peste y hambre en diversos lugares, habrá cosas espantosas, y grandes señales del cielo. Pero, antes de todo esto, os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y cárceles y llevándoos ante reyes y gobernadores por mi nombre; esto os sucederá para que deis testimonio. Proponed, pues, en vuestro corazón no preparar la defensa, porque yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Seréis entregados por padres, hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros, y seréis odiados de todos por causa de mi nombre. Pero no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas».
Ni un solo cabello de ustedes se perderá
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 16 de Noviembre, 2025 | XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario
Mal 3: 19-20a; 2Tes 3: 7-12; Lc 21: 5-19
El Evangelio de hoy presenta un discurso profético de Jesús sobre la destrucción del Templo, las señales del fin, y la perseverancia en medio de la persecución. El mensaje central es: no dejarse engañar, no temer, y mantenerse firmes en la fe.
Pero los que le escuchaban percibieron, ante todo, una tragedia que prácticamente significaba para ellos el fin del mundo, pues el Templo representaba el lugar privilegiado, único, de encuentro con Dios. Entonces, el Maestro aprovecha para dar una interpretación más profunda a ese hecho desastroso, que ocurrió el año 70, antes de que San Lucas escribiera su Evangelio. Por supuesto, no pretendía infundir miedo, sino preparar espiritualmente a los creyentes para enfrentar dificultades con fe y esperanza.
Él mismo venía a ser la piedra angular del nuevo templo construido con piedras vivas, lo cual es una forma vigorosa de expresar cómo ha de ser nuestra unión con Él: algo permanente, necesario y firme.
En la práctica ¿cómo podemos perseverar en esta unión, según nos dice Jesús al final de sus palabras de hoy? Para ello, cada uno de nosotros tiene dos poderosos recursos:
* La experiencia haber sido perdonado muchas veces.
Ojalá fuésemos tú y yo más conscientes de esa realidad. Recuerdo unas líneas del sacerdote escritor Martín Descalzo (1930-1991), que más o menos decían así:
He tenido siempre mucha compasión hacia quienes tienen que vivir junto a un milagro artístico. Por ejemplo, hacia la gente que vive frente a la catedral de Burgos o junto al templo de la Sagrada Familia en Barcelona. Han nacido a su sombra, han jugado a sus pies; ya jamás alzan hacia esos milagros los ojos. Se asombran, incluso, de los rostros de los turistas alucinados que por primera vez los contemplan. Porque ver una cosa un millón de veces no aguza la vista, sino que se puede convertir en ceguera. Supongo que por ese desaguadero de la rutina perdemos la mitad de los gozos de la vida. Somos -como dice el refrán castellano-igual que esos tordos de campanario, que ya no se espantan de los golpes del badajo, o como los pasteleros, que terminan por aborrecer el sabor de los dulces.
Llamamos caridad al amor que recibimos de Dios, caracterizado, sobre todo, por la misericordia, es decir, una forma activa de perdón. Aunque a menudo no nos demos cuenta de cómo Él nos perdona muchas veces durante el día, lo hace protegiendo y preservando esa pequeña llama de nuestra pequeña fe, para demostrar que Él realmente cree en nosotros. Lo hace confirmándonos en nuestra misión, con lo cual nos da una prueba indiscutible de su confianza, especialmente si siento que “me pide demasiado” o que “no soy la persona más adecuada para esa misión”.
Cada perdón recibido es una prueba viva de que cuanto más se multiplicó el pecado, tanto más abundante fue la gracia (Rom 5: 20). Y, como dice el Salmo 32: Dichoso aquel a quien se le perdona su culpa. Esa dicha se convierte en una fuente de paz y gozo espiritual, no por que genere la confianza en uno mismo, sino en la fidelidad de Dios.
La esperanza aparece como fruto inmediato de la conciencia de haber sido perdonado. Como dice Jesús a Simón el fariseo, al referirse a la mujer que perfumó los pies de Cristo: Es porque le han sido perdonados sus muchos pecados. A quien poco se le perdona, poco amor manifiesta (Lc 7: 47). El recibir perdón es fuente de esperanza, de nueva fe y de caridad. En realidad, es la experiencia permanente de todo discípulo pues, aunque no recuerde vivamente algún pecado reciente, tiene la seguridad de ser mediocre, tiene la impresión de que seguramente ha perdido muchas oportunidades de vivir esa invitación constante y siempre nueva de la caridad.
El cristiano deja de juzgar a los demás con dureza, porque se sabe también necesitado de gracia. Es lo que no quiso reconocer el servidor cruel (Mt 18: 21-35), incapaz de perdonar, mostrando una impiedad que es difícil de explicar cuando se ha recibido tanta misericordia; por eso termina Cristo esa parábola diciendo cómo ese servidor se ganó el ser torturado hasta que pagase lo debido.
* Tener presente la victoria de Cristo y de los santos.
La historia de José, hijo de Jacob, recogida en el libro del Génesis, capítulos 37 al 50, aunque pertenece al Antiguo Testamento, es un relato que ilustra cómo pensar en nuestro verdadero destino -mejor, en la experiencia y la promesa de Cristo- nos sostiene y nos hace perseverar en el camino.
José era el hijo favorito de Jacob, lo que provocó la envidia de sus hermanos. Un día, lo arrojaron a un pozo y lo vendieron como esclavo. Fue llevado a Egipto, donde pasó por muchas pruebas: fue acusado injustamente, encarcelado y olvidado.
Pero José tenía un sueño: desde joven, había recibido visiones de que algún día se le daría una misión de autoridad. Aunque no entendía cómo se cumpliría, mantuvo su fe en Dios.
A lo largo de los años, José no se dejó vencer por la amargura ni por el sufrimiento. En cada situación, actuó con integridad, sabiendo que su vida tenía un propósito mayor. Finalmente, fue elevado a gobernador de Egipto, y desde esa posición salvó del hambre a muchas personas, incluyendo a sus propios hermanos.
El recordar cómo los santos han encontrado siempre la forma de dar razón de su esperanza (1Pedro 3: 15) nos confirma en nuestro camino, sabiendo que ellos no eran ni más ni menos fuertes que nosotros. Pero ciertamente abrieron su corazón, su mente y sus manos a lo que la Providencia les presentaba a cada instante.
—ooOoo—
La interpretación inmediata de las guerras, revoluciones, terremotos, hambre, epidemias y signos celestiales que menciona hoy Jesús se refiere al fin de los tiempos, pero, por muy reales (…incluso actuales, dirán muchos) que sean estos signos, lo más importante es el significado de lo que sucederá antes de todo esto, de lo que está pasando ahora mismo: que muchos vendrán “en su nombre”, proclamando que el fin está cerca. Nos insta a no seguirlos ni dejarse engañar por falsas señales. Por supuesto, no sólo se refiere a los extravagantes y lunáticos que anuncian catástrofes continuamente. Lo que tiene una permanente importancia para nosotros es el discernimiento espiritual en tiempos de confusión.
El consejo de Cristo respecto a los portavoces mesiánicos y a los vendedores de humo es claro: No los sigan. Hemos de ser prudentes (no timoratos ni acomplejados) frente a dos tipos de personas: los que presentan ideas o ídolos prometedores y los que son abiertamente nuestros enemigos, nuestros perseguidores. San Lucas, después del texto de hoy, recoge esta sentencia de Jesús: Cuando todo esto comience a suceder, cobren aliento y levanten la cabeza, porque la liberación ya está cerca (Lc 21: 28).
Ese es el verdadero sentido de la palabra “Apocalipsis”: Revelación, es decir, el auténtico y profundo significado de los sucesos dolorosos. Estos no han de ser contemplados simplemente como puro sufrimiento, sino como anuncio del cumplimiento de los planes divinos, por lo que es necesario “levantar la cabeza” y no limitarse a lo que parece evidente: nada cambia, el mal ha triunfado siempre, los corruptos se saldrán otra vez con la suya… En particular, las mil formas de persecución (burla, tortura, marginación, difamación…) son una oportunidad de dar un testimonio que no podemos ofrecer cuando todo transcurre en paz y armonía. La octava Bienaventuranza declara felices a quienes son perseguidos porque buscan hacer lo justo, lo que Dios desea. Es la oportunidad de ofrecer una misericordia, una mirada de compasión a quien nos hace daño, a quien no esperaría nuestro perdón, a quien parece ignorar el alcance de sus acciones
Ese perdón no es solamente renunciar a un contraataque, sino el buscar la paz para el agresor, como hizo el mártir San Esteban al ser lapidado: Señor, no les tomes en cuenta este pecado (Hechos 7: 60). Eso no es un ataque a los ofensores, sino a su lógica del odio, que de esta forma queda aniquilada. Así, se rompe el ciclo de resentimiento, incluso si no hay arrepentimiento inmediato.
Un contraataque puede ser renunciado por muchas razones no esencialmente cristianas: por miedo, por orgullo («no vale la pena rebajarme»), por cálculo (“esperar un mejor momento”) o por simple apatía.
Un ejemplo de perdón cristiano más poderoso y visual del siglo XX es el de San Juan Pablo II y Mehmet Ali Ağca.
El 13 de mayo de 1981, el Papa Juan Pablo II fue disparado y gravemente herido en la Plaza de San Pedro por Mehmet Ali Ağca.
Mientras estaba en el hospital, recuperándose de heridas que casi le cuestan la vida, el Papa hizo lo que muchos considerarían el acto final del perdón: declaró públicamente que «perdonaba sinceramente» al hombre que había intentado asesinarlo.
Si la historia terminara ahí, ya sería un ejemplo extraordinario de magnanimidad. El Papa renunció a todo odio, a todo deseo de venganza personal, a todo contraataque. Para la mayoría del mundo, el perdón ya estaba completo.
Pero para un perdón activo cristiano, a esto le faltaba la parte más esencial. Dos años después, en 1983, sucedió la imagen que definió este evento. Juan Pablo II hizo algo que el mundo no esperaba: fue a la prisión de Rebibbia, en Roma, y entró en la celda de su atacante. Durante veinte minutos, se sentó junto a Mehmet Ali Ağca. Las fotos icónicas muestran al Papa inclinado hacia él, hablándole en voz baja, con una mano sobre la rodilla del prisionero.
Fue un acto de encuentro. El Papa no fue allí para decir Te perdono, eso ya lo había hecho, sino para decir Me importas. No fue a visitar a un criminal, sino a un hombre llamado Mehmet.
Con ese gesto, Juan Pablo II no solo renunció a la venganza, sino que activamente buscó el bien y la humanidad de su ofensor. No lo vio como un enemigo al que neutralizar, sino como un alma perdida a la que había que ofrecer la redención. No pretendió eliminar el pasado, sino que intentó activamente sanar el presente de su agresor.
Eso es el perdón que recibe y debería dar el cristiano. No es la ausencia de venganza; es la presencia activa de la gracia, que busca restaurar la dignidad del pecador, incluso a un gran costo personal.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente










