
“El voto que hoy profesamos no es un juego. No es una prueba. Es una entrega libre, total y pública. Y esa entrega nos coloca en una situación nueva. No se trata de ser perfectos, sino de ser testigos. Y ser testigo es una responsabilidad enorme. No podemos olvidar lo que hemos visto, lo que hemos vivido”.
Con estas palabras, el p. Luis Casasús animó a Marco Cevallos, Gladys Andrade, Karla Estrella y Javier Carrión, quienes el pasado 9 de junio dieron un paso decisivo: la profesión de sus votos temporales como misioneras y misioneros Identes externos a la vida común.
La celebración tuvo lugar en la sede de la UTPL de Quito, donde también renovaron sus votos Patricio Larrea, Cielito Carrillo, Gabriela Jarrín, Carina Arévalo y Carlos Paúl Lima, reafirmando con alegría su compromiso de seguir a Cristo con un corazón indiviso.
Compartimos a continuación el texto íntegro de la homilía del p. Luis Casasús, presidente de las misioneras y los misioneros Identes.
Nada es por casualidad. Y tampoco lo es que hoy, precisamente hoy, celebremos esta ceremonia de votos.
Aunque normalmente nos centramos en las bienaventuranzas, hoy la Iglesia nos recuerda algo muy especial: a María, como Madre de la Iglesia.
En el momento más doloroso de la vida de Jesús, en la cruz, había tres mujeres presentes. Los hombres, como suele pasar, fueron más cobardes y se alejaron. Pero allí estaban María, la esposa de Cleofás (posiblemente hermana de la Virgen), María Magdalena y, por supuesto, María, la Madre de Jesús.
Estamos en una celebración de votos, lo que significa una intención permanente. A diferencia de otras intenciones pasajeras —como viajar, trabajar o descansar—, esta es una entrega total. Y en María vemos ese ejemplo de fidelidad: fue testigo del inicio de la vida pública de Jesús, de su primer milagro, y también de su último suspiro. Y en ese momento, recibió una misión.
Jesús, con solo tres palabras por pronunciar —“Todo está consumado”—, le confió a su madre una nueva tarea:
“Mujer, ahí tienes a tu hijo.”
“Juan, ahí tienes a tu madre.”
¿Cómo podríamos quejarnos nosotros de nuestras condiciones, de nuestras limitaciones emocionales o morales, cuando María recibió su misión en medio del dolor más profundo? ¿Cómo podríamos decir que no somos dignos, que no estamos listos, que no somos suficientes?
A veces pensamos: “Qué pena que no haya más misioneros”, o “qué difícil es esta misión”. Pero después de ver a María, Madre de la Iglesia, recibiendo su encargo al pie de la cruz, ¿cómo podríamos permitirnos siquiera un lamento?
En 2018, el Papa Francisco, al meditar sobre este pasaje, proclamó oficialmente a María como Madre de la Iglesia. Y si Jesús le confió a Juan el cuidado de su madre, también nos la confía a nosotros. Y a ella, nos confía a nosotros.
Cuando sentimos compasión por alguien, cuando nos duele el sufrimiento ajeno, debemos recordar que esa persona también está llamada a participar en la misión. No porque le convenga, sino porque Cristo la necesita.
¿Cuántas personas hay a nuestro alrededor —no en tierras lejanas, sino cerca, en nuestras familias, trabajos o parroquias— que nunca han escuchado claramente:
“Cristo te necesita”?
No debemos dudar de que esas personas pueden responder. No debemos pensar que no son capaces, que están demasiado alejadas, que no tienen fe. Eso sería lo contrario a la fe.
Cuando Dios pone a alguien en nuestro camino, esa persona debe convertirse en objeto de nuestra fe. No solo creemos en Dios, sino también en lo que Él nos muestra a través de los demás.
Nuestro fundador decía que tal vez, al llegar al cielo, uno de nuestros mayores dolores será encontrarnos con alguien que nos diga:
“Qué pena que nunca me invitaste a vivir lo que tú viviste. No eras perfecto, pero recibiste una ayuda esencial de la Providencia, y nunca me la compartiste.”
Ojalá, en cambio, podamos escuchar:
“Gracias. Gracias porque, aunque no te hice caso en su momento, cuando llegué a la puerta del cielo, supe qué hacer… porque tú me amaste.”
Queridos hermanos, no tengamos dudas. No de nuestra vocación, ni de las personas que Dios pone en nuestro camino. No pensemos que porque alguien ha abandonado la Iglesia, o parece indiferente, no puede ser tocado por la gracia. Nuestra fe también consiste en creer en lo que Dios puede hacer en los demás.
Los votos que hoy profesamos no son un juego. No son una prueba. Son una entrega libre, total, pública. Y esa entrega nos pone en una situación nueva. No se trata de ser perfectos, sino de ser testigos. Y ser testigo es una responsabilidad enorme. No podemos olvidar lo que hemos visto, lo que hemos vivido.
Recuerden: los votos no nos hacen más fuertes por sí solos. A veces, incluso, nos hacen más vulnerables. Pero también nos hacen más valiosos a los ojos de Dios. Y por eso, el enemigo buscará distraernos, debilitarnos, tentarnos. Pero si permanecemos fieles, si pedimos la gracia necesaria, Dios nos sostendrá.
Hoy, como Juan, recibimos una misión. Y como él, debemos llevar a María a nuestra casa. No como un gesto simbólico, sino como una obediencia real, profunda, transformadora. Porque esta es la voluntad de Cristo.