
Evangelio según San Lucas 14,25-33
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: «Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío.
»Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: «Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar. ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío.»
Dos valores de la oración: arquitectónico y castrense
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 07 de Septiembre, 2025 | XXIII Domingo del Tiempo Ordinario
Sab 9: 13-18; Flm 9b-10.12-17; Lc 14: 25-33
Cristo habla hoy de alguien que proyecta construir una torre y un rey que emprende una batalla con otro rey. Las dos historias juntas son una analogía perfecta de lo que implica seguirle a Él.
Una torre no es una simple vivienda. Puede ser parte de una muralla, una construcción para ver en la distancia o para que todo el mundo la contemple, por su belleza o porque tal vez incorpora un reloj, una bandera o en ocasiones los trofeos arrebatados al enemigo, como era el caso de la Torre de David. Recordemos que en las Letanías, se llama a María Torre de David y también Torre de Marfil, por el brillo y la pureza de este material.
Desde el punto de vista negativo, la torre simboliza nuestro afán por ser admirados, ese impulso instintivo de tener buena fama, de que se reconozcan mis méritos, mi forma de trabajar, mi generosidad… en esa caso la torre se parece más a las cárceles que fueron durante un tiempo la Torre de Londres, la Torre de Belem, o la torre de Castel dell’Ovo en Nápoles: prisiones, paredes limitantes que me separan del prójimo.
Una torre puede ser símbolo de un país, de una ciudad, como la inigualable torre Eiffel de París. Pero, sobre todo, como en el caso de María, en la Biblia la torre representa la imagen que vamos forjando de nosotros, nuestro proyecto de vida. Por eso su construcción es tan delicada. Ese proyecto de vida no es “individual”, no es nunca para mí solo, es algo tan visible y tan evidente a todos que antes o después se transforma en un testimonio (como la Torre de Marfil) o en una vergüenza (como la torre de Babel).
Es notable cómo Jesús propone esta alegoría de la torre precisamente cuando mucha gente le acompañaba, siendo consciente de que no lo hacían de forma reflexiva, simplemente instintiva, porque lo contemplaban como un obrador de prodigios o quizás como una persona de conducta admirable. No es suficiente, no basta caminar detrás de Cristo sin darnos cuenta de lo que eso supone en cuanto a recursos, planificación y perseverancia. No basta un entusiasmo superficial ni una emoción momentánea. No es algo improvisado; seguir a Cristo no es ser un simpatizante suyo, o proclamar que es Hijo de Dios, exige una decisión consciente, evaluada, que incluye estar dispuesto a renunciar a todos los bienes (v. 33). El discípulo no debe empezar algo que no está dispuesto a completar. En la oración, día a día, va descubriendo qué dejar y qué piedra poner en la construcción de la torre-
La torre inacabada significa no tener en cuenta los cambios que debo llevar a cabo en mi forma de vivir: los cimientos, el material necesario, los costes, las horas de trabajo, la actitud frente al cansancio y la adversidad…
Por otro lado, la imagen del rey que se dispone a emprender el combate con diez mil soldados, se refiere a las dificultades externas: la relación difícil con el prójimo, la falta de comprensión, la oposición abierta y consciente de algunos, la pérdida de la fama por las murmuraciones y -en resumen- lo que nos pone a prueba y compite con nuestra decisión, en especial los otros bienes, lo que tiene el mundo de atractivo (bueno o malo) y absorbente. Por eso Jesús concluye hoy su lección: Así pues, cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo.
La imagen del combate de 10.000 soldados contra 20.000 es expresiva de lo exigente de la situación. El no comprender que la vida espiritual es un combate, es una ingenuidad, es ignorar la advertencia de Jesús de velar y orar (Mt 26: 41), de entrar por la puerta estrecha (Lc 13: 24).
Las guerras de todo tipo, nuestra necesaria guerra espiritual y los tristes conflictos que se extienden desde la prehistoria hasta las modernas guerras híbridas, exigen un cálculo continuo y metódico. El conde Helmuth Karl Bernhard von Moltke, el gran estratega y general alemán del siglo XIX, eligió como lema, Erst wägen, dann wagen (“Primero sopesar, luego aventurarse”), y es a esto a lo que debe sus grandes victorias y éxitos. Lento, cauteloso, cuidadoso en la planificación, pero audaz, atrevido, incluso aparentemente imprudente en la ejecución, en el momento en que toma su decisión. Fue tan exitoso en su estrategia que sus repetidas solicitudes de retiro del servicio activo por razones de edad fueron siempre rechazadas por el emperador prusiano, hasta poco antes de cumplir 88 años.
Si miramos la estrategia del diablo, desde luego busca aprovecharse de nuestras distracciones, de los momentos en que estamos espiritualmente dormidos, porque no terminamos de creer que nuestras pasiones nos provocan continuos conflictos. San Pablo insistió en esta verdad ascética:
Me doy cuenta de que en los miembros de mi cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado. Esta ley lucha contra lo que considero bueno, y me tiene cautivo (Rom 7: 23-24).
Así que les digo: vivan por el Espíritu y no sigan los deseos de la carne; porque esta desea lo que es contrario al Espíritu y a su vez el Espíritu desea lo que es contrario a ella. Los dos se oponen entre sí, de modo que ustedes no pueden hacer lo que quieren (Gal 5; 16-17).
El combate espiritual, del teatino Don Lorenzo Scupoli, escrito a fines del siglo XVI, es uno de los más famosos tratados de vida espiritual. San Francisco de Sales, también maestro en esa materia y Doctor de la Iglesia, lo llevó en su bolsillo durante 18 años. Lo leía diariamente y lo recomendaba a las personas que dirigía. Usando esta terminología bélica, Scupoli escribió algo que es siempre actual:
Se debe estar resuelto a una perpetua guerra contra sí mismo, comenzando por armarse de las cuatro armas sin las cuales es imposible obtener la victoria en ese combate espiritual. Esas cuatro armas son: desconfianza de sí mismo, confianza en Dios, apropiado uso de las facultades del cuerpo y del alma, y el deber de la oración.
Acusado falsamente, calumniado, suspendido a divinis y absuelto tras 25 años por un Capítulo General, pocos meses antes de morir… sabía de lo que estaba hablando. El famoso libro es un reflejo de su vida ejemplar de lucha sin cuartel por seguir a Cristo.
—ooOoo—
De todo lo anterior, se podría concluir que la victoria espiritual es fruto directo de nuestra abnegación y de nuestro esfuerzo. Sin embargo, lo que estamos haciendo con ello, humildemente, es dar un signo a las Personas Divinas que significa: Necesito ayuda y, además, no espero encontrarla en nada ni nadie de este mundo, sólo en la voluntad del Padre, que espero leer en mi prójimo y en los eventos a mi alrededor.
Hemos de vivir con esa feliz desconfianza del que habla Lorenzo Scupoli, y pasar reclinado toda la vida en el Corazón del Padre. Como nos dice nuestro Fundador.
Es así como nos hacemos libres para vivir según hizo San Pablo y lo refleja en la Segunda Lectura: ser constructores de unidad, en su caso entre Filemón y Onésimo; ser capaces, no sólo de hacer una torre, sino también múltiples puentes entre las personas, siempre separadas por mil equívocos, miedos, desconocimiento e intereses. Una misión que en muchas ocasiones parece imposible.
Esto refleja la necesidad que tenemos de la sabiduría divina para ir más allá de nuestra ignorancia e impotencia, como expone la Primera Lectura.
Me permito parafrasear la historia del Juicio de Salomón (1Reyes 3: 16-28), para insistir en la necesidad que tenemos de ser enseñados a construir nuestra torre y vencer nuestra batalla:
El joven rey Salomón acababa de asumir el trono. Aunque heredó poder, no se sentía sabio. En su oración nocturna, clamó:
¿Quién puede conocer tu voluntad, Señor? El razonamiento humano es frágil, y los planes de los mortales inciertos. Dame tu sabiduría para gobernar con justicia.
Al día siguiente, dos mujeres llegaron al palacio, disputando la maternidad de un niño. No había testigos, ni pruebas. Salomón escuchó, pero sus pensamientos eran confusos. ¿Cómo juzgar sin caer en error?
Recordando su oración, Salomón no confió en su lógica, sino en lo que el Espíritu le inspiró. Propuso dividir al niño, sabiendo que el amor verdadero se revelaría. Una mujer aceptó; la otra, llorando, pidió que se lo dieran a su rival.
Entonces Salomón dijo:
No fue mi mente la que resolvió este juicio, sino la sabiduría que Dios me concedió. Porque los pensamientos humanos no bastan para conocer lo justo.
El pueblo se maravilló, no solo por la decisión, sino por el reconocimiento de que la verdadera justicia nace del Espíritu de Dios, no del intelecto humano.
Tú y yo podemos tener una experiencia semejante cuando aceptamos cargar la cruz, sobre todo cuando acogemos la invitación de ser discípulos misioneros, a pesar de nuestra limitación y cansancio. No podemos imaginar cómo nuestro testimonio va a ser utilizado para que alguna persona se acerque a Cristo.
Entre la multitud que le seguía en el Evangelio de hoy, seguramente había enfermos, curiosos, soñadores poco realistas, gente decepcionada, jóvenes ambiciosos, intelectuales con deseo de conocer más, o simplemente atraídos por la simpatía de Jesús como persona… Todos ellos están representados en los que fueron los primeros discípulos y llegaron hasta el final, entregando su vida. Cristo es capaz de cambiar nuestras motivaciones, el tesoro vano e intrascendente que nuestro corazón había elegido.
______________________________
En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente