“Madre de san Agustín, mujer de fe invencible, creyó firmemente en la conversión de su hijo por la que suplicó sin cesar vertiendo ardientes lágrimas. Con su santidad de vida logró también la conversión de su violento esposo”
A esta madre santa le cupo la gloria de dar a luz a uno de los grandes santos y doctores de la Iglesia, Agustín, al que, con sus ardientes y emocionadas súplicas, rescató del mundo, instándole a volver los ojos a Dios. Es modelo y patrona de las madres cristianas.
De origen bereber, nació en Tagaste, actual Souk-Aharás, Argelia, el año 332. Después de recibir el bautismo en plena juventud, según la costumbre de la época, se sintió cada vez más inclinada a la vida de oración. A ella hubiera querido consagrar su existencia, pero sus padres la desposaron con Patricio, que además de ser pagano y mucho mayor que ella, nunca la respetó, sino que le infligió gravísimo maltrato durante treinta años. Era pronto a la ira, mujeriego, bebedor, ludópata, y tan insensible hacia lo espiritual que su temperamento violento se manifestaba a la primera de cambio. En medio de esta dramática espiral que presidía su hogar, Mónica acudía a misa diariamente y sobrellevaba los constantes atropellos con heroica paciencia. No queriendo exasperarlo en modo alguno, guardaba silencio o respondía con dulzura mostrando su buen carácter cuando la situación se tornaba insostenible.
Poco a poco, y a fuerza de dar testimonio con su vida, amparada en el amor de Dios, con oración y sacrificios fue venciendo la dureza del corazón de su esposo y se produjo lo que parecía un imposible: su conversión al cristianismo. Patricio se bautizó el año 371. Antes Mónica ya se había ganado a pulso la simpatía de su suegra, una mujer de agrio carácter y entrometida en las cuestiones de su hogar. Pero a Mónica aún le quedaba apurar otro cáliz, ya que de tres hijos nacidos en el matrimonio, una mujer y dos varones, Agustín iba a darle no pocos quebraderos de cabeza.
Patricio murió un año después de ser bautizado, y ella tuvo que lidiar en soledad con el tarambana de Agustín, que si bien era brillante en sus estudios y se había formado rigurosamente en Cartago, en su vida personal dejaba mucho que desear. Experto en filosofía, literatura y oratoria, pero completamente alejado de la fe, iba sumiéndose en un pozo cada vez más hondo para consternación de Mónica que sufría indeciblemente. Hubo una breve inflexión en la vida de Agustín que hizo pensar que le daría un giro definitivo. El hecho es que tras la muerte de su padre, enfermó, y temiendo seguir sus pasos pensó en hacerse católico; hasta recibió instrucción para ello. Pero en cuanto sanó, se involucró con los maniqueos y prosiguió dando tumbos.
Un día Mónica lo echó de casa sin contemplaciones al ver que no desistía de sus errores y falsedades contrarios a la verdadera religión. En un sueño vio que alguien se acercaba a consolarla en medio de su dolor por la pérdida espiritual de Agustín, y le aseguraba que volvería con ella. La interpretación de este fue que su madre se haría maniquea como él. Pero Mónica respondió: «En el sueño no me dijeron la madre irá a donde el hijo, sino el hijo volverá a la madre». Aunque Agustín quedó impresionado por la respuesta, aún tardó nueve años en convertirse.
El obispo de Tagaste, conmovido por los sacrificios y sufrimientos de Mónica, le había asegurado: «Es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas». Ella continuó orando y llorando, pero también lo siguió con religiosa terquedad a Roma para rescatarlo de las malas influencias. Agustín, al ver que iba tras él, intentó esquivarla tomando un barco, pero cuando ella se percató de la maniobra, se embarcó en otra nave. Después, en Milán Mónica tomó contacto con san Ambrosio, cuya intervención sería decisiva para la conversión de Agustín el año 387. Abrazado por fin al cristianismo, el santo volvió con su madre. Antes de que le asaltara la última enfermedad, Mónica le había confiado: «Hijo, ya nada de este mundo me deleita. Ya no sé cuál es mi misión en la tierra ni por qué me deja Dios vivir, pues todas mis esperanzas han sido colmadas. Mi único deseo era vivir hasta verte católico e hijo de Dios. Dios me ha concedido más de lo que yo le había pedido, ahora que has renunciado a la felicidad terrena y te has consagrado a su servicio». Poco tiempo después, ese mismo año 387, hallándose unidos, murió en Ostia cuando Agustín estaba a punto de partir a África; él aseguraba que su madre le había engendrado dos veces.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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