«Doctor de la Iglesia, príncipe de los místicos, biógrafo de san Francisco. Este insigne franciscano está considerado como una de las figuras cumbres de la escolástica. Mereció la confianza de los pontífices de su tiempo»
Históricamente, en pocos casos —quizá sea excepción la de este franciscano—, ha confluido el juicio de tantos pontífices para reconocer los altísimos méritos que jalonaron una vida. A los honores que el santo fraile recibió mientras discurría su peregrinaje por este mundo, se añadieron otros más elevados tras su muerte. Sixto IV lo canonizó el 14 de abril de 1482. Sixto V lo aclamó doctor de la Iglesia otorgándole el título de doctor seráfico el 14 de mayo de 1588. León XIII en su alocución del 11 de octubre de 1890 lo declaró «príncipe de los místicos», y Pío XII en su exhortación al clero en 1950 subrayó la supremacía para la formación de las disciplinas filosófico-teológicas siguiendo las pautas de este doctor angélico, al tiempo que subrayaba las riquezas espirituales e influjo en la vida apostólica que se derivan de ellas.
Nació en la localidad italiana de Bagnoregio, no lejos de Viterbo, hacia 1217. Se llamaba Giovanni di Fidanza, como su padre, que era médico de profesión. Hallándose en peligro por grave enfermedad cuando era niño, su madre María lo consagró a san Francisco de Asís, y sanó. Años más tarde, en torno a 1243, tomó el hábito franciscano después de haberse planteado dar a su vida el máximo sentido; jamás entró en sus planes desperdiciarla en vanos afanes. Para alguien como él, que soñaba imitar las gestas de los primeros discípulos y sentía que en su corazón resonaban con fuerza las huellas de la primitiva Iglesia, el Poverello encarnaba el genuino ejemplo a seguir: «Confieso ante Dios que la razón que me llevó a amar más la vida del bienaventurado Francisco es que esta se parece a los comienzos y al crecimiento de la Iglesia. La Iglesia comenzó con simples pescadores, y después se enriqueció de doctores muy ilustres y sabios; la religión del bienaventurado Francisco no fue establecida por la prudencia de los hombres, sino por Cristo».
Al profesar tomó el nombre de Buenaventura. Se había formado en la universidad de París junto a los más afamados profesores de la época, uno de ellos Alejandro de Hales quien tanto admiró a su brillante discípulo que llegó a decir que Adán parecía no haber dejado rastro de su pecado en él. Su inteligencia y capacidad de penetración le permitió hacer acopio de una sólida formación. En él se aunaban oración y estudio, que ofrecía complacido a la mayor gloria de Dios. En realidad, la clarividencia y la profundidad que rezuman sus trabajos es el fruto de su honda vida mística. Decía: «El gozo espiritual es la mejor señal de que la gracia habita en un alma». Fue profesor de teología y Sagrada Escritura en la universidad parisina desde 1248 a 1257. Mientras tanto, perseguía la perfección y hacía frente a sus tendencias con la gracia de Cristo. Una visión le ayudó a superar escrúpulos como el que a veces le instaba a no recibir la comunión, pese a desearlo con todas sus fuerzas, porque se sentía indigno de ella a causa de las imperfecciones que detectaba en sí mismo. Solía meditar en la Pasión de Cristo, a quien se había propuesto imitar. Se caracterizó por virtudes como la prudencia, humildad, inocencia evangélica, pobreza, paciencia y mortificación. Fue gran devoto de la Virgen; a él se debe el rezo diario del Ángelus.
Los diez años que pasó en París dejaron en sus profesores y compañeros la impresión de hallarse ante una persona de excepcionales cualidades y virtud. De hecho, el 2 de febrero de 1257, sin haber cumplido aún 36 años, fue elegido ministro general en el capítulo de Roma. Era un hombre sencillo, humilde y caritativo, fidelísimo al espíritu de la regla. Por eso pudo mediar sabia y prudentemente entre los partidarios de una aplicación austera de la misma y los que juzgaban que debía suavizarse. En la carta que dirigió a todos los provinciales quedó clara su posición y visión con la que buscó la equidistancia entre las posturas. Viajó por Francia, Alemania, Italia y España. Presidió cinco capítulos generales, varios provinciales, y dio a la Orden y al mundo una bellísima biografía del Poverello. Predicó ante auditorios diversos, entre los que había reyes y pontífices.
La escolástica tiene en él a un singular maestro en la forma y en el fondo. En sus trabajos aparecen admirablemente ensambladas teoría y praxis; develan su pericia para poner al descubierto errores y subrayar lo esencial. Su contribución al pensamiento y a la Iglesia sigue vigente como antaño, o más, porque su influjo no ha decaído durante siglos. Es autor de una ingente obra compuesta por centenares de sermones, textos místicos, teológicos y filosóficos de alta erudición. Algunos tan significativos como el Itinerario del alma a Dios, el Comentario sobre las Sentencias de Pedro Lombardo, redactado en su época parisina, el tratado Sobre la vida de perfección, el Soliloquio y Sobre el triple camino, por mencionar algunos escritos. Un día le visitó su amigo santo Tomás y lo halló absorto. Respetando la contemplación en la que estaba sumido, se marchó diciendo: «Dejemos a un santo trabajar por otro santo».
Era tan valioso que en 1265 Clemente IV quiso encomendarle la sede arzobispal de York, pero él lo convenció para que diese a otro la misión. En otro momento, Gregorio X, elevado al papado a instancias suyas, le nombró y consagró cardenal obispo de Albano, apelando a la obediencia que le debía. Luego este pontífice contó con su autorizado juicio para la realización del II Concilio ecuménico de Lyon, poniendo en sus manos la unión de los griegos ortodoxos, labor que pudo llevar a buen término justo antes de morir. Porque el 15 de julio de 1274, mientras se celebraba el concilio, el santo entregó su alma a Dios. A demanda del pontífice Gregorio X todos los sacerdotes del mundo, hecho insólito y único, oficiaron una misa por su alma.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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