Fernando Rielo y la misión idente en la mirada del Card. Mario Grech

Avanza, toma posición: así se presenta Juan el Bautista ante los hombres, y así se sitúa quien desea vivir su aspiración a la santidad como misión. Esta página evangélica, proclamada en la Eucaristía para el segundo Domingo de Adviento, ofreció al Cardenal Mario Grech la ocasión de releer la vida y la intuición de Fernando Rielo y de señalar algunos rasgos de la misión idente hoy.

El Cardenal, Secretario General del Sínodo de los Obispos, presidió en la Basílica de Sant’Andrea della Valle, en Roma, la celebración del XXI aniversario del fallecimiento del fundador. Gracias a la mirada ofrecida por el Cardenal, su homilía condujo a los amigos de la Familia Idente, a los jóvenes y a los misioneros llegados de diversas ciudades a reunirse en torno a la Eucaristía para recordar a Rielo y reencontrar el núcleo de su mensaje espiritual a la luz de la figura del Bautista.

No permanece al margen quien anuncia

El misionero comienza siempre con un gesto de presencia que rompe la invisibilidad y permite que la palabra alcance a alguien. El Bautista no actúa desde un lugar de poder, sino en el desierto, libre de protecciones y de roles establecidos. Antes incluso del Concilio Vaticano II —recordó el Cardenal— Fernando Rielo había intuido y vivido la llamada universal de los bautizados. Su “dar un paso al frente” aparece desde muy joven en decisiones nítidas y significativas: de niño rechazó renegar de Cristo aun cuando lo pusieron contra el muro para fusilarlo; escribió de su puño y letra la promesa de vivir y transmitir el Evangelio a costa de la vida y de la fama; en la adolescencia acogió la llamada del Padre Celestial a aspirar a la santidad.

En él, como en el Bautista, vida y anuncio no se separan: la palabra brota de la vida, y la vida sostiene la palabra. Es la actitud de quien se entrega a un amor mayor.

El segundo rasgo del Bautista es su hablar claro, una franqueza que no nace de la dureza, sino de una relación. También para Rielo la misión consiste en custodiar esa relación originaria: el fruto de una conciencia filial que da forma a la palabra y a la vida. El Card. Grech evocó un punto central de la espiritualidad rieliana: vivir como hijos del Padre celestial, dejarse formar por el Espíritu en la comunión, reconocer en la conciencia filial el origen de un anuncio libre que no divide, sino que genera comunión; una palabra que no se impone, sino que abre posibilidades.

Para los misioneros Identes —afirmó el Cardenal— la misión no puede separarse de la comunión: anuncio y comunión se entretejen, como señala también el pontificado de León XIV. Es el horizonte en el que el Sínodo invita a una conversión de las relaciones capaz de renovar la vida eclesial.

Una misión que interpela nuestra postura

De estos dos testigos nace una pregunta planteada por el Cardenal: ¿mi vida se hace presente ante los demás? ¿Aporta profecía, esperanza, posibilidad de novedad? Hoy —observó— el mundo, y en particular los jóvenes, necesita cristianos que no se mimeticen en un contexto marcado por el desarraigo y la falta de sentido. Esta es la misión expresada por el carisma idente en su “cree y espera”: un acercamiento que permite al otro respirar.

En la basílica, iluminada por los frescos del Elevamiento en la Cruz, del Martirio y de la Sepultura de San Andrés, estaban presentes amigos de Roma y de otras ciudades, jóvenes de la Juventud Idente reunidos para su convivencia y formación anual, y sacerdotes amigos que concelebraron con el Cardenal. La homilía concluyó recordando la perspectiva a la que siempre invitó Rielo: mirar la tierra desde el cielo, una mirada que el Cardenal vinculó a la de María, quien —junto con el Bautista— cree y espera, ve más allá y abre caminos nuevos para que Cristo alcance la vida de todos.


A continuación, ofrecemos nuestra traducción de la transcripción del audio de la homilía pronunciada por el Cardenal Mario Grech.

Homilía – Sábado 6 de diciembre de 2025, Basílica de Sant’Andrea della Valle, Roma

Queridas hermanas, queridos hermanos, acabamos de escuchar el Evangelio de este segundo Domingo de Adviento, que nos presenta la figura del Bautista, el Precursor del Señor. Es una figura clave que nos acompaña en este tiempo litúrgico. Su misión de preceder al Señor ilumina también nuestro modo de vivir la espera.

La espera cristiana no puede entenderse como una actitud meramente pasiva, sino como una disposición interior que se traduce en la escucha del grito evangélico: «Convertíos». En este sentido, la espera de los discípulos del Resucitado se configura como participación en aquel mismo anuncio en el desierto, orientado a suscitar la conversión. De ello se deduce que la dimensión de la espera se entrelaza con la misión. Los creyentes están llamados, están enviados, a preceder al Señor, preparando el camino en el corazón de las mujeres y de los hombres de nuestro tiempo. Esta perspectiva muestra cómo la espera cristiana, lejos de ser una suspensión, se convierte en una dinámica de responsabilidad, en una dinámica de testimonio eclesial.

Esto, a mi parecer, toca de modo particular el corazón de vuestro Instituto, que lleva en su mismo nombre el imperativo misionero que Jesús nos confió. Al conmemorar hoy el vigésimo primer aniversario de la muerte de vuestro fundador, Fernando Rielo Pardal, pedimos que esta Eucaristía que estamos celebrando sea para nosotros fuerza para renovar el compromiso de seguir al Señor, llevando a todos la novedad del Evangelio.

La Palabra proclamada nos ofrece la clave para verificar y alentar nuestro camino personal y comunitario.

Mirando al Bautista, quisiera compartir con vosotros dos rasgos particulares que pueden nutrir nuestro servicio de misioneras y misioneros.

Ante todo, el Bautista nos entrega el rasgo de la presencia: hacerse presentes, tomar posición, salir al encuentro. La palabra de Juan ya indica su paso. Mateo lo presenta con una frase sencilla pero poderosa: «Por aquellos días vino Juan el Bautista». Es como si lo viéramos avanzar, mostrarse, tomar posición ante los demás. Juan se sitúa llevando un mensaje que debe anunciar. Y esto sucede en el desierto de Judea, lejos de la ciudad santa, lejos del Templo, lejos de la clase sacerdotal a la que pertenecía, libre de cualquier engranaje de poder y de seguridad, totalmente dependiente de lo que un ambiente rocoso e inhóspito puede ofrecer: el desierto.

También su modo de vestir evoca profecía, esencialidad, espera. Esta presencia tan esencial se vuelve una fuerza de atracción. Hace salir a Jerusalén, a toda Judea y a toda la región del Jordán hacia el desierto. Y esto no es todo. El Precursor nos recuerda que la evangelización comienza siempre con hacernos presentes, con dar un paso al frente, con situarnos como mensajeros del más fuerte, que viene a renovar, a bautizar en Espíritu Santo y Fuego. Esto requiere conciencia de la gracia recibida en el bautismo, y disponibilidad para avanzar. El camino sinodal en curso es fruto de esta renovada conciencia, madurada en la eclesiología del Concilio Vaticano II, de nuestra común dignidad, de la llamada a ser todos sujetos del anuncio del Evangelio.

Antes incluso del Concilio, sin embargo, vuestro fundador, Fernando, iluminó esta llamada universal de los bautizados. Ya el día de su primera comunión, vestido de blanco, Fernando dio un paso al frente por la fe: rechazó renegar de Jesús, aun cuando lo pusieron contra el muro para fusilarlo.

Y luego, a los dieciséis años, la escucha de la llamada del Padre Celestial y la promesa de vivir para transmitir el Evangelio. En él, como en el Bautista, vida y predicación se vuelven sinónimos. No se predica con palabras separadas de la vida, sino con la vida misma.

Esto comporta —como escribió en 1984, cito— «el sacrificio de mi vida y de mi fama». También la fama puede ser sacrificada por fidelidad al amor más grande.

El Bautista no tuvo miedo de aparecer fuera de los esquemas. Fernando tampoco. Buscó sinceramente la voluntad de Dios. De aquí su exhortación: «que elevéis vuestra santidad a la categoría de misión», misión que debe ser exclusiva en vuestra vida.

Este primer rasgo nos invita a preguntarnos: ¿mi vida se hace presente ante los demás? ¿Dice profecía, novedad, esperanza? El mundo, en particular los jóvenes tan presentes en vuestra misión, necesita cristianos que no se oculten, que se hagan presentes como signos de esperanza, en un contexto a menudo marcado por el desarraigo, la superficialidad y la falta de significado.

Esta es, queridos míos, vuestra misión: acercarnos, de modo que los demás puedan realmente vivir vuestro lema, cree y espera.

La segunda característica del Precursor es su hablar claro. Hablar claro. El Bautista no utiliza retórica ni rodeos: habla con parresía, con el valor y la libertad de quien no sirve a ninguna ideología o facción, sino solo al Señor. Su palabra es directa: «Convertíos»; y a fariseos y saduceos: «raza de víboras». Para algunos, puede parecer un modo demasiado duro; para otros, un pretexto para condenar sin misericordia. Pero estos juicios son ya ideológicos, porque hacen depender todo del tono, mientras que lo que realmente cuenta es la fidelidad a la misión de salvar. Es de esta fidelidad de donde nace siempre el tono justo.

Jesús nos enseña que es el Espíritu Santo quien nos instruye, quien nos da las palabras adecuadas para testimoniar. Y precisamente esto nos introduce en la nueva misión. También para vosotros, misioneras y misioneros identes, anunciar y defender la fe no significa elegir un tono en lugar de otro, sino dejarse guiar por el Espíritu dentro de esa relación que es la fuente de toda misión.

Para vosotros, junto a la transmisión del Evangelio, está también la defensa activa del Magisterio, dos dimensiones que no viven aisladas, sino que brotan de la relación intratrinitaria de la cual depende toda la vida. Por eso el documento final del Sínodo de los Obispos afirma —cito—: «en el interior de culturas y sociedades cada vez más individualistas, la Iglesia, pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, puede dar testimonio de la fuerza de relación fundada en la Trinidad». Esta relación es un don que, como hemos escuchado en la segunda lectura, nos permite tener unos con otros los mismos sentimientos según el ejemplo de Jesucristo, para que con un solo ánimo y una sola voz podamos dar gloria a Dios.

El principio de relación que Fernando sitúa en el corazón de la experiencia cristiana es también el corazón de vuestro Instituto: vivir como hijos e hijas del Padre, unidos a Cristo en el Espíritu, dejándoos formar por Él en la comunión y en el espíritu de familia. Solo en la medida en que custodiáis esta relación filial podéis anunciar a los demás el rostro del Padre.

En el fondo, como decía Fernando, todo nace de vivir en la divina conciencia filial. Esto nos otorga una libertad para hablar que es verdaderamente vivir.

Si el Bautista llama «víboras» a sus interlocutores, no es por mero desahogo, sino para indicar el mal e invitar a producir un fruto digno de conversión. Podemos decir entonces que su hablar claro nace de la relación y conduce a la relación. Así es para vuestro Instituto. Anuncio y comunión se entrelazan. Vuestra palabra debe expresar y construir la relación filial con el Padre y la relación eclesial del pueblo santo de Dios, que el Espíritu impulsa por los caminos del mundo.

Que todo empeño de vuestro Instituto, desde la sensibilidad social hasta la apertura al mundo intelectual, llegue a ser un hablar claro, valiente, liberador, arraigado en la comunión. Es la relación con Cristo, y entre todos en Cristo, la que realiza la sustancia y modela en cada tiempo la forma de la Iglesia.

Como decía vuestro fundador, se trata de mostrar a nuestros hermanos la plenitud del amor divino, amándola, promoviendo así una verdadera cultura, un verdadero humanismo en el que pueda alcanzarse una alta categoría humana. Son palabras que conservan una sorprendente actualidad. La comunión, de hecho, es un rasgo central del actual pontificado de León XIV: debe convertirse en el modo concreto con el que proclamamos el Evangelio hoy.

Esto nos pide el Sínodo: una verdadera conversión de las relaciones, capaz de edificarnos como comunidad cristiana y de dar forma a nuestra misión como Iglesia. Solo así seremos anunciadores de aquel conocimiento del Señor —del que habla Isaías en la primera lectura— que llena la tierra como las aguas cubren el mar, liberando a la humanidad del veneno de las víboras hasta hacer que el niño de pecho pueda jugar sobre su guarida.

Queridos hermanos y hermanas, acompañados por el Bautista y a la luz de la vida y de la enseñanza de vuestro fundador Fernando, reencontramos la promesa de vivir y transmitir el Evangelio caminando delante del Señor que viene.

Confiémonos a María, a quien invocáis como Nuestra Señora de la Vida Mística, para que, como ella, aprendamos a mirar la tierra desde el cielo, con la mirada de quien cree y espera, capaces de ver más allá y de abrir nuevos caminos para la venida del Señor. Amén.