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Entre kanjis y milagros: Japón, tierra de primera evangelización 

Testimonio de Grecia Bárraga, misionera Idente

Han pasado seis meses desde que llegué a Japón. Es mi primera misión fuera de Perú y, aunque todavía me siento algo turista en muchas cosas, quiero compartir algunas experiencias que me han dejado conmovida… y agradecida.

Una de las cosas que más  me sorprende aquí es ver a tantos sacerdotes mayores en plena misión. He conocido hombres de 80, 90… ¡y hasta 96 años! que tienen una vida apostólica muy activa. No hay más sacerdotes, son los que hay, y en lugar de quejarse, simplemente se entregan. Cada paso les duele, pero cada gesto rebosa amor. Verlos celebrar la Eucaristía, confesar, escuchar con paciencia infinita y sonreír como si tuvieran veinte es una lección de fidelidad  para mí. Incluso se dan el tiempo para enseñarme cómo servir mejor como ministra de la Eucaristía o cómo acompañar a las personas. Además, han creado una red de apoyo admirable: se ayudan entre todos para cubrir las misas en diferentes parroquias y en distintos idiomas. En algunos lugares, la misa en español se celebra una vez cada dos meses… y la gente la vive como si fuera Navidad adelantada.

Hace poco hicimos una peregrinación a la ciudad de Ota. Antes de salir pensé: “¿Seis horas de viaje entre ida y vuelta solo para una misa? ¿De verdad?” Pero Dios tenía sus sorpresas preparadas.

En el camino se nos unió una religiosa española de 86 años. Llegó a Japón hace apenas dos años (sí, a los 84… ¡cuando muchos ya piensan en descansar!) y nos contó su vida mientras esperábamos el tren. Ha vencido al cáncer dos veces y ahora cuida a sus hermanas mayores, todas japonesas y varias en silla de ruedas. Pasa el día entero cuidándolas, y de noche estudia japonés para poder comunicarse mejor. Yo escuchaba y pensaba: “¿Y yo que me canso solo de mirar los kanjis?” Al llegar,  el obispo y una comunidad internacional nos esperaba, personas que se habían enterado de que habría una misa en español y al igual que nosotras, habían recorrido largas horas o incluso más para participar de la Eucaristía. 

La misa fue sencilla, pero los rostros irradiaban una felicidad contagiosa. Luego, en el compartir, escuché testimonios que me tocaron el corazón.

Una señora contaba lo agradecida que estaba porque cerca a la prefectura donde vive aún puede participar de la misa en español, aunque solo fuera una vez al mes. Estaba preocupada porque al no haber muchos fieles (eran 3 personas) había la posibilidad de que esas misas se suspendieran y para ella escuchar la Palabra en su lengua era sentir más de cerca el abrazo de Dios.

Otro decía que poder encontrarse con treinta hermanos en la fe y hablar de su experiencia de Dios en su propio idioma era un milagro, un pedacito de familia en medio de tanta distancia.

Un señor  portugués confesaba, entre lágrimas, que al inicio iba a misa solo porque su esposa lo insistía, y al ser la misa en otro idioma y no poder acceder a una catequesis en portugués; acercarse a Dios parecía un camino con muchos obstáculos. Pero su esposa, al ver esta realidad, se convirtió en la catequista de su familia , estudiaba y leía el evangelio para poderlo transmitir. Y gracias a este esfuerzo, él participaba en la Eucaristía por decisión propia: había descubierto la sed de Cristo que llevaba dentro. Y agradece a su esposa por “no rendirse nunca en llevarlo a Dios”.

También en la catequesis hay momentos que me desarman. Una niña, en una ocasión, me preguntó: “¿Qué es Iglesia? ¿Y quién es Dios?” Yo, que había dado catequesis por años en Perú, nunca tuve que empezar desde tan atrás. Sus preguntas me dejan sin respuestas rápidas… pero sus ojos brillando cuando descubren que tienen un Padre que las ama es algo que me recuerda lo esencial: también yo soy hija y misionera.

Japón me enseña que todo es don. Que nuestro Padre Celestial nos rejuvenece cada día con la misión, incluso cuando el cansancio pesa. Y que, en medio de silencios tan profundos, de gestos a veces desconcertantes y de los desafíos del idioma, la sed de Dios es más grande que todo.

Y entonces me pregunto: ¿cómo no vivir con esfuerzo?, ¿cómo no vivir con entrega?, ¿cómo no soñar en grande con Cristo? Sí, hay noches oscuras, pero Cristo siempre acompaña, siempre.