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Vive y transmite el Evangelio

El amor de Dios en tres historias

By 27 octubre, 2017No Comments
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Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
Comentario al Evangelio del 29-10-2017, XXX Domingo del Tiempo Ordinario (Éxodo 22:20-26; 1 Tesalonicenses 1:5c-10; Mateo 22:34-40).

Siempre encontramos razones y pretextos para no amar a los demás. Parece que eso es parte de nuestro ego. No deseamos pecar, pero a menudo evitamos hacer el bien que podríamos hacer. Hoy se nos recuerda que la base del mandamiento del amor ya estaba en el Antiguo Testamento: porque ustedes también fueron extranjeros en tierra de Egipto. Porque ellos, siendo marginados por la sociedad, han sido amados por Dios incondicionalmente. Cristo nos lo dice aún más claramente.

El Evangelio de Mateo de hoy generaliza, una vez más: ama a Dios y ama a tu prójimo. Podemos traer a la mente la historia del Buen Samaritano para recordar que nuestro prójimo es todo aquel que tiene cualquier tipo de necesidad. Esto es una llamada al amor universal. No es una invitación a averiguar a quién no tenemos que amar.

En una familia o en una comunidad religiosa o en una comunidad parroquial, no es fácil amar a los que rechazan la forma de vida de la familia, de la comunidad religiosa o de la parroquia (sobre todo individualistas y orgullosos). Amar a estas personas no significa rechazar la forma de vida que nos ha sido entregada. Significa buscar formas de amor para quienes la rechazan. Esto es parte del continuo reto de seguir a Cristo. Veamos tres historias sencillas que describen tres rasgos importantes del amor de Dios y del amor que nos pide vivir.

Serendipia es una palabra de moda. Es el efecto por el cual uno encuentra accidentalmente algo realmente maravilloso, especialmente cuando buscaba algo completamente distinto. El amor de Dios es sorprendente y asombroso. Llega sin avisar ¿Cuántas veces sentimos que Él construye un camino donde parecía imposible hacerlo? Esta es nuestra primera historia:

El Dr. Teo era un médico general que se transformó en cirujano estético. Murió en octubre de 2012, tras serle diagnosticado un cáncer de hígado.
Al principio, como muchos otros, pensaba en la felicidad en términos de éxito, y ese suceso era la riqueza. Como médico joven, comprendió que ser un cirujano estético le daría la oportunidad de llegar rápidamente el éxito y a la riqueza. Así que, en vez de dedicarse a los enfermos y doloridos, se consagró a embellecer el aspecto de algunos privilegiados. No se equivocó; después de un año estaba nadando en millones y podía permitirse todo tipo de lujos. Entonces, en marzo de 2011, en la cima de la vida, según los criterios del mundo, se le diagnosticó un cáncer de hígado. Se deprimió completamente y se dio cuenta que todo lo que había conseguido no le podía dar una verdadera alegría y gozo.
El Dr. Teo dijo que, como médico, debería estar lleno de compasión incluso por las criaturas no humanas, pero no lo estaba y no podía estarlo. De hecho, su contacto con los sufrimientos y las muertes en el departamento de cáncer, como médico joven, ahogaron su sensibilidad y su capacidad de empatía. Todo era para él simplemente trabajo. Aunque conocía en términos médicos el sufrimiento de las personas, cómo se sentían y por lo que estaban pasando, en realidad no imaginaba cómo se encontraban…hasta que él mismo se convirtió en un paciente de cáncer. Dijo que si pudiera volver a vivir, habría sido un médico diferente, un médico verdaderamente compasivo. Como paciente de cáncer, comenzaba a comprender cómo se sentían los demás; lo aprendió de una forma dura y definitiva.
El Dr. Teo aconsejaba a los médicos jóvenes no perder nunca el rumbo moral en el camino de la vida y en la práctica de su profesión, algo que él había perdido al obsesionarse con la riqueza, viendo a sus pacientes como simples fuentes de ganancia. Como médicos, deberían servir a las personas y tener compasión por el sufrimiento de sus pacientes. La sociedad y los medios de comunicación no deberían dictarles cómo han de vivir.

Esta es también nuestra experiencia: la verdadera felicidad no llega cuando nos servimos a nosotros mismos, sino cuando servimos a los demás. Y esto se produce al conocer a Dios, no simplemente conocerlo con la cabeza, sino teniendo una relación auténtica con Él, compartiendo todo con Él. El Dr. Teo lo aprendió de una forma inesperada.

El amor de Dios es realmente poderoso y transformador. Va más allá de nuestros esfuerzos, más allá de los planes de los santos. Esta es una historia de San Antonio, que nos muestra cómo el Espíritu Santo hace milagros (la mayoría de las veces invisibles) con nuestra humilde entrega:

San Antonio es el modelo del monasticismo en Egipto, en el siglo IV. Un monje anciano y uno de sus jóvenes discípulos viajaban cada año al desierto a visitar a Antonio para aprender de él. Cuando se encontraban frente a él, el monje le preguntaba sobre la vida de oración, el amor a Cristo y cómo entender las Escrituras. Sin embargo, el joven permanecía en completo silencio y atento a todo. Al año siguiente, el monje veterano y el joven volvieron al desierto para escuchar los consejos de Antonio. De nuevo, el monje tenía gran cantidad de preguntas y el novicio permanecía de pie sin decir palabra. Esto ocurría cada año del mismo modo. Finalmente, Antonio preguntó al joven novicio; ¿Para qué vienes aquí? Vienes cada año y no haces preguntas; nunca me pides un consejo ¿Por qué vienes? El joven habló por vez primera en presencia del gran santo: Me es suficiente con verle. Me basta ver cómo trata a mi superior.

Realmente, todo depende del mandamiento del amor. Es más, el amor de Dios y nuestro amor están íntima e integralmente relacionados. Erik Erikson (1902-1994) fue un influyente sicólogo del desarrollo que describió las etapas del desarrollo sicológico humano. Curiosamente, la primera etapa de nuestro desarrollo, confianza frente a desconfianza, tiene lugar desde el nacimiento hasta los 18 meses de edad. Así, para este autor, el substrato sobre el cual se construye todo nuestro desarrollo psico-social es confianza frente a desconfianza. La confianza se desarrolla en el niño cuando se satisfacen sus necesidades. Por ejemplo, cuando tiene un pañal sucio o mojado, llora, una persona acude en respuesta a su llanto y cambia el pañal. Cuando esta llamada y esa respuesta se dan de forma consistente, se desarrolla la confianza y la desconfianza se hace mínima.

Si esta etapa se completa con éxito, entonces la confianza es transformada por el Espíritu Santo en la virtud de la esperanza. Caso contrario, un sentimiento de desconfianza dominará al niño y el miedo ocupará el centro de su visión del mundo.

Quizás la siguiente historia puede ilustrar el significado de amar con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra mente.
Un equilibrista profesional puso una cuerda a lo ancho de las cataratas del Niágara y anunció que iba a cruzarlas caminando sobre la cuerda. La gente estaba atenta para ver la hazaña y él preguntó a esa multitud si creían que él podría hacerlo. Todos respondieron unánimemente: Sí. Como buen profesional, subió a la cuerda y cruzó con facilidad. Después tomó una carretilla y la puso en la cuerda. De nuevo preguntó a la multitud si creían que podría llevarla a lo largo de la cuerda. De nuevo todos respondieron con un sonoro Sí. El equilibrista cruzó otra vez de forma perfecta. Entonces, se dirigió a un espectador desprevenido y le preguntó: ¿Cree que puedo hacerlo con una persona dentro de la carretilla? El espectador respondió: Sí, creo que puede hacerlo. Entonces, el equilibrista le dijo solemnemente: Suba a la carretilla. Eso significa pasar del “yo creo” a la acción.

Esa es la oración de nuestra facultad unitiva y el auténtico comportamiento extático. Si creo que Cristo es el Señor que viene a ser nuestro Salvador, entonces me pondré en sus manos de manera que pueda salvarme para el reino de los cielos ahora, ahora mismo, por medio de actos progresivos de amor.

El Evangelio de San Mateo nos cuenta la historia de la conversión de Pedro. No es una conversión a ciertas creencias. Es un movimiento de la cabeza al corazón y del corazón a las manos. Cristo comienza preguntando una pregunta muy general: ¿Quién dice la gente que soy yo? Pedro da una respuesta ortodoxa para esa época: La gente dice que eres la reencarnación de Elías, o Juan el Bautista, o Jeremías. Entonces, Cristo lleva a Pedro a mirar su propia conciencia: ¿Quién crees TÚ que soy yo? Pedro responde: Tú eres el Mesías. Finalmente, Cristo le empuja de las palabras a las obras: Ahora, sé tú mismo un Mesías. Sé una roca sobre la que otros puedan construir sus vidas.

Vemos cómo Cristo lleva rápidamente a Pedro de la creencia a la acción, de una declaración de fe a una misión de apostolado. Eso es lo más fascinante de ese momento. El mensaje de Jesús es: Pasarás a ser de alguien que hace una afirmación de fe a uno que encarna y pone la fe en acción. Siempre nos quiere llevar de la afirmación de nuestra fe a la encarnación y puesta en acto de la fe. Recordemos que Jesús nunca termina sus parábolas o enseñanzas diciendo: ¿Están de acuerdo? o ¿Tiene lógica lo que digo? Más bien, nos dice: Ahora, sígueme. Sí; Cristo dice a los suyos: Si alguien quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz de cada día y sígame. Este es el verdadero punto de inflexión para ti y para mí; pasar de la creencia a la acción. Tú y yo decidimos así si seguimos o no a Cristo.

Cuántas veces hemos escuchado el siguiente razonamiento: Tú eres cristiano, yo soy ateo. Dime, ¿Cómo influye tu fe en Dios en tu forma de tratar a los demás, o en tu forma de usar el dinero?

Puede que sea solamente un acto muy pequeño por tu parte. Lo que más importa es que tomes alguna medida en Su nombre. Entonces cruzarás la línea invisible que hay entre creencia y acción. Estará claro que tú eres la persona, ésta es la visión de la voluntad divina y ahora es el momento. Este es el principio de un auténtico conocimiento de Dios, de un diálogo real con la Santísima Trinidad.

Para que el amor divino se haga realidad en nuestra vida, hemos de volver una y otra vez a su raíz, que es nuestra relación con Dios a través de la oración. Cuando oramos, no es sólo para meditar sobre las virtudes de Cristo o para intentar imitarle, o para revisar qué faltas hemos cometido. Por supuesto, estas dimensiones de la oración son necesarias. Pero, esencialmente, la oración es estar con Dios y disfrutar de su amor incondicional, respondiendo con la ofrenda diaria de nuestra vida. Sólo entonces podremos encontrar nuestro verdadero ser y podremos ser curados de nuestras debilidades. Sólo entonces, cuando hayamos experimentado así su presencia, podremos anunciarle a los demás.