«En los umbrales del Carmelo se halla la figura de este beato que defendió la fe en Tierra Santa y cinceló con su vida una hermosa ofrenda de amor a la Virgen María»
Los orígenes de cualquier fundación religiosa alumbran existencias de personas generosísimas que se desprendieron de sí mismas. Llevadas por la gracia, abrieron nuevos caminos para conquistar la unión con la Santísima Trinidad. Son páginas históricas que los integrantes de cada movimiento eclesial custodian con verdadero celo y ternura. En ellas encuentran matices estimadísimos de sus fundadores y fundadoras sin los cuales sus vidas podrían haber tenido otro sentido. Y también de los primeros miembros que les precedieron en el itinerario espiritual abrazándose al específico carisma que los aglutinó. Cuando se trata de instituciones tan vetustas como la del Carmelo, no es fácil reconstruir los hechos identificando los pilares que sostuvieron su primera andadura. Y sin embargo, siempre hay alguna pista que merece la pena rastrear, indicios que esta insigne Orden primitiva, que tanta gloria viene dando a la Iglesia, consigna en sus anales puntualizando aspectos que han de tenerse en cuenta. El beato Bertoldo, cuya su vida aparece envuelta en cierta neblina, fue uno de los artífices de la misma.
Se sabe que era francés, que pudo venir al mundo en el seno de una noble familia, y que su existencia discurrió a lo largo del siglo XII, ya que habría nacido a finales del siglo XI. Mientras que algunos le han atribuido la fundación de la Orden carmelita, la voz autorizada de estos religiosos solo reconocen en él a su primer maestro general. Cuando Bertoldo —de nombre de pila Bartolomé— llegó a Monte Carmelo, los primeros integrantes hacía un tiempo que gozaban de la vida eremítica. Un flujo incesante de cruzados dispuestos a dar su vida para defender la fe fue una de las características de la época.
Muchos jóvenes aguerridos se sumaban a la contienda con este único fin. Era un alto honor que no quisieron eludir. Bertoldo, que se había formado teológicamente en la universidad de París y había sido ordenado sacerdote, se sintió llamado a empuñar las armas contra los infieles. Jerusalén era el objetivo. Allí se dirigía junto a su tío Aimerico, luego primer patriarca de Antioquía, cuando esta ciudad fue tomada por aquellos. Posiblemente en el fragor de la batalla, es un hecho que no está comprobado, se le pudo dar a entender por revelación que la enconada lucha que se libraba había sido desencadenada por la impenitencia de los soldados cristianos. Bertoldo hizo entonces solemne promesa de consagrarse a la vida religiosa, dedicándola a la Virgen María, si salían sanos y salvos. Obtuvieron el triunfo y emitió los votos.
La cuestión es que pudo llegar a Monte Carmelo, y seducido por la vida eremítica se estableció allí junto a un nutrido grupo de compañeros configurando en 1154 una comunidad cenobítica. Gozaban del favor eclesiástico ya que en 1141 el patriarca de Jerusalén había reformado las órdenes monásticas. Era un momento propicio para ellas. Abrió una veda fértil que dio incontables vocaciones. La capilla que erigieron en las proximidades de la «fuente de Elías», poblada por anacoretas, fue dedicada inicialmente a Nuestra Señora del Monte Carmelo. Su presencia revitalizó el espíritu de oración, meditación y ayuno característico de los primeros integrantes de la Orden carmelita que tenían su origen en el profeta Elías. Por esa razón, también se le ha considerado «restaurador» de la misma.
El grupo tomó el nombre de Hermanos de Santa María del Monte Carmelo. Siendo Aimerico patriarca de Antioquía visitó el lugar. Iba como legado ad latere de la Santa Sede para Tierra Santa, y designó a Bertoldo de Malefaida primer prior general de los carmelitas. Este impulsó la creación y reconstrucción de monasterios. De hecho, se le atribuye la expansión de la Orden por otros rincones de Palestina, que luego se extendería por Europa. Es lo que se desprende de la información que Pedro Emiliano proporcionó al monarca Eduardo I de Inglaterra en una carta que le remitió en 1281.
Dios pudo querer consolar el afligido corazón de Bertoldo por las feroces luchas que no tenían tregua y que iban diezmando la comunidad. Le permitió ver cómo entraban en la gloria escoltados por ángeles un importante número de hermanos que habían derramado su sangre en defensa de la fe cristiana sucumbiendo a manos de los sarracenos. De este favor dio cuenta el historiador de la Orden, Paleonidoro. Bertoldo murió el 29 de marzo de 1195. Durante cuarenta y cinco años había dirigido sabiamente a las comunidades manteniendo vivo el amor a la Virgen. Y las huellas del carisma carmelitano se hallaban presentes en las obras que habían emprendido: monasterios en Acre, Tiro y el de Beaulieu en Líbano, una capilla en Sarepta, un hospicio en Jerusalén, etc., además de haber sembrado de comunidades el entorno del Jordán.
Tras el deceso de Bertoldo, Alberto, patriarca de Jerusalén, entregó la regla a sus seguidores basada en la contemplación, la meditación sobre las Sagradas Escrituras y el trabajo. Tomando el testigo, Brocardo sustituyó al beato como segundo prior general. Era uno de los carmelitas que había sido formado por aquel gozando de su confianza. El culto dedicado a Bertoldo se fijó en 1564 por el capítulo general de la Orden. Y tras el periodo comprendido entre 1585, fecha en la que su nombre se extrajo del breviario que había sido reformado, en 1609 volvió a consignarse en él.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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