“Mexicana, llamada a la vida religiosa tras la lectura de la vida de Teresa de Lisieux, y fundadora de varias instituciones misioneras. Es la fundadora de las Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento”
María Manuela de Jesús Arias Espinosa (conocida como Manuelita) nació el 7 de julio de 1904 en la localidad mexicana de Ixtlán del Río, Nayarit. Fue la quinta de ocho hermanos. Su padre era juez del distrito, y eso supuso un constante trasiego para la familia que vivió en distintos lugares. Ello le permitió amasar experiencias en Tepic, Mazatlán, Guadalajara y otras ciudades; fueron etapas fragmentadas de su vida abierta a nuevos y enriquecedores horizontes. Creció sin denostar las lisonjas, en medio de un ambiente sano, y un sentimiento contradictorio ante el íntimo regocijo por las atenciones que recibía, y el vacío que estos gestos banales, desprovistos de contenido, dejaban en su corazón. Durante un tiempo trabajó en una entidad bancaria.
En 1924 su alma iba deslizándose por un sendero, aún desconocido, pero prometedor por cuanto no le permitía acomodarse a las circunstancias del momento. A finales de verano de ese año, amedrentada por la operación que debía resolver su afección del apéndice, no quiso pasar por el quirófano en Guadalajara. Llegaba la hora de su gran sacudida interior. Al regresar de Tepic a Colima fue leyendo «Historia de un alma». Desde sus páginas Teresa de Lisieux le tendió un puente de plata, y sintió que hallaba su vocación. Dios movía sus resortes con urgencia, y unos días más tarde, entrado ya octubre, durante el Congreso Eucarístico que tuvo lugar en México, Manuelita experimentó la llamada: «Dios, el amor, me atraía con fuerza irresistible. Solo quería amar y darme a Dios. Todo mi anhelo era la Eucaristía». La fuerza que emanaba de su ser era tal que determinó hacerse oblación por México y el resto del mundo, acogiendo gozosa la intervención quirúrgica que había rechazado. A renglón seguido, la Virgen le colmó de bendiciones y desde ese instante hasta el fin de sus días permaneció unida a Ella.
En 1926 se consagró expresamente «como víctima de holocausto» al Amor Misericordioso. Le afligía el hostigamiento que sufría la Iglesia en México, instigado por las autoridades gubernamentales. Era algo que le afectaba personalmente, ya que experimentaba el irrefrenable afán de que todo su ser le perteneciera a Dios y aspiraba a seguirle en la vida religiosa, pero el coto impuesto por la situación política se lo impedía. Ello le creó gran mortificación, aunque espiritualmente revertió en ganancias porque de ese periodo emergió una mujer fuerte, curtida en la oración. En 1929 ingresó con las Clarisas Sacramentarias del «Ave María», en Los Ángeles, California, y allí tomo su nombre religioso. Al año siguiente la Virgen de Guadalupe se manifestó, diciéndole: «Si entra en los designios de Dios servirse de ti para las obras de apostolado, me comprometo a acompañarte en todos tus pasos, poniendo en tus labios la palabra persuasiva que ablande los corazones, y en estos la gracia que necesiten; me comprometo además, por los méritos de mi Hijo, a dar a todos aquellos con los que tuvieres alguna relación, y aunque sea tan solo en espíritu, la gracia santificante y la perseverancia final…». Emulando a Teresa de Lisieux también ella quiso ser misionera contemplativa. Fue una ejemplar religiosa que irradiaba alegría en su quehacer, madura, generosa, servicial, fiel al carisma, encarnando la pobreza, con recursos y visión organizativa. Asumía cualquier circunstancia con temple, sin echarse atrás. Así vivió durante dieciséis años.
En su interior ardía su vocación misionera, y junto a ella pervivía la promesa de María. Tras un doloroso proceso de dilucidación, y una búsqueda sometida siempre al cumplimiento de la voluntad divina, abrió su corazón a la superiora, y esta generosamente acogió su inquietud y le dio curso oficial. En 1945 fue autorizada a poner en marcha la fundación, y se dio libertad a las que quisieran secundarla. Monseñor González Arias, prelado de Cuernavaca, había respaldado la obra, como después lo hizo el obispo de Puebla. Su familia le prestó una casa en Cuernavaca y se convirtió en el lugar donde ella y las religiosas que la acompañaban dieron los primeros pasos. En 1949 fundó la universidad femenina de Puebla. En 1953 recibían la aprobación eclesiástica las constituciones de la naciente realidad eclesial, las Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento. El camino no había sido fácil, pero Manuelita se mantuvo firme en su empeño. Se sentía indigna, sierva inútil: «Dios tuvo compasión de su obra, de esta obra para la cual se había valido del instrumento más deleznable, más inepto, más incapaz. Pero era suya… la obra». «Muchas veces le digo: “¡Tú tienes la culpa, para qué te valiste de lo peor que encontraste!”».
Después surgieron otras fundaciones en torno al carisma inesiano —una espiritualidad eucarística y mariana de clara vocación misionera—, dirigidas a sacerdotes, religiosos y laicos de distintas edades y estados, todas alumbradas por el lema «Es urgente que Cristo reine» (1 Cor 15, 25). Su fecunda trayectoria fue quedando sellada con la celebración de las Bodas de Oro en 1980, que pasó en Roma, y el gozo de haberse entrevistado con Juan Pablo II en diciembre de ese año; entonces él alabó su fidelidad con visible entusiasmo. Murió en esta ciudad el 22 de julio de 1981. El cardenal Amato, en representación de Benedicto XVI, la beatificó en México el 21 de abril de 2012. La ceremonia tuvo lugar en la basílica donde se venera la Virgen de Guadalupe.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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